El hijo de Neptuno (Los héroes del Olimpo 2)

Rick Riordan

Fragmento

I

Percy

Las señoras con serpientes en el pelo estaban empezando a incordiar a Percy.

Deberían haberse muerto hacía tres días, cuando les había echado encima una caja con bolas para jugar a los bolos en un supermercado de Napa. Deberían haberse muerto hacía dos días, cuando las había atropellado con un coche patrulla en Martinez. Y está claro que deberían haberse muerto esa misma mañana, cuando les había cortado la cabeza en Tilden Park.

Por muchas veces que Percy las matara y las viera convertirse en polvo, ellas siempre volvían a formarse como pelusas grandes y malvadas. Parecía incapaz de dejarlas atrás.

Llegó a la cumbre de la colina y recobró el aliento. ¿Cuánto rato había pasado desde la última vez que las había matado? Unas dos horas. Nunca seguían muertas más tiempo.

Durante los últimos días apenas había dormido. Había comido lo que había pillado: ositos de goma de máquinas expendedoras, bollos rancios e incluso un burrito de un grasiento restaurante de comida rápida, lo más bajo que había caído hasta la fecha. Tenía la ropa rasgada, quemada y salpicada de baba de monstruo.

Si había sobrevivido tanto tiempo había sido porque al parecer las dos señoras con serpientes en el pelo —«gorgonas», se hacían llamar— tampoco podían matarlo a él. Sus garras no le hacían cortes en la piel. Sus dientes se partían cada vez que intentaban morderlo. Pero Percy no podía aguantar mucho más. Pronto se desplomaría de agotamiento, y entonces, por difícil que fuera matarlo, estaba seguro de que las gorgonas encontrarían la forma de acabar con él.

¿Adónde huir?

Echó un vistazo a los alrededores. En otras circunstancias podría haber disfrutado de la vista. A su izquierda, unas colinas doradas y onduladas avanzaban hacia el interior, salpicadas de lagos, bosques y manadas de vacas. A su derecha, las llanuras de Berkeley y Oakland se extendían hacia el oeste: un inmenso tablero de damas formado por barrios, con varios millones de habitantes a los que probablemente no les apetecía que dos monstruos y un mugriento semidiós les arruinasen la mañana.

Más al oeste, la bahía de San Francisco relucía bajo una bruma plateada. Detrás de ella, un muro de niebla había engullido la mayor parte de la ciudad, dejando solo la parte superior de los rascacielos y las torres del Golden Gate.

Percy notaba el peso de una tristeza indefinida en el pecho. Algo le decía que había estado antes en San Francisco. La ciudad guardaba alguna relación con Annabeth, la única persona que recordaba de su pasado. Le desalentaba lo vagamente que la recordaba. La loba le había prometido que volvería a verla y recuperaría la memoria… si tenía éxito en su viaje.

¿Debía intentar cruzar la bahía?

Era tentador. Podía notar el poder del mar más allá del horizonte. El agua siempre lo reanimaba. El agua salada era la mejor. Lo había descubierto dos días antes, cuando había estrangulado a un monstruo marino en el estrecho de Carquinez. Si consiguiese llegar a la bahía, podría defenderse. Tal vez incluso podría ahogar a las gorgonas. Pero la orilla estaba como mínimo a tres kilómetros de distancia. Tendría que cruzar una ciudad entera.

Además, dudaba por otro motivo. La loba Lupa le había enseñado a agudizar sus sentidos: a confiar en el instinto que lo había estado guiando hacia el sur. Su radar de detección zumbaba en ese momento como loco. El fin de su viaje estaba cerca, casi justo bajo sus pies. Pero ¿cómo era posible? No había nada en la cima de la colina.

El viento cambió. Percy captó un olor amargo a reptil. Unos cien metros cuesta abajo, algo se agitaba en el bosque: ramas que se partían, hojas que crujían, susurros.

Gorgonas.

Por millonésima vez, Percy deseó que aquellas criaturas no tuvieran un olfato tan fino. Siempre le habían dicho que podían olerlo porque era un semidiós: el hijo mestizo de un antiguo dios romano. Percy había intentado revolcarse en barro, salpicarse por los arroyos e incluso meterse ambientadores en los bolsillos para oler a coche nuevo, pero por lo visto el hedor de semidiós era difícil de enmascarar.

Se dirigió con dificultad al lado oeste de la cumbre. Era demasiado empinada para descender. La pendiente bajaba de golpe unos veinticinco metros, directa hasta el tejado de un complejo de apartamentos construido en la ladera. Quince metros más abajo, una autopista salía de la base de la colina y serpenteaba hacia Berkeley.

Genial. No había otra forma de salir de la colina. Había acabado acorralado.

Se quedó mirando el flujo de coches que circulaba hacia el oeste en dirección a San Francisco y deseó estar en uno de ellos. Entonces cayó en la cuenta de que la autopista debía de atravesar la colina. Debía de haber un túnel… justo bajo sus pies.

Su radar interno se volvió loco. Estaba en el lugar adecuado, solo que demasiado arriba. Tenía que ver ese túnel. Necesitaba una forma de bajar a la autopista, y rápido.

Se quitó la mochila. Había cogido un montón de provisiones en el supermercado de Napa: un GPS portátil, cinta adhesiva, un mechero, supercola, una botella de agua, una estera, una almohada con forma de oso panda (anunciada en televisión) y una navaja suiza, prácticamente todas las herramientas que un semidiós moderno podía desear. Pero no tenía nada que sirviera de paracaídas o de trineo.

Eso le dejaba dos opciones: saltar veinticinco metros y matarse o quedarse a luchar. Las dos parecían poco prometedoras.

Soltó un juramento y sacó su boli del bolsillo.

El boli no parecía gran cosa, un bolígrafo barato corriente, pero cuando Percy le quitó el capuchón, se convirtió en una reluciente espada de bronce. La hoja perfectamente equilibrada. La empuñadura de cuero se ajustaba a su mano como si la hubieran diseñado por encargo para él. A lo largo de la guarda, había escrita una palabra en griego antiguo que Percy entendía de algún modo: Anaklusmos, «contracorriente».

Se había despertado con esa espada la primera noche que había pasado en la Casa del Lobo… ¿hacía dos meses? ¿Más? Había perdido la noción del tiempo. Se había encontrado en el patio de una mansión incendiada en mitad del bosque, vestido con un pantalón corto, una camiseta de manga corta naranja y un collar de cuero con un puñado de extrañas cuentas de barro. Contracorriente estaba en su mano, pero Percy no sabía cómo había llegado hasta allí y tenía una idea muy vaga de quién era. Estaba descalzo, helado y confundido. Y entonces aparecieron los lobos…

A su lado, una voz familiar lo devolvió de un susto al presente.

—¡Ahí estás!

Percy se apartó de la gorgona trastabillando y a punto estuvo de despeñarse por la colina.

Era la sonriente: Beano.

Vale, su nombre real no era Beano. Por lo que Percy había podido deducir, era disléxico, porque las palabras se le enredaban cuando intentaba leer. La primera vez que había visto a la gorgona, haciéndose pasar por una empleada de un supermercado con una gran insignia verde que rezaba: «¡Bienvenido! Me llamo Esteno», había pensado que ponía BEANO.

Todavía llevaba puesto el chaleco verde de empleada de supermercado encima de un vestido c

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