El extraño verano de Tom Harvey

Mikel Santiago

Fragmento

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1

Yo estaba en Roma cuando Bob Ardlan me llamó. Para ser exactos: estaba con una mujer en Roma, cuando Bob Ardlan me llamó. Así que cuando vi su nombre en la pantalla del teléfono pensé: «Qué demonios, Ardlan. No me llamas en una eternidad y vienes a estropearme el mejor momento en mucho tiempo.»

Y lo dejé sonar.

Era sábado por la noche y esta signora, que era una gran dama —no desvelemos más detalles—, dijo que me regalaría el Philip Gurrey que había ido a ver con ella a una galería esa tarde. Después salimos a cenar y a un concierto de jazz. Y me olvidé de Bob, joder, lo reconozco, entre otras cosas porque no habíamos terminado demasiado bien en el último encuentro. Y cuando la vida te sonríe, y a mí me sonreía al menos esa tarde, no necesitas a nadie que venga a inflarte las narices.

Vale. Pasaron dos días (lunes) y entonces no fue Bob sino Elena Ardlan la que me llamó. Y la cosa me pilló conduciendo de camino a Siena, pero cogí el teléfono de inmediato. En las décimas de segundo que tardé en contestar intenté imaginarme la razón de su llamada. ¿Iba a invitarme a otra boda? Reconozco que todavía me dolía cuando Elena encontraba un hombre nuevo... Al mismo tiempo recordé la llamada de su padre, días atrás, y me di cuenta de que nunca se la había devuelto.

—¿Hola?

—¿Tom? —dijo ella. Su voz seguía siendo tan fina como un clavicémbalo renacentista, pero sin embargo había algo extraño: un sonido parecido a un sollozo.

—Elena, ¿te encuentras bien?

Ella dijo algo como «no» y rompió a llorar. Joder. Miré por el retrovisor, frené y me eché a un lado.

—¿Qué ocurre?

—Es papá... —dijo Elena entre sollozos—. ¡Ha muerto!

—¿Qué? —dije sin poder contener un grito—. ¿Qué ha pasado?

—Se cayó. Un accidente doméstico. No lo sé, Tom. Se abrió la cabeza en Tremonte.

Elena no acertaba a unir dos palabras. Yo estaba parado frente a un precioso paisaje de la Toscana. Una colina verde esmeralda coronada por una casona, una foto perfecta para una caja de pizza, y mientras tanto aquella noticia de la muerte de Bob Ardlan resonaba como un eco irreal en mi cabeza.

Saqué tabaco mientras le pedía a Elena que siguiera hablando.

—Lo encontró su criada esta mañana. Debió de apoyarse en la balaustrada del balcón o algo. He hablado con el doctor y la policía. No... está muy claro si fue un...

No lo dijo. Suicidio. Y yo pensé inmediatamente en esa llamada perdida de dos días atrás.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace dos días. El sábado por la noche. El forense dice que sobre las diez.

Hice mis cálculos mientras fumaba en silencio. No me hacía falta mirar el teléfono para saber que Bob me llamó sobre esa hora (después lo comprobé: a las nueve y cuarenta y tres exactamente). Empecé a sentir el estómago revuelto.

—¿Estás en Tremonte?

—Sí...

—Voy para allá.

—¿Seguro? Tendrás cosas que hacer..., pero te lo agradecería tanto..., yo...

Ni siquiera le había preguntado si estaba sola. Me daba igual. Tampoco lo pensé demasiado. Todo lo que tenía por delante eran un par de bolos malos en el norte. Elena era mil veces más importante. Y Bob..., joder, Bob.

—Tenías que haberme llamado antes. ¿Dónde te alojas?

—Estoy en Villa Laghia, Tom —dijo—. No se me ha ocurrido otro sitio.

Eso parecía una malísima idea, pero en fin. Le dije que llegaría por la noche. Seguiría sin paradas hasta Nápoles. Ella volvió a darme las gracias, me pidió que condujera con cuidado y dijo algo en italiano a alguna persona que había por allí. Me despedí rápido.

Paré en el primer pueblo que pude para dar la vuelta. Aproveché para repostar, comer algo y hacer un par de llamadas. El promotor del concierto de Agostino se cogió un pequeño cabreo, aunque le prometí que volvería a mitad de precio. Él me farfulló algo de no-sé-cuántos euros en pósteres por toda la ciudad y su hijo con una Vespa. Scusa!

Colgué y me senté en un café, en una piazza preciosa, por cierto, llena de flores. Dos señoras sentadas en sus sillas me miraban risueñas y les devolví una sonrisa. Supongo que se fijaban en el gran estuche de mi saxo tenor, que siempre viaja conmigo. Una de ellas me hizo un gesto con las manos para que tocara algo. Y estoy seguro de que en esa piazza la acústica debía de ser grandiosa, pero no me apetecía ponerme a tocar. A cambio les mandé un beso a través del cálido aire de la primavera. Las señoras siguieron sonriendo, pendientes de mí, y eso me recordó a Bob y una de sus mejores frases: «En Italia se envejece mejor.»

Hablando de envejecer, ¿qué edad tenía Bob? Debía de andar por los sesenta y seis o sesenta y siete, no más. Pero se conservaba como un pez. Había dejado de fumar, salía a andar todos los días por los senderos de Tremonte, comía legumbres. Sesenta y seis, joder, vaya edad para irse a la mierda. Miré mi teléfono otra vez y busqué su llamada en el historial. ¿Qué querría de mí quince minutos antes de palmarla? Traté de imaginar una razón, por mínima que fuera, para llamarme. ¿Había sido mi cumpleaños y no me había enterado? Elena había dicho que se cayó desde su balcón. ¿Quizás estaba diciendo adiós a todo el mundo? Me sentí fatal pensando que había denegado ese último saludo a un amigo; esa última oportunidad de decir...

¿Qué?

Recordé la última vez que estuve con él. Esto es algo que haces siempre que alguien se muere. Piensas en la última vez que le viste y si te portaste bien con él, si le dejaste un buen recuerdo o si, por el contrario, fue una mierda. A mi padre, por ejemplo, la última vez que lo vi íbamos en el coche de camino al aeropuerto. Durante el trayecto nos habíamos enfadado un poco. Él volvió a decirme las cuatro cosas de siempre sobre mi vida, y yo volví a responderle las cuatro cosas de siempre sobre sus cuatro cosas. Pero, al final, en el último instante, al llegar al aeropuerto, sacó el saxo del maletero e hizo un chiste sobre lo que pesaba: «Al menos, podías haber elegido la flauta.» Nos reímos y nos dimos un último abrazo. El último.

Con Bob no fue así. En la segunda boda de Elena, hace tres años, me dedicó algunos comentarios desagradables. Se mofó sobre mi nuevo trabajo como guía de arte en Roma. Y digamos que yo tampoco estaba muy a gusto con todo el momentum —viendo a Elena reconstruir su vida después de mí—, así que tampoco le respondí muy elegantemente.

«Lo siento, Bob —dije para mis adentros—, ese día estaba un poco jodido por lo de Elena. Ya lo sabes. Tú lo sabías todo, viejo cabrito. Joder, me parece mentira que estés muerto. Siempre me caíste bastante bien. Fuiste como un tío para mí.»

Terminé el almuerzo y puse mi tartana a todo gas hasta Roma por la E-35. Coltrane sonaba al llegar a Nápoles y Dexter Gordon, al hacerlo a Salerno. De

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