Vuelve a estar fuera y se desliza a hurtadillas por los bosques, ha abandonado su guarida y se esconde entre los arbustos; nadie lo oirá, nadie lo verá. En el aire flota una apatía amarilla, incluso a la sombra de los árboles percibe el calor del mediodía, el verano ha llegado con fuerza. Los tilos esparcen su aroma y la cebada se despliega por los campos de cultivo cercanos a Markowsken. Tokala se detiene e inspira profundamente. Ahora hasta puede oler el lago y se alegra del baño que lo espera en el agua blanda y fría.
Cuanto más cerca está de su meta, más lentitud adquieren sus movimientos. Es esquivo y cuando se muestra es solo para infundir miedo. Le disgusta que entren en su bosque, le disgusta que griten, que pisoteen las matas sin el más mínimo respeto, le disgusta que muestren desprecio hacia todo lo que para él es sagrado.
Ha colgado un espejo en la cabaña y a veces, antes de marcharse, se frota el rostro con tierra negra hasta que sus ojos resplandecen salvajes, y cuando enseña los dientes parece un depredador. Durante el crepúsculo eso le confiere invisibilidad, pero ahora el sol está en su cénit y ha renunciado a ese camuflaje. De ahí que todavía se mueva con más prudencia, en sus mocasines de piel de alce se desplaza tan silenciosamente como un felino.
Tokala ha de tener cuidado, pues el lago pertenece al imperio de ellos y allí podría tropezar con hombres. No se atreven a entrar en su bosque: ahí tienen miedo, miedo del pantano y miedo al Kaubuk.
Kaubuk. Sí, así lo llaman porque no han encontrado ningún otro nombre. Del antiguo nombre, del cual ni él mismo se acuerda, ya hace mucho tiempo que se han olvidado, y no conocen el nuevo, su nombre auténtico, su nombre de guerra, el que adoptó cuando hace muchos inviernos dejó el mundo de ellos.
Tokala.
El zorro.
Como un zorro se hurta por los bosques, se esconde en su madriguera y lo dejan en libertad. Le permiten que se dedique a sus asuntos; nadie se entromete en el mundo del otro, es un acuerdo tácito desde hace años. El mundo de ellos es peligroso, pero a veces tiene que arriesgarse, tiene que internarse por las noches en sus ciudades y pueblos, cuando necesita libros, petróleo o algunos frutos que no crecen en el pantano.
Su cautela no es exagerada. Casi ha llegado al lago, pero oye tararear una melodía y se detiene en medio de un gesto, presta atención. Es la voz de una mujer, una melodía indefinida. Lentamente se desliza a su escondite en la orilla. Tokala la ha reconocido, ha reconocido su voz incluso antes de vislumbrar a través del ramaje el vestido de verano blanco y rojo.
Niyaha Luta, así la llama él.
Ya la vio una vez, hace unas pocas semanas, en el mismo lugar, y también entonces se quedó encogido en su escondite, sin osar moverse. Sabía que ella no podía verlo en la penumbra de la espesura del bosque, y, sin embargo, parecía mirarlo directamente cuando levantaba la vista del libro. Notó que no se había escapado sola de la ciudad cuando un sonido y un timbre metálico penetraron en su guarida y poco después salió del bosque un hombre con una bicicleta. Se veía que ella estaba esperándolo. Y entonces lo besó. En efecto, fue ella quien lo besó a él, no al revés, y Tokala tuvo claro que no era la primera vez que se veían, que su encuentro no era casual.
En ese momento salió del escondite y se retiró a la oscuridad del bosque.
Y ahora ella vuelve a estar ahí y Tokala se acuclilla en su escondrijo, ve su vestido, un estampado de plumas rojas sobre un blanco resplandeciente, ve sus piernas desnudas balanceándose en el agua. Está sentada sobre el tronco iluminado por el sol que sobresale del lago, justo como entonces, y de nuevo lee un libro.
Las ramas crujen cuando del bosque sale un hombre. No es el de la bicicleta, sino otro. Por la expresión del rostro de la mujer, Tokala percibe que no lo esperaba. Cierra el libro como si él la hubiera sorprendido haciendo algo prohibido.
—Así que es aquí por donde andas dando vueltas —dice el hombre.
—No ando dando vueltas por aquí, leo.
—¡Lees! ¿En plena naturaleza, cuando todos están en la ciudad, incluso los campesinos de Jewarken y de Urbanken, para cumplir con sus deberes patrióticos?
Esos días se habla mucho de la patria. Tokala no entiende lo que dicen. Ni por qué lo persiguen hombres de uniforme cuando lleva dos botellas de petróleo de Suwalken o sal a cambio de sus pieles. Para él no hay ninguna diferencia entre desplazarse por el bosque de Markowsken o el de Karassewo, pero ellos se comportan como si fueran tan distintos como el cielo y el infierno. La frontera. No sabe a qué se refieren con ello. El bosque es el mismo a ambos lados, y Tokala nunca comprenderá por qué un árbol es prusiano y el siguiente polaco.
Se oye un chapoteo cuando el hombre se introduce en el agua y se dirige a Niyaha Luta.
—¡Mira que internarte tanto en el bosque! ¿No tienes miedo de perderte en el pantano? ¿O de que te coja el Kaubuk?
—Ya no soy una niña a la que se asusta con eso.
—No, ya no eres una niña, eso sí es cierto. —El hombre la mira de un modo que a Tokala no le gusta—. Eres una mujer adulta. Ahora hasta tienes derecho a votar.
—He votado justo después de ir a misa, si eso es lo que te preocupa.
Quiere hablar alto y con firmeza, Tokala lo nota, pero en su voz resuena un leve temblor.
—Lo que me preocupa... —resopla el hombre desdeñoso—. Y después no tenías nada más urgente que hacer que venir aquí a caballo...
Ella mira a su alrededor, con miedo. Como si temiese que de un momento a otro fuera a salir del bosque el hombre de la bicicleta. Tokala se acurruca en su escondrijo, tan angustiado como ella.
—¿Se debe quizá a que junto al molino cuelga un pañuelo rojo de la barandilla del puente?
Ella no responde y el hombre se acerca más al tronco en el que está sentada y señala la corteza.
—Alguien ha grabado aquí un corazón —señala.
—¿Ah, sí?
Su voz vuelve a ser animosa. El valor de la desesperación.
—A punto, eme punto —dice él, escarbando con los dedos en la madera— y al lado, jota punto, pe punto. Recién grabado.
Ella no dice nada, pero Tokala distingue el miedo en sus ojos.
—A punto, eme punto... podrías ser tú, palomita. —Con el dedo índice sigue las letras de la corteza—. Pero ¿quién es jota punto pe punto? —pregunta.
Tokala observa cómo el miedo de la mujer se transforma lentamente en ira.
—¿Qué me estás diciendo? —le increpa—, ¿qué demonios me estás diciendo?
—¡Que te has echado un admirador del bando contrario, eso quiero decir! ¡Y lo que pienso de ello!
Ahora el hombre vocifera. Tokala se tapa los oídos en su escondite, pero los gritos penetran en ellos.
—¡Yo nunca te he prometido nada!
La mujer ha bajado de un salto del tronco y ahora está con los pies descalzos en el agua y mirando al hombre indignada.
—¿Ah, no? Pero al polaco ese sí le has prometido algo, ¿o cómo tengo que entender esto?
—¡Tú no tienes que entender nada, esto no es asunto tuyo!
—¡La gente ya habla de vosotros! ¡Todavía no eres mayor de edad y te paseas con ese tipo, mirándolo como una enamorada!
—¡Nunca te he prometido nada y nunca, nunca en mi vida permitiré que me toque un tipo como tú!
El hombre retrocede dando trompicones, como si las palabras de ella lo hubiesen golpeado físicamente. Como azotado por una vara. Luego se recobra. Y vuelve a hablar en voz baja.
—Pero a él sí que lo dejas, ¿verdad? ¡Al polaco!
—No es polaco, es un prusiano como tú.
—Así que lo admites.
—¿Y si así fuera? ¡A lo mejor me caso con él!
—¿Con un católico? ¿Con un amigo de los polacos?
—A ti qué más te da.
—¿Que qué más me da? ¿Y tú me lo preguntas?
—Sí, te lo pregunto. No sé qué haces aquí. ¡Vete de una vez y déjame en paz!
—¡Al diablo! ¡Hay que enseñarte buenos modales! ¡Ya que tu padre no lo ha hecho!
—¡No te atrevas a tocarme!
El hombre da un paso hacia ella, los ojos de la mujer echan chispas, pero eso no parece asustarlo.
—Solo un beso —dice, de una manera nada tierna—. ¡Si besas al polaco, yo también tengo derecho a besarte!
Sujeta con las manos los delgados brazos de ella, que intentan rechazarlo. Tokala se encoge en su escondite y ve que el hombre la tiene agarrada y trata de poner la boca contra el rostro de Nihaya Luta mientras la muchacha intenta liberarse. Él es más fuerte.
—Suéltame —grita ella cuando por fin se separa de sus labios.
—¿Qué pasa? Para una puta como tú nunca hay suficientes hombres, ¿no?
La fuerza a tenderse en el suelo, en las aguas poco profundas de la orilla, se oye un chapoteo cuando ella intenta defenderse. Él es malo, Tokala ya lo sabía.
—¡Déjame! —grita ella pero el hombre malo no la deja, los gritos de la joven se pierden en un borboteo, debe de tener la cabeza debajo del agua.
Tokala vuelve la vista hacia otro lado. Y ve a otra mujer y a otro hombre, no en el lago, en una cabaña, a la luz de una lámpara de queroseno. La mujer sangra por encima del ojo, el rostro del hombre está enrojecido, está borracho y furioso, la golpea y le desgarra el camisón...
Aparta esa imagen de su mente y vuelve la vista hacia la orilla del lago, ve cómo el hombre acosa a la mujer. Algo en él quiere intervenir, pero otra voz lo retiene. ¡No debe inmiscuirse en el mundo de los humanos! ¿Cuántos hombres hay ahí en la ciudad que hacen daño a sus mujeres? Es su mundo y Tokala sabe que es malo. Por eso lo ha abandonado. Los de la ciudad no se meten en sus asuntos y él no se mete en los de ellos, así funciona su vida desde hace años, y es la única vida para él imaginable.
No aguanta más tiempo mirando, ha de volver al bosque, no puede permanecer allí ni un segundo más. Y mientras se retira lentamente, tal como ha aprendido en los libros, todavía ve cómo el hombre malo tira violentamente del vestido de verano de la joven, oye desgarrarse la tela, ve cómo el hombre se coloca encima de la indefensa mujer y se desabrocha la bragueta del pantalón, cómo la presiona contra el suelo con el otro brazo y con las rodillas le separa los muslos. Tokala la oye gritar y un borboteo vuelve a sofocar los gritos cuando el agua le cubre la cabeza. Y de nuevo ve a la mujer con el camisón desgarrado, sus ojos sin vida.
Escapa con esa imagen en la cabeza, corre por el bosque, tan deprisa como puede, huye lejos del mundo, de la violencia de ellos, lejos, tan lejos como sea posible.
La maldad ha vuelto, la maldad de la que huyó una vez, ante la cual se creía a salvo en su bosque.
Corre y corre, huye de su pasado, del que a pesar de todo no puede desprenderse. Cuando ya está lejos del lago, se detiene por fin, en medio de la naturaleza, y emite tales gritos y alaridos que los pájaros aletean alrededor. Se queda ahí, en su desamparo e impotencia, y chilla.
«¡Es imposible! No puedes participar en su mundo sin sentir dolor, sin invocar la maldad, ni siquiera puedes hacerlo como observador. Esta es la lección que has aprendido. Ahora sabes, todavía con más certeza que antes, por qué debes mantenerte alejado de su mundo, por qué lo único correcto es poner distancia y vivir en el bosque.»
PRIMERA PARTE
BERLÍN
Desde el 2 de julio hasta el 6 de julio de 1932
El sol que cae a plomo sobre los cadáveres desconoce el futuro, no tiene una visión general, solo sabe adónde enviar a las moscas.
ED BRUBAKER,
Sleeper, capítulo 7, segunda temporada
1
Reinhold Gräf nunca había visto la Potsdamer Platz tan oscura y vacía. Las cinco y cuarto de la madrugada, ya hacía tiempo que se habían apagado los rótulos luminosos y los edificios que bordeaban la plaza se erigían contra el cielo como rocas negras. El Maybach negro, a través de cuya ventanilla lateral miraba el secretario de la Policía Criminal, era el único coche que había en ese cruce, por lo general tan transitado. Ni siquiera la torre de señalización del tráfico funcionaba a esas horas y los semáforos acechaban opacos tras los cristales. Gräf apoyó la frente contra la ventana del vehículo y observó las gotas de lluvia que confluían formando sobre el vidrio arroyuelos empujados por el viento en contra.
—Eso de allí, con la cúpula —señaló desde el asiento trasero Lange—, es la Casa Patria, ¿no?
Gräf no contestó, hizo detenerse al conductor y bajó la ventanilla. El policía de Seguridad que estaba bajo la lluvia en la Stresemannstrasse ya había reconocido el Mordauto (por Mord, «homicidio»), y se acercaba.
—¡Entrada de proveedores, señor comisario! —El agente de uniforme señaló la Köthener Strasse y realizó el saludo militar.
—El comisario todavía ha de llegar —respondió Gräf. Subió de nuevo el cristal de la ventanilla e indicó al conductor que girase a la derecha.
No estaba precisamente de muy buen humor. Lange era el único agente que había salido con él; el ayudante de la Policía Criminal también tenía servicio nocturno en Homicidios. Habían sacado de la cama a Christel Temme, la taquígrafa, y habían tenido que ir a recogerla a Schöneberg. En el vehículo también estaba el conductor y, a excepción de ellos, Gräf no había podido contactar con nadie, ni siquiera con un comisario, a esas horas, en esa zona intermedia entre la medianoche y la mañana. Pese a que Gereon Rath tenía obligación de estar accesible telefónicamente no había contestado a sus llamadas. Después de cuatro intentos inútiles, Gräf había arrojado la toalla y se había subido con Lange en el coche de Homicidios para ir a buscar a la taquígrafa y dirigirse a continuación al lugar del crimen. Habían permanecido callados durante todo el trayecto hasta que Lange había roto el silencio con ese comentario banal.
Pues claro que eso era la Casa Patria. La Köthener Strasse los condujo a lo largo de la oscura fachada posterior, junto a una hilera interminable de altos arcos de medio punto escasamente iluminada por la luz de gas de las farolas de la calle. Había sido la sede de los estudios cinematográficos UFA, pero luego Kempinski había invertido una gran suma de dinero para rehabilitar el edificio completamente y convertirlo en el mayor templo del ocio de Berlín. Y ahora la Casa Patria, Haus Vaterland, albergaba bajo un mismo techo todos los placeres que el turista medio de provincias esperaba de una tarde estupenda en la metrópoli de Berlín: comer, bailar, emborracharse y chicas de revista ligeras de ropa.
Los hilos de lluvia centelleaban a la intensa luz que salía de un portal abierto al final del edificio. La entrada de los proveedores se hallaba lo más alejada posible de la tan transitada Stresemannstrasse. Había dos vehículos estacionados en el arcén: una furgoneta con la puerta trasera abierta y un Horch granate. El conductor del Mordauto aparcó directamente detrás, bajó del vehículo y abrió la puerta a Gräf.
—Tranquilo, Schröder, no soy el presidente de la Policía.
—A sus órdenes, señor secretario.
MATHÉE LUISENBRAND SÍ QUE SABE. Eso ponía en un lateral de la furgoneta que estaba aparcada justo delante de la entrada, y en unas letras más pequeñas, abajo: HERBERT LAMKAU, LICORES. La lluvia arreciaba, Gräf se caló el sombrero.
—¡No te olvides de la cámara de fotos! —le gritó a Lange, que en ese momento estaba a punto de ponerse a buen resguardo de la lluvia. Había sonado más áspero de lo que había pretendido, solo quería dejar totalmente claro quién era el que dirigía las investigaciones mientras el comisario en servicio brillaba por su ausencia. Que Lange no se hiciera ilusiones: aspirante a comisario no era ningún grado, ese hombre seguía siendo un asistente, y todavía estaba por verse si aprobaba la prueba para ser comisario de la Kripo, la Policía Criminal. Hasta entonces, Reinhold Gräf era quien tenía el grado más alto.
El asistente obedeció sin protestar y fue al maletero del Mordauto, tiró una vez de la puerta y tiró una segunda vez, esta con más fuerza, pero no pasó nada. Gräf ya lo sabía, con la humedad solía atascarse. Había un truco, que el asistente ya debería haber aprendido en todos los meses que llevaba en la Alex, la Alexanderplatz.
El secretario de la Policía Criminal sorteó unos charcos y se encaminó hacia la entrada fuertemente iluminada de los proveedores, donde un agente de uniforme hacía guardia. La lluvia se había almacenado en el ala del sombrero de Gräf y se derramó en el suelo cuando inclinó la cabeza para sacar sus credenciales del bolsillo del chaleco. El policía de Seguridad dio un paso a un lado para que el agua no le cayera sobre la bota.
—Con su permiso, informo, señor: sargento mayor de policía Reuter, de la 16.ª Comisaría, Vosstrasse. Alrededor de las cuatro y treinta y dos se nos comunicó telefónicamente el hallazgo de un cadáver. Inspeccionamos el lugar y luego informamos de inmediato al servicio de urgencias de Homicidios.
—¿Han averiguado ya algo?
—Nada, señor comisario, solo que...
—Secretario —corrigió Gräf—. El comisario está en camino.
—Con su permiso, informo, señor: no hemos averiguado nada, señor secretario. Salvo que el hombre está muerto.
Gräf asintió.
—Así pues, ¿dónde está nuestro cadáver?
Con el sombrero señaló hacia la cubierta de cemento.
—Arriba.
—¿En la cubierta?
—En el montacargas. Cuarto piso. O tercero. Se ha quedado atascado.
Gräf miró a su alrededor. A la izquierda se veían las puertas de los dos ascensores, metálicas y sin adornos. A la derecha una escalera de cemento conducía hacia arriba.
—No hemos permitido que nadie más subiera a los montacargas —dijo el agente—, por la recogida de pruebas.
—Muy bien —lo elogió Gräf. La precaución no era algo que se diese por descontado entre los policías de Seguridad, aunque Gennat no se cansaba de predicarles cuáles eran los fundamentos del trabajo policial moderno—. ¿Ha surgido algún problema por esta causa?
—Solo con el médico forense. Ha protestado por tener que subir a pie.
—¿No hay ascensores para personas?
—De todo tipo. Pero no aquí detrás. En la parte delantera del edificio, en la sala central.
Gräf suspiró e hizo una señal con la cabeza a la taquígrafa, que entretanto se había acercado y sacudía su impermeable.
—Tenemos que ir por la escalera, señorita Temme —dijo, abriendo la puerta. Antes de subir con la taquígrafa al cuarto piso, tuvo tiempo de ver que Lange por fin había conseguido abrir el maletero. Arriba, cuando salieron de la escalera, un puñado de hombres se los quedó mirando. Junto al agente de Seguridad que montaba guardia había un vigilante de la Berliner Wach und Schliessgesellschaft, la compañía de seguridad y servicios de protección de Berlín, al lado un hombre fácilmente identificable como cocinero, luego otro con un mono azul y, finalmente, un caballero atlético y elegantemente vestido cuyo traje de verano color arena exhibía unas oscuras manchas producidas por el agua de la lluvia. Gräf solo precisó echar un vistazo para hacerse una idea general: detrás de él la puerta de la escalera; en la pared a su izquierda, dos ventanas; en la pared de enfrente las dos puertas de los montacargas. La doble de la izquierda estaba abierta y dejaba a la vista el hueco sombrío así como un grueso cable metálico del que colgaba la cabina del montacargas que se había quedado atascada y de la cual solo se veían los dos tercios superiores. La luz de la cabina todavía estaba encendida e iluminaba una gran pila de cajas de madera contrachapada con bebidas alcohólicas que se hallaba sobre un carro de rejilla metálica. En la madera, grabado con una florida caligrafía, se leía MATHÉE LUISENBRAND.
«Sí que sabe», pensó Gräf, al tiempo que sacaba su credencial.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al grupo.
Antes de que el agente de uniforme u otra persona pudiera dar una respuesta, el hombre del traje, cuyo revuelto cabello indicaba que lo habían sacado de la cama, entró en acción.
—No me lo puedo explicar, señor comisario, es todo...
—Secretario —lo corrigió Gräf—. El comisario vendrá enseguida.
—Fleischer, Richard Fleischer, director —se presentó el hombre del traje, tendiendo la mano—. Soy el director de la Casa Patria.
—Vaya, vaya.
—Espero que podamos manejar con toda discreción este desagradable asunto, señor secretario. Y deprisa. Abrimos dentro de unas pocas horas y...
—Ya veremos —respondió Gräf.
El director Fleischer pareció desconcertado. Era evidente que no estaba acostumbrado a que lo interrumpieran. Y en absoluto dos veces seguidas.
—Todos nuestros ascensores —prosiguió—, también los montacargas y los montaplatos se revisan periódicamente, la última vez hace tres meses. Contamos con diecisiete ascensores en la casa y no podemos permitirnos que...
—Pero el montacargas se ha quedado atascado, ¿no?
La expresión de Fleischer fue de ofendido.
—Usted mismo puede verlo —contestó—. Pero el señor Lamkau no se ha muerto por eso.
—Deje que la Policía Criminal extraiga sus propias conclusiones. ¿Conoce al muerto?
—No personalmente. Era uno de nuestros proveedores.
Gräf asintió y observó la cabina del montacargas, en la que una sombra se movía. Al lado de las cajas de licor se irguió una figura flaca con una bata blanca y asomó una cabeza de cabello rubio peinado con raya. Aunque el doctor Karthaus casi medía metro noventa, solo se le veía hasta el pectoral. Parecía estar en un teatrillo de marionetas.
—¡Vaya, debe de ser la Kripo!
Desde el hueco del ascensor, las palabras de Karthaus tenían un sonido metálico hueco.
—¡Doctor! ¡Es sorprendente que siempre llegue con su Horch antes que el Mordauto!
—No se queje. Alégrese de que yo esté de servicio. El doctor Schwartz se habría negado a meterse aquí dentro. Es probable que tampoco lo hubiera conseguido a su edad.
—Pues sí —dijo Gräf—, la dignidad de la edad no siempre es compatible con lo que hacemos aquí.
—En eso tiene razón —opinó Karthaus—, de todos modos preferiría ponerme a trabajar antes que seguir aquí cruzado de brazos.
Gräf se inclinó por encima y miró el interior de la cabina. El muerto yacía junto a su mercancía vestido con una bata gris claro de tendero. Estaba pálido y tenía los labios azulados. Por encima de él había un pañuelo rojo anudado a la rejilla, se diría que estaba empapado. Al difunto le brillaba el cabello mojado así como los hombros, a la altura de los cuales la tela de la bata se había teñido de un gris oscuro, alrededor de la cabeza todavía quedaban las huellas de un charco y se distinguía un reguero de agua que había descendido hasta el rincón del montacargas.
—Ha debido de llegar mientras llovía, ¿no?
El médico forense se encogió de hombros.
—Eso tendrá que preguntárselo a los criminalistas. Espero que lleguen pronto para poner manos a la obra de una vez.
—Están en camino.
—¿Y dónde está el comisario?
—Vendrá a su ritmo —contestó Gräf. Señaló hacia la puerta donde asomaba por el hueco de la escalera la punta de un trípode—. De momento nuestro compañero Lange ya está aquí y va a hacer las fotos. Y luego podrá usted dedicarse al cadáver.
Lange, que llevaba al hombro la cámara y el trípode, miró inquisitivo al grupo. Gräf señaló con la barbilla brevemente el montacargas y el asistente comprendió.
—Buenos días, doctor —dijo Lange, inclinando el pesado aparato hacia la cabina—. ¿Podría sostenerme esto, por favor?
Gräf se volvió de nuevo a los testigos que estaban a la espera.
—¿Quién ha encontrado al muerto?
El cocinero levantó la mano como en la escuela.
—Yo, señor secretario.
—El señor Unger es nuestro cocinero jefe —apuntó Fleischer, el director.
A Gräf le estaba poniendo de los nervios que el gerente de la empresa todo el rato quisiera situarse en primer plano.
—¿Y dónde estaba usted cuando encontraron el cadáver, señor Fleischer?
—¿Yo? —el gerente respondió sorprendido—. En casa, por supuesto. ¿Por qué lo quiere saber?
—Sinceramente, me asombra que el director de la empresa esté personalmente en el edificio a estas horas.
—¡Por favor! ¡Se ha encontrado a una persona muerta! El servicio de vigilancia me ha informado de inmediato, como es natural, así que he venido.
—Muy loable por su parte —respondió Gräf, inclinando la cabeza en señal de reconocimiento—. Pero supongo que los otros señores ya estaban aquí cuando se descubrió el cadáver.
El vigilante, el cocinero y el hombre del mono asintieron.
—Bien. Entonces le interrogaré a usted primero. ¿Dónde podemos hablar tranquilamente?
—Yo... esto... Puedo ofrecerle mi despacho —respondió el director Fleischer claramente pillado por sorpresa.
—Buena idea. ¿Tiene teléfono?
—Naturalmente.
—Entonces, por favor, condúzcanos allí a la señorita Temme y a mí. Y convoque a todos los trabajadores que estaban en el edificio cuando se encontró el cadáver.
Fleischer asintió y se puso en marcha.
—Síganme, por favor. Tenemos que bajar dos pisos.
Del montacargas salían los destellos del flash. Lange había empezado a hacer las fotografías. Gräf suspiró. Ahora solo le quedaba averiguar dónde demonios se había metido Gereon Rath y tal vez entonces se podría salvar el día.
2
A través de la cubierta de cristal resplandecía con un tono azul grisáceo el crepúsculo de la mañana, que ya había empezado a vencer la cansina luz de las bombillas eléctricas. El rumor general, el sonido de los altavoces y los silbatos... a Rath le parecía que el volumen de los típicos sonidos de la estación de trenes era más alto que de costumbre, lo que tal vez se debiera a la hora del día. El gran reloj señalaba las 5.23 y tenía la impresión de que la mayoría de la gente que circulaba por la estación Zoo a esa hora estaba tan cansada como él mismo pese al ruido que producía. Se había bebido dos tazas de café negro, pero seguía sintiéndose como si no estuviera en su cuerpo sino flotando en un lugar por encima y observándose a sí mismo: un hombre alto, de cabello moreno, vestido con un traje de verano gris claro y el sombrero a juego, con el billete para entrar en el andén en una mano y en la otra un ramo de flores y una correa roja. Un hombre cansado que en ese momento cruzaba la barrera, con una perra negra igual de somnolienta que él atada a la correa.
Casi se había olvidado de llevar flores y la idea se le había ocurrido al entrar en la estación Zoo. Entonces había visto luz en la floristería que había abajo, en el vestíbulo, y había dado unos golpecitos en el cristal. La dependienta, que en ese momento colocaba las flores recién llegadas en los jarrones pertinentes, había sido comprensiva, le había abierto la tienda y le había hecho un ramo que había cobrado con recargo. Así que ahora estaban en el andén plantados como unos pasmarotes: un hombre, una perra y un ramo de flores.
Rath se estiró y se puso de puntillas para activar la circulación de la sangre, luego sacó del bolsillo interior una pitillera, se colocó las flores bajo el brazo y encendió un Overstolz. En realidad no debería estar allí, ese fin de semana tenía guardia, lo que significaba que debía estar localizable por teléfono en cualquier momento. Normalmente los agentes daban a la comisaría de la Alex el número de teléfono en el cual podían ser localizados en cada momento, si es que uno no quería pasarse todo el fin de semana en casa sentado junto al aparato. Rath suponía que Ernst Gennat, el Buda, director de la Inspección de Homicidios, podía hacerse una imagen exacta de las costumbres de sus agentes simplemente a través de los números de contacto que facilitaban: a qué bares iban, a qué restaurante, teatros, cines, pabellones deportivos, pistas de carreras e incluso a qué mujeres visitaban. Precisamente por eso Rath intentaba permanecer en casa cuando le tocaba el turno. Justo como ese día, solo que no había dicho a nadie en la Alex que saldría un momento a la estación Zoo. Estaría media hora fuera, tal vez tres cuartos... ¿qué podía ocurrir en un lapso tan corto de tiempo?
Últimamente casi no se habían producido casos de asesinato... si no se contaba a comunistas y nazis, que cada vez disfrutaban más matándose entre sí desde que el nuevo gobierno del Reich, en una de sus primeras medidas, había revocado la prohibición de las milicias SA promovida por el gobierno de Brüning. El día anterior mismo se habían producido tiroteos en Wedding y en Moabit. El resultado: un nazi muerto y ocho heridos. La Policía Criminal del distrito se ocupaba de esos casos, de la Alex solo salían, si lo hacían, los funcionarios de la Policía Política. Por lo demás, solo los suicidios seguían prosperando: en Grunewald alguien se había pegado un tiro en la cabeza; en la Bernauer Strasse una mujer había tirado por la ventana a su hijo de cinco años y luego había saltado ella. La locura de cada día.
El trabajo en la Inspección de Homicidios pocas veces le había parecido tan poco carente de sentido como en los últimos tiempos. Gereon Rath siempre había pensado que la policía estaba para velar por la seguridad y el orden; pero a esas alturas empezaba a parecerle como si ahora fueran ellos los únicos que recogían los pedazos rotos.
El altavoz del andén emitió primero unos gruñidos y luego una voz con un chirrido militar anunció que el Nordexpress llegaría a Berlín con aproximadamente diez minutos de retraso. Rath arrojó al andén el Overstolz y encendió a continuación el siguiente cigarrillo. Así que tenía tiempo de fumarse otro más. Sentía que se iba poniendo más nervioso cuanto más se hacía esperar el tren. Salvo él, no había nadie en la estación, ningún hombre sonriente, ninguna Greta, ni nadie que hubiera podido causarle molestia; dos llamadas habían bastado para garantizarlo. Rath sabía que a los amigos de Charly tampoco les gustaba cruzarse en su camino, siempre lo habían evitado de algún modo. O él a ellos, no lo sabía con tanta precisión. Con todos esos abogados y estudiantes nunca había podido entablar algo.
Recordó cómo había acompañado a Charly a la estación el último otoño y lo jodido que se había sentido. Ahora ella regresaba por fin y él no se sentía mucho mejor, pese a que nunca había deseado nada tanto como en ese momento. Al principio ella iba a quedarse un semestre, pero luego habían sido dos. Durante ese tiempo se habían escrito mucho y también habían hablado por teléfono, pero solo se habían visto una única vez, un par de semanas después de la partida de ella, cuando se reunieron en la habitación de un hotel en Colonia y se volvieron a despedir tras una frenética noche de amor. Luego la visita a París en Navidad, que con tanto tiempo habían planeado, se había ido a pique porque Gereon no había podido hacer vacaciones. Un asesino a sueldo había sembrado la inseguridad en Berlín, un tirador de alta precisión que con un único y exacto disparo en el corazón acababa con sus presas y no dejaba ninguna huella tras de sí. Había eliminado a su primera víctima, un abogado de dudosa moral, delante de la Opernhaus, la casa de la ópera, en Charlottenburg, y el asesino solo había dejado a su paso el proyectil, ninguna huella más. Czerwinski, el gordo secretario de la Policía Criminal, había dicho de broma en el lugar del crimen: «A lo mejor ha sido el fantasma de la ópera». De ahí había tomado su nombre el asesino, un nombre que también la prensa de la capital había adoptado agradecida.
El Fantasma, tal era desde entonces el nombre que se había dado al asesino, le había dejado sin vacaciones como regalo de Navidad y él se había consolado pensando que Charly ya regresaría a mediados de febrero. O que lo pillarían en Nochevieja y al menos podría pasar un par de días en París para Año Nuevo.
Ninguna de las dos cosas había ocurrido.
No habían atrapado al Fantasma, ni para Nochevieja ni en Año Nuevo. El desconocido, por el contrario, había seguido asesinando, añadiendo a su cuenta al menos dos muertes y era probable que incluso fueran más. El misterioso tirador se había convertido en un símbolo del fracaso de la normalmente tan mimada por el éxito Inspección A.
Y el regreso de Charly... A finales de enero, dos semanas antes del plazo, Charly había enviado un telegrama a Berlín comunicando que el profesor Weyer había ampliado su contrato y Rath le había deseado suerte y había fingido que se alegraba, aunque no era alegría lo que sentía. Profesionalmente todo iba viento en popa en París, la señorita Charlotte Ritter se estaba haciendo un nombre en el mundo de la abogacía. Pero en el mundo de Gereon Rath las cosas eran distintas. La foto que ella le había dejado se había vuelto con el tiempo tan irreal como si mostrarse a una persona que en realidad no existía.
Ahora todo había acabado. Ella regresaba, por fin volvía, y él se había prometido no dejarla marchar nunca más tanto tiempo. Se había jurado sentar de una vez cabeza.
Ya había tirado a la vía la segunda colilla cuando el altavoz anunció la llegada del tren. Al fin. Rath se puso tieso como una vela, se estiró un poco el traje y miró las luces que iban brotando lentamente del crepúsculo matinal, en silencio al principio, hasta que el Nordexpress también embutió en la estación su estrépito y llenó los andenes con bufidos, vapor de agua y unos fuertes chirridos metálicos. Los vagones cama de color azul noche se deslizaron delante de Rath, cada vez más despacio hasta que el tren, con un último siseo de los pistones, quedó finalmente parado.
Por un momento reinó tanta calma que parecía como si el tiempo se hubiera detenido, luego se abrieron las puertas y en un abrir y cerrar de ojos la gente que bajaba de los vagones llenó de ruido y parloteo el andén. Rath estiró el cuello buscando la estilizada silueta de Charly. En vano, en medio de ese gentío. Tuvo que dar un paso atrás para que no lo atropellasen, entonces la perra lanzó un breve ladrido, empezó a mover la cola con vigor y de repente tiró con todas sus fuerzas de la correa. Rath cedió y se dejó arrastrar por Kiguí a través de la muchedumbre.
Y entonces distinguió a Charly de pie en el andén, la vio buscando con la mirada a su alrededor, y esa visión lo dejó tan atónito que se detuvo. La perra lanzó un breve gemido cuando la correa se tensó y se volvió a mirar sorprendido a su amo. Rath estaba parado, mirando a Charly.
En realidad apenas había cambiado, y sin embargo casi no la había reconocido. La forma de ir peinada era distinta de la que recordaba, llevaba el cabello moreno más corto y unos reflejos rojizos que no conocía. El sombrero debía de ser nuevo y también el abrigo, así como los zapatos. Esa imagen contradecía de tal modo la que había guardado en su memoria durante todos esos meses que un sentimiento de extrañeza le asaltó de forma totalmente inesperada. Levantó el brazo y la saludó con el ramo de flores. Ella por fin lo vio, sonrió y el hoyito en su mejilla izquierda le dio un aire un poco más familiar. Kiguí siguió tirando de la correa y Rath se puso de nuevo en marcha, casi dejándose arrastrar hacia ella.
Y llegaron a su lado.
La perra no se reprimió, se abalanzó sobre la joven y le lamió la cara, y ella se rio, y Rath se alegró tanto de volver a oír esa risa que se quedó ahí parado, mirando, todo el rato, después de que Kiguí ya se hubiese tranquilizado y se limitara a mover el rabo y jadear. Por unos instantes permanecieron uno frente al otro sin decir palabra. Charly lo miraba con sus ojos oscuros.
—Bienvenida a casa —dijo él al final por decir algo, y la abrazó. Respiró su aroma y aunque el perfume le resultaba tan extraño como su aspecto, reconoció por debajo el inconfundible olor que solo la piel de Charly podía emanar. Y fue ese olor el que le hizo olvidar todas las impresiones de extrañeza y le trajo de golpe incontables recuerdos; en realidad no eran recuerdos, nada salido de la memoria, sino de algo mucho más profundo que él ni siquiera había sabido que existía. Había tanto en ese olor que Rath sintió de repente como si en los últimos meses no se hubiera producido ninguna separación, como si entre ellos fuera inconcebible algo así como una separación.
La estrechó largo tiempo entre sus brazos y luego dio un paso atrás para contemplarla. Los ojos de ella reían.
—¿Esas flores son para mí? ¿O es que esperas a alguien más?
—A Marlene Dietrich. Pero debe de haber perdido el tren.
Ella puso los ojos en blanco pero sonrió. Rath le tendió el ramo.
—Ahora me siento totalmente desarmada —dijo, levantando las dos manos. En la izquierda llevaba una pequeña bolsa de viaje y en la derecha las flores.
—Eso está bien —contestó él, dándole un beso. Al sentir que le respondía, se habría abalanzado sobre ella en ese mismo lugar.
Pero entonces la perra se puso a ladrar y la gente empezó a mirarlos.
—Creo que deberíamos marcharnos a un entorno algo más privado —dijo Rath, y ella sonrió irónica.
Llamó a un mozo para que cargara con el equipaje y llevó a Charly al coche que había aparcado justo delante de la estación. El mozo colocó la maleta y la bolsa de Charly en el maletero y Rath le dio una buena propina. En cuanto abrió la puerta del acompañante, Kiguí se metió de un salto en el coche. Sacó a la reticente perra del vehículo tirándole del collar y la instaló junto al equipaje.
—La perra ya sabe que tiene que ir detrás cuando sube otra persona al coche —dijo Rath cuando se sentó junto a Charly y puso en marcha el motor.
—¿Y quién ha estado viajando contigo en estos últimos meses?
—Es evidente que tan pocos que Kiguí hasta se ha olvidado de lo que ha de hacer.
Rath puso la marcha. Ella no se dio cuenta de que giró en la Hardenbergstrasse cuando llegaron a Steinplatz. Pero cuando él aparcó en Carmerstrasse y le abrió la puerta del coche, Charly miró con curiosidad a su alrededor. Rath sacó a la perra del asiento extra, luego las maletas y, detrás de Kiguí, que ya conocía el camino, se dirigió a grandes zancadas a la casa, contento de que Charly no pudiera verlo sonreír. Ella siguió sus pasos por la breve escalera exterior y entró en el vestíbulo revestido de mármol e inundado de luz.
—Buenos días, señor Rath —saludó el portero desde su garita.
—Buenas, Bergner —respondió Rath.
—¿Qué es esto? —susurró Charly cuando llegaron al lado del ascensor y nadie podía oírlos—. ¿Dónde estamos?
—Déjate sorprender.
Pulsó un botón del ascensor y poco después se abrió la puerta. No tuvo que indicar al ascensorista a dónde iban y cuando bajaron en el tercer piso, los ojos de Charly eran todo un interrogante.
Sacó la llave del bolsillo, abrió y Kiguí desapareció de inmediato por la rendija de la puerta. Rath abrió del todo y dejó las maletas sobre el suelo de mármol del recibidor. Tuvo que esforzarse para no exhibir una sonrisa de oreja a oreja y se dio media vuelta para que ella no le viera la cara. Justo en ese momento Charly descubrió la placa de latón que había junto a la puerta.
Estaba grabado RATH, nada más. No había querido poner el nombre de pila. Todavía no.
—No lo entiendo —dijo ella, mientras entraba.
—He pensado en crecer un poco —explicó Rath, ayudándola a quitarse el abrigo—. ¿No quieres echar un vistazo?
Ella se internó en el piso y miró a su alrededor. Maravillada. Ya en el recibidor el apartamento la había impresionado. Luminoso y moderno. Solo la perra, que se había acostado en su cestito y parpadeaba somnolienta, perturbaba un poco ese cuadro perfecto.
—¡Felicidades! ¿Desde cuándo vives aquí? ¿Te han ascendido a comisario jefe o ya eres consejero de la Policía Criminal?
Él ya se había temido que ella planteara alguna pregunta en esa dirección.
—Herencia —respondió lo más despreocupadamente posible—. El tío Joseph.
Era verdad, aunque su padrino, que había muerto hacía medio año, no le había dejado mucho. Del cheque que había recibido hacía tres meses y medio desde ultramar prefería no contarle nada. Si bien el nombre de Abraham Goldstein no aparecía en el sobre, sí el de una compañía de la que Rath no había oído hablar hasta la fecha, Transatlantic Trade Inc., que le hacía llegar dos mil dólares por sus servicios como consulting fee. Charly podría sacar sus conclusiones de ello. Y no debía hacerlo. Nadie debía saber que aceptaba asignaciones de fuentes dudosas y que incluso era de la opinión de que se merecía ese dinero, puesto que el Estado Libre de Prusia no estaba en situación de pagarle correctamente. Su sueldo anual no llegaba a los cinco mil marcos.
Amaba esos ojos oscuros, y todavía los amaba más cuando Charly los abría de par en par como en ese momento. Sabía lo mucho que le gustaba el diseño de interiores moderno y había amueblado las cuatro habitaciones en ese estilo. Los muebles no eran precisamente baratos pero sí sólidos. Mucho cuero y mucho acero, maderas nobles. Durarían siglos.
Rath abrió la puerta del salón.
—Si me permite.
El sol de la mañana acababa de salir y lanzaba los primeros rayos a través de la ventana sobre una mesa con un abundante desayuno. Olía a schrippen salidos del horno y a café. El champán estaba en la nevera y las copas en su sitio.
Charly se había quedado sin palabras.
—Yo... Madre mía, qué recibimiento —consiguió decir.
—He pensado en un desayuno berlinés. Seguro que ya estás harta de baguettes y camembert. —Señaló la puerta que todavía no había abierto—. Y después te enseño el dormitorio.
—¡Sátiro!
—Siempre a su servicio, señora.
Notó que se excitaba solo de pensar en meterse con ella en la habitación. Si por él fuera, habría renunciado sin problemas al desayuno.
—Es un...
Demasiado tarde. Charly ya había descubierto el champán.
—Heidsieck Monopol. —Esa era precisamente la marca que habían bebido en su primer encuentro. En la Casa Europa. Cuando Rath pensaba en que eso había ocurrido más de tres años atrás, se percataba de que lo que había planeado hacer ese día llevaba un retraso importante.
Sirvió cuidadosamente y le tendió una copa de champán. La que llevaba el anillo.
Levantó la copa y brindaron. Charly sonrió y mostró sus hoyitos. Él la observaba mientras bebía; ella tardó un momento en detenerse y sacar el anillo de entre las burbujas.
No dijo nada, se quedó mirando el anillo, que goteaba brillante entre sus dedos, y lentamente pareció comprender lo que eso podía significar.
—Señorita Charlotte Ritter —dijo él, cogiéndole la mano—, en el día de hoy desearía solemnemente pedir su mano.
Miró sus ojos sorprendidos y entendió que no era un asunto que pudiera tratarse con la ironía con la que solía cargarse cualquier situación romántica, aunque lo cierto era que solo pretendía que no fueran cursis.
—Charly —dijo, y pensó que nunca en su vida había dicho nada con tanta gravedad—, ¿quieres casarte conmigo?
Ella lo miró, casi asustada, pensó él, y se dejó caer en la silla que tenía más próxima.
—Buf —exclamó—, ¡demasiadas sorpresas para una sola mañana!
—Pensé en pedirte matrimonio antes de irnos al dormitorio. Soy católico.
—Eso nunca te había molestado.
—Charly... —seguía sujetando su mano. En ese momento se arrodilló delante de ella como el caballero de la rosa en el siglo pasado, pero le daba igual—. Debería de habértelo pedido antes. Solo que... se interpuso París. Pero lo digo en serio, condenadamente en serio: ¿quieres ser mi esposa?
Ella lo miró.
—No me malinterpretes, pero antes de contestarte, debo... —Se interrumpió e hizo otro intento—. Gereon, esta es realmente una pregunta muy seria. Y si bien es cierto que ya hace tiempo que podrías haberla planteado, ahora surge de un modo inesperado. Yo...
Volvió a interrumpirse y Rath se percató al instante de por qué había temido tanto esa situación, por qué la había evitado a pesar de que ya hacía un año que había comprado el anillo. De golpe volvió a experimentar esa extrañeza que había sentido en la estación. La mujer que estaba sentada frente a él iba vestida según la moda parisina, nada en ella recordaba a la joven berlinesa que él conocía.
Soltó su mano y ya iba a ponerse en pie cuando notó que ella le cogía la cabeza entre las manos y lo besaba. El erotismo que pensaba que se había ido al infierno volvía a estar allí. En cualquier caso ahí estaba su erección.
—¿Es esto un sí? —preguntó.
—No hablemos de ello —respondió ella—, no ahora. Más tarde.
Él la besó a su vez y empezó a desabrocharle la blusa.
—No seas tan impetuoso —advirtió ella—. ¿No querías enseñarme el dormitorio?
—Como usted desee, señora.
—¡Señorita! —replicó ella indignada.
Se levantó y la condujo al dormitorio. Era tan suave, cálida y liviana como la recordaba. No sabía si había hecho el ridículo con su proposición de matrimonio, no sabía qué significaba su respuesta, pero lo único que sabía era que ella había apartado a un lado ese tema tan serio con un beso y que entre ellos todo volvía a ser de repente como antes.
Sonó el teléfono.
No se dejó distraer y llevó a Charly al dormitorio, la tendió en la cama y la besó, mientras volvía a ocuparse de su blusa y ella le deshacía el nudo de la corbata.
El teléfono seguía sonando. Debía de ser alguien obstinado, pero Rath estaba decidido a ignorar el sonido del timbre hasta que Kiguí lo sofocó con sus ladridos y Charly sonrió.
—Tal vez sea mejor que respondas a la llamada —le aconsejó.
Rath consultó el reloj. Las 5.45. Suspiró y se levantó, se acercó al aparato y respondió.
—¡Hombre, Gereon, por fin! Maldita sea, ¿dónde te habías metido?
Reinhold Gräf. Rath se lo había temido.
—He ido un momento a la estación.
—¿Un momento? Joder, pero si llevo un montón de tiempo intentando dar contigo...
—¿Qué ocurre?
—Cadáver de un hombre. La Casa Patria, Potsdamer Platz.
—Mierda.
—Sí, ¡mierda! ¡Date prisa, tío, antes de que junto con todos los demás implicados también Böhm se entere de que el comisario de guardia se hace esperar!
Rath colgó y se ajustó la corbata. No tuvo que explicarle nada a Charly, ella ya estaba abrochándose de nuevo la blusa.
3
La Casa Patria yacía en la Potsdamer Platz como un barco de recreo varado, y, en efecto, algo así era. No tenía nada que ver con el patriotismo, sino solo y exclusivamente con sacarle a la gente el dinero de su bolsillo, y cuanto más, mejor. Detrás de su fachada, una docena de locales de lo más variado esperaba a la clientela: una cervecería bávara, una bodega española, un salón del Salvaje Oeste, un café turco y otros muchos más, todos con el mobiliario en consonancia, el menú en consonancia y el programa de entretenimiento en consonancia. Los papanatas que lo único que querían era echar un vistazo y pasmarse no eran bien recibidos, quien quería entrar tenía que pagar en el ingreso un vale de consumición.
Durante los primeros días de su estancia en Berlín, Rath había intentado encontrar algo así como un hogar en la Terraza del Rin, pero luego se había dado cuenta de que allí no había más que vino dulce en exceso y una ñoña atmósfera romántica. En cualquier caso, ese establecimiento no contribuía demasiado al tan repetido aire de gran capital que atribuían a Berlín los berlineses sobre todo y los turistas de provincias que miraban perplejos la esplendorosa ciudad; en eso los mundanos bares de la zona Oeste, como el Femina o el Kakadu, tenían mucho más que ofrecer, al menos para el gusto de Rath. La Casa Patria imponía tan solo por su tamaño y por los tubos de neón, cuyos efectos luminosos dominaban en la nocturna Potsdamer Platz.
A esas horas, en cualquier caso, el barco de recreo varado estaba tan muerto como un buque fantasma. Solo los vehículos que había delante de la entrada de proveedores, empezando por el Mordauto, señalaban que había pasado algo. Rath aparcó el Buick detrás del Opel del SI, el Servicio de Identificación, y permaneció un momento sentado en el coche. Sacó un Overstolz y exhaló el humo contra el cristal del parabrisas. Nunca como esa mañana, había tenido tan pocas ganas de trabajar; sí, nunca había sentido un auténtico rechazo hacia su profesión. Por un instante había pensado en llevarse con él a Charly, pero ella había rehusado. «¿Qué pensarán nuestros compañeros si nos ven aparecer a los dos juntos por ahí?» Su respuesta le había producido cierto desagrado, aunque sabía que tenía razón.
Apagó la colilla en el diminuto cenicero del Buick y salió decidido a resolver ese asunto lo antes posible y regresar a la Carmerstrasse, junto a Charly, a quien había confiado el cuidado de Kiguí.
El doctor Karthaus, quien también solía llevar la bata blanca de su profesión fuera de la sala de disecciones, se encontraba delante de la entrada con un cigarrillo en la mano, hablando con un policía de Seguridad. El agente de uniforme azul saludó marcialmente cuando Rath entró, el médico forense tan solo insinuó una inclinación de cabeza.
—Buenos días, doctor.
—¡Señor comisario! Gracias por concedernos el honor. Me estoy dejando los pulmones negros fumando de aburrimiento. ¿Qué ha ocurrido? Tal vez debería comprarse un coche alemán.
Rath no hizo caso de la indirecta.
—¿Qué tipo de cadáver tenemos aquí? —preguntó.
Karthaus esbozó una suave sonrisa.
—Esto es lo bonito de la Policía Criminal, que uno puedo contarlo todo tres veces. Acompáñeme, se lo enseño. Está arriba. Los de la funeraria esperan impacientes para poder llevárselo de una vez.
—¿Arriba?
Karthaus apagó el cigarrillo en un charco.
—Si el señor comisario tiene la bondad de seguirme.
Sin esperar respuesta, el médico forense dio media vuelta y se introdujo en el edificio. Rath siguió la bata blanca hacia el interior de una sala, grande y sin adornos, de la que partían dos montacargas y una escalera. Parecía ser el lugar donde se recibían las mercancías en la Casa Patria. Karthaus se encaminó hacia la escalera. Llegó al cuarto piso, donde dos policías de Seguridad y dos hombres vestidos de negro esperaban delante de los ascensores. En el suelo había un ataúd de zinc.
—¿Ya podemos? —preguntó uno de los de negro cuando vio al doctor.
—Enseguida. El señor comisario todavía tiene que examinar el cadáver.
Karthaus esbozó una sonrisa agria y señaló una cabina que colgaba a más de un metro de profundidad en el hueco del ascensor. Dos criminalistas estaban ocupados en recoger huellas dactilares de los botones del montacargas y del carro de rejilla que había en la cabina lleno hasta los bordes de cajas de licor.
—Un estúpido accidente, ¿no? —preguntó Rath al tiempo que se encendía un cigarrillo. Ya en ese momento sentía pocas ganas de investigar esa memez. ¿Es que Gräf no podría habérselas apañado solo?
—¿Accidente? —Karthaus lo miró escéptico—. Me temo que no.
Rath bajó a la cabina con el cigarrillo entre los labios, el médico forense lo siguió.
El muerto yacía en el suelo y llevaba una bata gris. Los ojos muy abiertos, nadie los había cerrado todavía, se salían de las órbitas, mirando fijamente al vacío como si hubieran visto todos los horrores del fuego eterno. Por un momento, Rath quedó sumido en la imagen de que ese montacargas de la Casa Patria descendía, en efecto, hacia las profundidades, hasta el infierno. Instintivamente siguió la dirección que marcaban los ojos inertes y miró hacia arriba, pero solo vio el contrachapado amarillento.
—Si no se trata de un accidente, ¿cómo murió?
El doctor carraspeó.
—Sé que parece algo peculiar pero estoy seguro de que la autopsia confirmará mis suposiciones...
—¿Autopsia?
—Su compañero ya ha hablado por teléfono con el abogado. Siguiendo mi recomendación, por supuesto.
—¿Dónde anda, dicho sea de paso?
—Interrogando a los testigos, por lo que yo sé. Así pues —dijo Karthaus impaciente—, este hombre, si no me equivoco, se ahogó.
Los criminalistas ya parecían conocer el diagnóstico de Karthaus, al menos seguían trabajando con expresión imperturbable.
—¿Se ahogó? —preguntó Rath—. ¿Normalmente, uno no se ahoga en el agua?
—A lo mejor se limitaron a traer el cadáver hasta aquí.
—No lo parece —intervino el criminalista—. Hemos encontrado hasta las huellas de sus zapatos. Todo parece indicar que él mismo se subió al montacargas.
El otro hombre callaba y recogía con toda calma una huella dactilar del tubo de acero del carro de rejilla.
—Además —prosiguió su compañero—, llegó aquí en su propia furgoneta. Es decir, si quieren saber mi opinión: nadie lo depositó aquí.
Rath miró al doctor Karthaus, pero él se encogió de hombros.
—Sabremos más después de la autopsia —dijo.
—¿Dónde me ha dicho que está el compañero Gräf?
—Tomando declaraciones. En algún despacho. Pregunte a los agentes —dijo Karthaus, saliendo de la cabina.
Rath aplastó fuera el cigarrillo contra el suelo, a la altura del pecho más o menos, y siguió al médico forense, que tenía prisa por despedirse. Los de la funeraria lo consideraron como una invitación a comenzar por fin su trabajo y acercaron el ataúd de zinc al ascensor. Un agente de uniforme se ofreció a llevar al señor comisario donde se encontraban sus compañeros. Mientras Rath seguía al policía escaleras abajo, a través de un lóbrego almacén y la fantasmagóricamente vacía cervecería Löwenbräu, en la que todavía flotaba en el aire el vaho de la cerveza de la víspera, le sobrevino de nuevo esa sensación de estar en el lugar equivocado.
El policía abrió una gran puerta y de golpe se encontraron en la imponente sala central. Desde ahí, a través de un sinnúmero de escaleras, corredores, ascensores y puertas, se accedía a los distintos locales y atracciones que la Casa Patria ponía a disposición de los clientes en sus cuatro pisos. Rath recordaba la sala como un lugar de gran ajetreo comercial, con personas por todas partes yendo de un restaurante a otro; pero ahora, precisamente por su tamaño y vaciedad, causaba un efecto espectral. Tan solo unas dos docenas de personas esperaban en los escalones, unos pocos con delantal de cocina, otros con el uniforme de camarero o traje de calle y un par con mono de trabajo. Cuatro o cinco policías de Seguridad estaban allí cerca como perros pastores vigilando el rebaño de ovejas. Y como el pastor, el asistente de la Criminal, Andreas Lange, estaba de pie con dos agentes de uniforme en la escalera donde se habían sentado los empleados. Cuando descubrió a Rath se separó de los policías.
—Buenos días, señor comisario. Qué bien que haya llegado.
—Buenos días, Lange. ¡Cuánta gente!
—Todos testigos. El compañero Gräf ha pedido que los reuniésemos.
—¿Y todos han visto lo ocurrido?
Lange se encogió de hombros.
—Todavía no lo sabemos. Son todos empleados que en el supuesto momento del crimen ya habían llegado. O todavía estaban aquí.
—¿Todos?
Rath miró a los individuos que esperaban. Si Gräf tenía realmente la intención de interrogarlos a todo, pasarían horas allí.
—Podemos estar contentos de que no ocurriera ayer por la tarde, cuando esto estaba en plena actividad. En ese caso tendríamos a un par de miles de personas más sentadas en la escalera.
Lange calló. Rath no pudo evitar pensar en Charly, que lo esperaba en la Carmerstrasse, y se puso de mal humor.
—¿Hemos averiguado ya alguna cosa?
—Depende. Tenemos un muerto, tenemos una peculiar forma de morir. Y salvo por eso, ni la más remota idea de lo que le ocurrió a ese pobre hombre.
—Ahogado. ¿De verdad se lo cree?
Lange se encogió de hombros.
—Si el experto lo dice...
—¿Se ha identificado ya al fallecido?
Lange sacó un documento del bolsillo.
—La Policía Científica lo ha encontrado en su bata.
«Herbert Lamkau», leyó Rath. Un carnet de conducir expedido en octubre de 1919 en el distrito de Oletzko. El hombre de la foto tenía una mirada fulminante, como si hubiera querido apuñalar al fotógrafo. Probablemente imitaba al emperador Guillermo.
—Lamkau. Es lo mismo que está escrito en la furgoneta, ¿no?
Lange asintió.
—Es el propietario.
—Qué raro que el jefe en persona reparta la mercancía...
—A saber lo grande que será la empresa. A lo mejor él es el único empleado.
—¿Una empresa de mala muerte suministrando a un negocio gigante como la Casa Patria? No me cuadra. Averigüe cuál es el tamaño de la compañía y si Lamkau siempre se encargaba en persona de los repartos.
—Entendido.
—Y diga a los del Servicio de Identificación que revisen las instalaciones técnicas del ascensor. Solo para ir sobre seguro.
Lange asintió.
—Ya hemos hablado con el técnico de mantenimiento. Y con el cocinero que ha tropezado, literalmente, con el cadáver...
—Ajá.
—Llamó al ascensor desde el cuarto piso y casi se cayó en la cabina al abrir la puerta. En el último momento se dio cuenta de que estaba demasiado abajo en el hueco del ascensor y pudo agarrarse. Y entonces descubrió el cuerpo.
—Y dio la voz de alarma.
—Sí. Informó al servicio de vigilancia y este, a su vez, nos avisó a nosotros. El técnico de la casa ha estado revisando el ascensor y ha dicho que en realidad está todo en orden.
—A mí no me ha parecido en orden.
Lange hizo un gesto de impotencia.
—El técnico supone que alguien ha pulsado el freno de emergencia entre dos rellanos y luego no ha avisado. De ahí que sea posible que la cabina se haya desajustado y no se detenga exactamente a nivel de suelo.
—Hum... —Rath vio centellear entre sus pensamientos una imagen vaga, difusa, que se disipó antes de que pudiera distinguir los detalles—. Según esto, Lamkau tuvo que pulsar el freno de urgencia ante de morir, ¿no? —preguntó.
—Ya veremos. El SI ha recogido las huellas dactilares del botón.
Rath señaló la puerta del despacho.
—¿Quién está ahora con el compañero Gräf?
—El vigilante. Después del cocinero es el segundo que ha visto el cadáver.
—Bien, entonces voy a asomarme.
Rath dio unos golpecitos a la puerta y entró antes de que nadie pudiera decir «¡Adelante!». El despacho era sorprendentemente pequeño y oscuro comparado con la deslumbrante luminosidad de la enorme sala; la única fuente de luz era una lámpara de escritorio con pantalla verde. Reinhold Gräf suspiró aliviado al ver a su jefe. En la pared que había detrás de la mesa del director, junto a la cual estaba sentado el secretario de la Policía Criminal, colgaban innumerables fotos de artistas: músicos, prestidigitadores, cantantes, bailarinas. Christel Temme, que estaba sentada a una mesita adicional con su cuaderno, acusó la llegada del comisario con la misma indiferencia con que reparaba en todo lo demás. Temme tenía fama de mantenerse imperturbable incluso durante el interrogatorio al asesino con menos escrúpulos del mundo. Escribía todo lo que se decía impasible, sin importar lo espantoso que fuera. O banal.
Pero en la silla que había entre las dos mesas no estaba sentado ningún asesino impenitente, sino un hombre flaco con el uniforme de la empresa de vigilancia y seguridad de Berlín, que debía de andar por los cuarenta y pocos y apretaba su gorra entre las manos. El secretario Gräf se levantó de la silla.
—Señor comisario —dijo, a un mismo tiempo saludando al recién llegado y explicando quién era al vigilante. Se quedó de pie junto a la silla como si cediera el sitio a su superior.
El vigilante se dispuso a levantarse e insinuó una inclinación de cabeza. Rath le señaló con un gesto de la mano que volviera a sentarse.
—El señor Janke trabaja de vigilante aquí en la empresa —explicó innecesariamente Gräf.
Rath asintió y se sentó en el borde del escritorio.
—Prosigan, por favor —dijo, encendiendo un cigarrillo.
Gräf permaneció en pie, aunque Rath no había reclamado la silla. Así que los dos funcionarios de la Policía Criminal observaban desde arriba al vigilante, cuya mirada se deslizaba entre Rath y Gräf.
—Bien... —empezó el hombre, y enseguida se oyó el lápiz de la taquígrafa rascando el papel— ahora ya no recuerdo dónde nos habíamos quedado...
—Quería contarme cómo reconoció que el hombre del montacargas estaba muerto, señor Janke —le ayudó Gräf, quien volvió a sentarse al advertir que Rath no hacía gesto de proceder por su cuenta al interrogatorio.
—Exacto. —Janke asintió—. Pues bien, pasó que bajé a la cabina...
—¿Tuvo que abrir usted la puerta? —preguntó Gräf.
—¿Cómo?
—La puerta del montacargas.
—Ya estaba abierta. Unger la había abierto.
—El cocinero que encontró el cadáver.
—Exacto. —El vigilante miraba de un policía al otro como si sospechara que le iban a poner en un compromiso con alguna pregunta capciosa. Cuando nadie dijo nada, prosiguió—: Bien, entonces me metí en la cabina. Tal como estaba ahí tendido, con la mirada fija, enseguida pensé que ya no vivía. Pero primero comprobé el pulso en la carótida.
—¿En la carótida? —preguntó Gräf.
—Es como... como nos lo han enseñado... en nuestro curso. En la empresa de vigilancia y seguridad.
Gräf asintió y tomó nota. Rath estaba sentado en el borde del escritorio, dio una calada y se sorprendió a sí mismo mirando el reloj. Todo aquello lo sacaba de quicio, ese vigilante tan minucioso, Gräf preguntando por los detalles más banales, toda la insoportable lentitud de ese interrogatorio.
—¿Y qué hizo entonces? —inquirió Gräf.
El vigilante miró a Rath.
—Primero salí de la cabina y luego...
—Muchas gracias, señor Janke, pero ¡tampoco necesitamos ahora que nos lo cuente todo tan minuciosamente! —Rath se bajó de la mesa—. Me gustaría interrumpir por unos minutos el interrogatorio. Si es usted tan amable de salir mientras tanto.
—Por supuesto —respondió Janke, poniéndose en pie.
Gräf esperó a que el vigilante hubiera salido
—¿De qué va esto, Gereon? ¿Me lo cuentas?
—Señorita Temme, no es necesario que tome nota de nuestra conversación, espere fuera, por favor. Descanse unos minutos.
—No necesito descansar, señor comisario.
—La llamaremos cuando volvamos a necesitarla —contestó Rath, mirándola con severidad. La taquígrafa recogió sus cosas y salió.
—¡Joder, Gereon! Prim