El viaje al país del hielo (El Club de los Exploradores del Oso Polar 1)

Alex Bell

Fragmento

9788417384340-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

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Epílogo

Normas del club de exploradores del oso polar

Normas del club de exploradores del calamar oceánico

Normas del club de exploradores del chacal del desierto

Normas del club de exploradores del felino de la jungla

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

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Para mi alma gemela, Neil Dayus

«Se dejaron deslizar hacia una intimidad
de la que nunca habían de liberarse.»
F. Scott Fitzgerald

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1

Stella Copodestrella Pearl limpió con la mano la escarcha de la ventana de la torre y, frunciendo el entrecejo, contempló la nieve. Lo normal sería que estuviera de un humor estupendo: al día siguiente era su cumpleaños y lo único que le gustaba más que los cumpleaños eran los unicornios. Aun así, no estaba contenta porque Felix seguía negándose a llevársela de expedición. Aunque ella había pedido e implorado, aunque había intentado engatusarlo, amenazarlo y asediarlo de todas las maneras posibles, nada de eso había servido. La idea de tener que quedarse de nuevo con tía Agatha le revolvía el estómago. Tía Agatha no sabía mucho de niños y en ocasiones metía la pata hasta el fondo, como aquella vez que le puso un repollo como desayuno para el colegio. Nada de dinosaurios de chocolate, pastel de malvaviscos o alguna chuchería: sólo un simple e inútil repollo. Además, tía Agatha tenía pelos en la nariz... y a veces resultaba imposible no mirarlos fijamente.

Stella había querido ser exploradora desde que tuvo edad para saber qué significaba esa palabra. En concreto, quería ser navegante. No se cansaba de mirar mapas y globos terráqueos y, en lo que a ella se refería, una brújula era el objeto más hermoso del mundo. Después de los unicornios, por supuesto.

Y si no estaba destinada a ser exploradora, ¿por qué las hadas le habían puesto dos nombres? Cualquiera sabe que sólo los exploradores tienen dos nombres. Felix le había dado su apellido, Pearl, pero, como no sabía qué nombre ponerle, les pidió a las hadas que decidieran en su lugar. Probablemente fue una suerte, porque a Felix le gustaban los nombres raros, como Mildred, Wilhelmina o Barbaretta. El caso es que las hadas no sólo le dieron un nombre, sino dos: Stella y Copodestrella, lo que sin duda la destinaba irremediablemente a ser exploradora.

Trepó al poyete de la ventana, encogió las piernas y apoyó el mentón en las rodillas. Fuera estaba oscureciendo. Sabía que Felix estaría buscándola para darle su regalo de la víspera. Era ya una tradición entre ellos: Stella podía abrir uno de sus regalos la noche anterior a su cumpleaños. Pero en ese momento estaba demasiado enfadada y decepcionada para regalos, así que había decidido subir a la torre para esconderse allí. Si se acurrucaba en el poyete de la ventana, nadie podría verla desde el fondo del pasillo.

Por desgracia, a Gruñón también le gustaba la torre y, en cuanto ella se sentó, apareció caminando pesadamente y se puso a hurgarle los bolsillos con el hocico en busca de galletas. La señora Sap, el ama de llaves, no se había alegrado mucho cuando Felix llegó a casa con una cría de oso polar huérfana, pero de otro modo el osezno habría muerto: no sólo había perdido a su madre, también tenía una pata deforme, lo que hacía casi imposible que sobreviviera en la naturaleza. Stella pensaba que tener un oso polar en casa era lo mejor del mundo pese a que, algunas veces, cuando intentaba hacerle arrumacos, por poco no la aplastaba. Los osos polares eran sorprendentemente grandes y pesados.

Stella sacó del bolsillo una galleta de pescado y se la dio a Gruñón, que la tomó con mucha delicadeza y luego la masticó alegremente llenando a la chica de migas y babas osunas. Ella ya se había acostumbrado a las babas, así que no le importó, pero la visita de Gruñón la delató ante Felix, que apareció por el pasillo unos minutos más tarde.

—Ah, estás aquí —dijo acercándose al poyete de la ventana—. He estado buscándote por todas partes.

Stella lo miró a la cara. Era su cara preferida, por encima de cualquier otra, y la primera que recordaba haber visto. Ella, al igual que Gruñón, también era una huérfana de la nieve. Si Felix no la hubiera encontrado cuando era una criatura que apenas sabía andar, probablemente habría muerto allí, sola sobre el hielo. Stella nunca había conocido a nadie con el pelo tan blanco como ella, con una piel tan pálida ni con unos ojos con aquel peculiar tono de azul hielo. La mayoría de los alumnos de su escuela tenían la piel rosada, mientras que ella era blanca como una perla de los pies a la cabeza. Eso siempre la había molestado, sobre todo porque hacía que se pareciera menos todavía a su padre adoptivo.

Felix era el padre de Stella a todos efectos, pero ella se había acostumbrado a llamarlo por su nombre de pila porque eso era lo que hacían los demás. No era un hombre especialmente guapo ni distinguido y no llevaba bigote, barba ni patillas como estaba de moda por entonces. Eso se debía en gran parte a que aquello habría requerido dedicar mucho tiempo a cuidados y mantenimiento, y Felix decía que (hasta el momento) había contabilizado un total de 134 actividades más interesantes en las que ocupar su tiempo, entre ellas hacer listas numeradas de actividades interesantes en las que ocupar el tiempo. Tenía la nariz un poco torcida, pero a Stella le encantaban las arrugas que se le formaban en las comisuras de los ojos, su cabello castaño claro —que solía llevar un poco más largo de lo normal, de modo que se le rizaba a la altura de la nuca— y la boca siempre dispuesta a sonreír. A Felix no le gustaba fruncir el ceño: decía que era hacer un mal uso de ese músculo.

Stella siempre lo había considerado una persona especial, y el hecho de que fuera un experto en hadas y duendes lo acreditaba más allá de toda duda. Estos seres no hablaban con la mayoría de los humanos, pero siempre habían apreciado a Felix. En verano, prácticamente nunca salía de casa sin un hada encaramada en el ala de su sombrero o posada en el hombro para susurrarle al oído, de modo que a Stella le importaba muy poco si a veces se olvidaba de cepillarse el pelo, si se ponía calcetines de distinto color o se abrochaba mal los botones de la camisa. Felix sabía montar en velocíped

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