El beso del traidor

Erin Beaty

Fragmento

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1

El tío William ya había regresado hacía una hora, y aún no la había llamado a su presencia.

Salvia se encontraba sentada ante su mesa en el aula, tratando de controlar los nervios y estarse quieta. Jonathan nunca paraba durante sus clases, ya fuera por el aburrimiento o por el rencor al ver que ella —una chica apenas unos años mayor que él— era su maestra. Y a ella no le importaba en absoluto, pero tampoco quería darle motivos para que la desdeñase. En aquel preciso momento, el chico tenía la cabeza gacha sobre un mapa de Démora que estaba nombrando. Solo se esforzaba cuando sus hermanos recibían una tarea similar con la que él pudiese comparar la suya. Salvia ya se había percatado de aquello muy al principio y lo utilizaba contra su desdén.

La muchacha apretó el puño con fuerza para evitar tamborilear con los dedos mientras se le iba la mirada rauda hacia la ventana. Los criados y trabajadores iban y venían con prisas por el patio, sacudían las alfombras para quitarles el polvo y amontonaban los almiares de heno de cara al invierno inminente. Sus movimientos se acompasaban con el eco del crujir cadencioso de los carros cargados de grano que venían por el camino y generaban un ritmo que la hubiera tranquilizado cualquier día menos hoy. El Señor de Broadmoor había partido aquella mañana camino de Monteguirnaldo por motivos desconocidos. Cuando su caballo cruzó al trote las puertas de la casa señorial a primera hora de la tarde, su tío le tiró las riendas al palafrenero mientras lanzaba una mirada de suficiencia hacia la ventana del aula.

En ese instante supo que el viaje había sido por su causa.

Había estado fuera el tiempo justo para pasar no más de una hora en el pueblo, lo cual resultaba en cierto modo halagador. Alguien había accedido a tomarla como aprendiz, en el herbolario o en la velería, o quizá en la cestería. Barrería los suelos de la herrería si era necesario. Y se quedaría con sus propios ingresos. La mayoría de las chicas que trabajaban tenían que mantener a una familia o dar algo al orfanato de algún convento, pero los Broadmoor no necesitaban el dinero y Salvia se ganaba el sustento más que de sobra como institutriz.

Dirigió la mirada hacia la amplia mesa de roble donde Aster estaba concentrada en su propio mapa, con los ojos entrecerrados mientras agarraba con torpeza las pinturas de colores entre los dedos regordetes. Amarillo para Crescera, el granero de Démora, donde Salvia había pasado toda su vida en un radio de ochenta kilómetros. Mientras la pequeña de cinco años dejaba la pintura amarilla por una verde, Salvia intentó calcular cuánto tenía que ahorrar antes de ponerse a pensar en marcharse; pero ¿adónde iría?

Sonrió cuando se le fue la mirada al mapa colgado en el muro de enfrente. Unas montañas que rozaban las nubes. Océanos que no se acababan nunca. Ciudades que eran un hervidero de gente ajetreada.

A cualquier parte.

El tío William tenía tantos deseos de quitársela de encima como Salvia de marcharse.

Entonces, ¿por qué no la había mandado llamar aún?

Se había cansado de esperar. Salvia se levantó de la silla y hojeó los papeles que tenía amontonados delante. Tanto papel era un desperdicio, pero también un símbolo del estatus que el tío William se podía permitir dar a sus hijos. Rara vez Salvia se veía capaz de tirar uno solo, incluso después de llevar cuatro años viviendo allí. Extrajo un volumen reseco de entre una pila de libros, uno de historia que no había abierto en más de una semana. Se levantó y se puso el libro debajo del brazo.

—Volveré dentro de un rato.

Los tres niños mayores alzaron la mirada y volvieron a su tarea sin hacer ningún comentario, pero los ojos de color azul oscuro de Aster la siguieron en cada movimiento que hizo. Salvia trató de pasar por alto el nudo de culpabilidad que se le estaba formando en el estómago. Emprender el aprendizaje de un oficio implicaba dejarse allí a su prima preferida, pero Aster ya había dejado de necesitar que Salvia le hiciera de madre. La tía Braelaura ya quería a la niña como si fuera su propia hija.

Salvia se apresuró a salir de la estancia y cerró la puerta tras de sí. Se detuvo ante la biblioteca a pasarse las manos por los cabellos que se le habían escapado de la trenza y cruzó los dedos para que se quedasen bien planos durante los próximos quince minutos. A continuación, cuadró los hombros y respiró hondo. Con sus ansias, llamó a la puerta con los nudillos más fuerte de lo que pretendía y el ruido repentino le provocó un respingo.

—Adelante.

Empujó la pesada puerta para abrirla y avanzó dos pasos antes de agacharse en una reverencia.

—Perdonad que os moleste, tío, pero tenía que devolver este libro —lo sostuvo en alto y, de repente, la excusa le pareció inapropiada— y coger otro para, mmm, unas lecciones.

El tío William levantó la mirada desde detrás de media docena de pergaminos dispersos sobre su mesa. Una espada reluciente colgaba del cinto de cuero enganchado en el respaldo de su silla. Qué ridiculez. La lucía como si él fuese una especie de protector del reino, y todo cuanto significaba era que había hecho un viaje de dos meses hasta Tennegol, la capital, para jurar lealtad ante la corte del rey. Dudaba de que se hubiera llegado a topar con algo más amenazador que un mendigo insistente, aunque el tamaño de su cintura, cada vez mayor, sí supusiera una amenaza para el cinto. Salvia apretó los dientes y se mantuvo agachada hasta que él hizo caso de su presencia. A su tío le gustaba tomarse su tiempo, como si a ella le hiciera falta que le recordasen quién gobernaba su vida.

—Sí, pasa —dijo él con un tono complaciente.

Aún tenía el pelo alborotado de su cabalgata y no se había quitado la polvorienta chaquetilla de montar, lo cual significaba que, fuera lo que fuese lo que estuviera sucediendo, sucedía rápido. Salvia se enderezó e intentó no mirarlo con aire de expectación.

Su tío dejó la pluma y le hizo un gesto.

—Salvia, acércate, por favor.

Eso fue todo. Atravesó la estancia casi corriendo. Se detuvo ante su mesa mientras él doblaba uno de los documentos. Un vistazo le reveló que eran cartas personales, y le resultó extrañó. ¿Tanto se alegraba de verla marchar que se lo estaba contando a sus amistades? ¿Y por qué se lo iba a contar a todo el mundo antes que a ella?

—Cumpliste los dieciséis en la última primavera. Ya es hora de que decidamos tu futuro.

Salvia se agarró al libro y contuvo su respuesta en un entusiasmado gesto de asentimiento.

Su tío se acarició el bigote teñido y carraspeó para aclararse la garganta.

—He dispuesto tu evaluación con Darnessa Rodelle…

—¡¿Qué?! —El oficio de casamentera era el único en el que no había pensado, el único que odiaba con todas sus fuerzas—. Yo no quiero ser…

Se calló de forma repentina al darse cuenta de lo que quería decir. El libro se le cayó de las manos y aterrizó abierto en el suelo.

—¿Es que me vais a convenir un matrimonio?

El tío William asintió, obviamente co

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