Un verano tenebroso

Dan Simmons

Fragmento

Introducción

Introducción

Desde que Un verano tenebroso se publicara en 1991, he recibido más cartas, mensajes de correo electrónico y comentarios sobre el mismo que de cualquiera de mis otras novelas (con la excepción de Hyperion, quizá). Lo que me fascina es que predominan cartas de gente de todo el mundo que tienen aproximadamente mi edad, que recuerdan una infancia cercana al verano de 1960 en el que la novela está ambientada y que se han visto impelidas a decir que sus recuerdos infantiles de libertad son muy parecidos a los de los niños que protagonizan mi novela. Pasan también a lamentarse de que sus hijos y nietos carezcan de tal libertad. Pero siempre me pregunto cómo es posible que alguien que se crio en Francia, Rusia, Japón o Israel, lugar de origen de muchas de las cartas de reconocimiento, haya pasado una infancia similar en el verano de 1960 a la de mis niños americanos en un entorno rural.

Un verano tenebroso, si bien es aparentemente una novela de terror, es en realidad una celebración de los secretos y silencios de la infancia. Pero también es la historia de un aspecto concreto de la infancia que hemos perdido o quizá estemos a punto de perder. Tal vez esos sean los ingredientes que han hecho que esta novela parezca accesible para tanta gente.

Pero ¿cuáles son otros denominadores comunes que han permitido que gente de todo el mundo se identifique de tal manera con Mike, Dale, Lawrence (nunca Larry), Kevin, Harlen, Cordie y los demás chicos de Un verano tenebroso?

¡YUPI!

El elemento secreto y común, creo, es la libertad de la que gozaban los niños para habitar un mundo propio en 1960... una libertad de los niños para ser niños en un universo físico activo separado del de sus padres y otros adultos, pero que seguía formando parte del mundo real, un mundo de riqueza infantil que, también creo sinceramente, no ha hecho sino desaparecer en el siglo XXI.

Dale, Lawrence, Mike, Kevin y Harlen se despidieron de sus madres (si es que la madre de Jim Harlen estaba presente para ello) después de desayunar un día de verano por la mañana, y lo más habitual es que estuvieran rondando a sus anchas por ahí hasta la hora de cenar o, a veces, hasta después del anochecer.

En la página 58 de Un verano tenebroso veo a los cinco componentes de la Patrulla de la Bici a punto de iniciar su «ronda» nocturna en la pequeña localidad de Elm Haven, Illinois.

—Vamos —dijo Mike a media voz, levantándose sobre los pedales, inclinándose encima del manillar y levantando un surtidor de gravilla al arrancar.

Dale, Lawrence, Kevin y Harlen le siguieron.

Pedalearon hacia el sur por la Primera Avenida, bajo la luz suave y gris, a la sombra de los olmos, y salieron rápidamente al despejado crepúsculo, con los campos bajos a su izquierda y las casas oscuras a su derecha.

Imaginaos a un grupo de niños de once años yendo en bicicleta hoy en día en la penumbra, fuera de casa después del atardecer. En la televisión estarían emitiendo señales de alerta Amber. Los helicópteros los buscarían con los focos encendidos. Los padres serían entrevistados, entre lloriqueos, en las noticias de la noche.

Mike, Dale, Lawrence, Kevin y Harlen quizá recibieran una reprimenda cuando regresaran a casa con la bici a las diez de la noche un día de verano en Elm Haven; Kevin, que tenía una madre estricta, tal vez fuera quien recibiera la peor regañina y tendría que responder a un sinfín de preguntas; Harlen, cuya madre probablemente hubiera salido con algún hombre, no tendría regañina, pero para la mayoría de los niños la reprimenda sería moderada.

Tal como nos dice el párrafo inicial del capítulo tres de Un verano tenebroso:

Pocos acontecimientos en la vida del ser humano, al menos del ser humano varón, son tan libres, tan exuberantes, tan infinitamente expansivos y tan llenos de posibilidades como el primer día de verano, cuando se tienen once años. El verano se presenta como un gran banquete, y los días están llenos de un tiempo rico y lento en el que paladear cada uno de los platos.

Como maestro de educación primaria desde hace dieciocho años, cuando leo las declaraciones de tantos distritos escolares de todo el país diciendo que las vacaciones de verano deberían suprimirse, que los niños deberían ir al colegio todo el año, me entra dolor de estómago.

Por supuesto que unas vacaciones de tres meses son un anacronismo, herencia de una época en que los niños de todas las edades eran mano de obra gratis para labores agrícolas y ganaderas en granjas y ranchos familiares.

Por supuesto que los niños tienden a olvidar parte de lo que se les ha enseñado a lo largo del curso escolar cuando tienen más de dos meses libres y cuando regresan a finales de agosto o principios de septiembre hay que volverles a enseñar algunos conceptos.

¿Y qué?, respondo yo. ¿Qué persona en su sano juicio cambiaría el gran banquete de los días veraniegos llenos de tiempo rico y lento del que disfrutar cada año —de libertad— por recordar un poco mejor las tablas de multiplicar?

Y, como maestro de enseñanza primaria desde hace dieciocho años, doy fe de que estos retazos de datos pedagógicos perdidos a lo largo del verano se recuperan en unas pocas semanas de clase el primer mes del nuevo curso académico. (Y también doy fe de que la mayoría de lo que se olvida tampoco valía la pena aprenderlo.)

Pero siempre existirá la sensación de Dale y Lawrence Stewart al despertarse la primera mañana del verano que era: «como si se hubiese levantado la barrera del gris año escolar y el mundo se hubiese llenado nuevamente de colores».

¿Quién, en su sano juicio, cambiaría ese maravilloso influjo de color y libertad infantil por unos cuantos datos aburridos de ciencias sociales o listas de palabras bien escritas?

LA RADIO DEL GALLINERO

A los muchachos de la Patrulla de la Bici les gustaba reunirse en el gallinero de Mike O’Rourke. En la novela lo hacen la primera mañana libre del verano de 1960.

En el gallinero ya no había gallinas, aunque seguía oliendo a pollos. Alguien había arrastrado hasta allí un viejo sofá con los muelles reventados y unos cuantos sillones desvencijados. Alguna otra persona, probablemente el señor O’Rourke, había dejado la carcasa vacía de una enorme y vieja radio consola de onda corta de la década de 1930 en un rincón del gallinero. Aunque algunos chavales, incluido Duane McBride, brillante y entrado en carnes, que había vuelto de su granja, gandulean por el gallinero el primer día de verano, Jim Harlen entra a hurtadillas en la carcasa de la radio consola. Imita el sonido de la vieja radio al calentarse, las interferencias, y entonces:

—¡Vuelve atrás! ¡Atrás! ¡Atrás contra la pared derecha de Comiskey Park! ¡Salta para pillar la pelota! ¡Sube por la pared! Ve a...

—Bah, aquí no hay nada —murmuró D

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