Flor de sangre (Trilogía de la Resistencia 1)

Louise Boije af Gennäs

Fragmento

Capítulo 1

1

—Bueno —dijo la señora menuda y regordeta al abrir la puerta—. Aquí es donde vas a vivir.

Eché un vistazo al interior del diminuto dormitorio e inmediatamente sentí que el buen humor que me esforzaba por mantener se desmoronaba hasta llegar al nivel del suelo. Había una cama estrecha cubierta con una fina colcha de algodón de color naranja a rayas que me recordó el cubrecama de principios de los setenta de nuestra casa de verano. De repente, la habitación de estudiante del año anterior en Uppsala se me antojó lujosa.

Al lado de la cama había una mesita de noche, y la casera se acercó para tirar del cajón.

—Va un poco duro, pero se puede abrir. El cuarto de baño está en el pasillo, lo compartes con otros dos inquilinos. No uses secador de pelo, la instalación eléctrica no es segura.

La mujer, que se había presentado como Siv, tenía ya una edad. Salió al pasillo y yo eché una última ojeada al dormitorio antes de seguirla: la lámpara de techo de papel exhibía una enorme mancha negra pegajosa en el centro, justo debajo de la bombilla; ¿moscas muertas, tal vez? Suelo de vinilo y una jarapa a los pies de la cama, encima de la cual había dejado el transportín del gato y la maleta roja. Un sillón desgastado bajo la ventana y una cómoda con tres cajones. Armario con llave, de medio metro escaso de ancho.

Siv me esperaba con la puerta del cuarto de baño abierta y tuve que pasar por delante de ella para entrar. Una bañera antigua de color azul claro con una cortina de ducha sucia. Inodoro con el asiento de plástico agrietado, lavabo con grifos de los años setenta (círculo azul para el agua fría, rojo para la caliente). Alfombra de plástico de color rojo sangre en el suelo.

—Si evitas eso vivirás más tiempo, siempre lo digo —dijo, señalando una toma de corriente con los cables al aire.

Luego sonrió para sí misma y fui tras ella por el pasillo.

—Queda por hablar el pequeño detalle del pago —espetó—. Serán seis mil quinientas coronas al mes, por adelantado y en efectivo.

—¿No habíamos redondeado a seis mil? —contesté.

Siv frunció los labios.

—Sí, pero tienes un animal, y hay que prever que puede causar daños y problemas. Quiero quinientas coronas más, por el gato.

Suspiré y metí la mano en el bolso para sacar el sobre y un billete de más de mi delgada billetera. Siv abrió el sobre y contó el dinero con codicia. Justo en ese momento y en ese lugar, bajo la luz titilante de la lámpara fluorescente, sentí que había llegado al Estocolmo de la escasez de vivienda. Lo anhelaba desde que tuve uso de razón: terminar por fin los estudios, dejar la universidad y la ciudad pequeña para mudarme a la capital. Ya estaba allí. El otoño acababa de empezar y mi nuevo trabajo me esperaba; sin embargo, algo rechinaba, algo iba mal; nada era como me había imaginado. Y la sensación de impotencia se extendió por todo el cuerpo.

Siv terminó de contar el dinero y levantó hacia mí sus ojos malvados y diminutos.

—Es correcto —concluyó—. Tienes un estante en el frigorífico, como te indiqué. El horario para utilizar la cocina es de cinco a siete de la tarde, y tendrás que acordarlo con los otros dos. Después de las siete quiero estar tranquila.

—¿Y el wifi? —pregunté—. ¿Está incluido en el alquiler?

—Solo hasta las nueve de la noche —respondió Siv—. Después necesito toda la velocidad.

—De acuerdo —dije en tono grave—. Solo una cosa más: ¿puedo pagar con Swish? Así no tendré que sacar dinero en efectivo.

—Si no te gusta el dinero en efectivo, tendrás que buscar otro sitio donde vivir.

—Entendido.

Siv desapareció escaleras abajo. A través de la ventana al otro lado del pasillo vislumbré parte del centro de Vällingby, con esos ladrillos blancos formando los grandes círculos que tanto recordaba de cuando visitaba a mis abuelos de pequeña. Se usaron en la construcción de Vällingby, durante el plan urbanístico de los años cincuenta y sesenta. Los ladrillos seguían allí, pero mis abuelos ya no; y el plan hacía años que había pasado a la historia.

Me sobrevino un recuerdo del servicio militar: tres horas escasas de sueño, el suelo irregular bajo la delgada esterilla aislante y un sargento fuera de sí recordando a voces que pasaría revista a las cinco de la mañana. No era precisamente una bicoca. Entonces ¿por qué esto me parecía mucho más difícil?

—Te sentará bien irte a Estocolmo —dijo mi madre—. Tendrás que empezar alquilando algo, pero no pasa nada. Poco a poco irás encontrando tu sitio.

Volví a mi habitación y me dejé caer sobre la colcha de color naranja. Los recuerdos se sucedían en mi mente: aquella tarde de mi infancia en la que mi padre había conseguido un nuevo empleo. Yo tendría ocho años y Lina cerca de dos. No es que supiera a qué se dedicaba mi padre, pero entendí que había conseguido otro trabajo. Era evidente: estaban los dos radiantes, mi padre llegó a casa con una centolla fresca para la cena y después nos sentamos todos en la cocina, encendimos unas velas y lo celebramos. Mis padres bebieron vino en vez de cerveza, y nosotras brindamos con refrescos a pesar de ser un día entre semana. Le habían dado un empleo en la Agencia de Cooperación para el Desarrollo, un buen puesto de trabajo que dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores, por lo que a partir de entonces tendría que ir y venir a Estocolmo y viajar a menudo al extranjero.

—¿Ahora te dedicarás a salvar el mundo, querido? —dijo mi madre acariciándole la mejilla.

«Salvar el mundo», recuerdo que pensé. Vi mentalmente la imagen de James Bond, pistola en mano, mientras le perseguían unos villanos.

—Al menos lo intentaré —respondió él sonriendo.

—¿Es muy peligroso? —pregunté, y mis padres se echaron a reír. Lina también, y se puso a dar golpes en la mesa con la cuchara gritando: «¡Peligoso!, ¡Peligoso!».

—No, cariño —me tranquilizó mi padre con ternura—. No es peligroso. Intentaré hacer el bien, eso es todo. Vamos a cooperar para ayudar a personas de otros países que tienen dificultades.

Sonaba bien, aunque yo no entendiera esa palabra tan rara que había dicho. En vez de insistir preferí concentrarme en la centolla.

Un largo maullido me obligó a volver al presente. Simon quería salir, así que cerré la puerta que daba al pasillo y abrí la del transportín.

—Hemos llegado, Simon. Aquí es donde vamos a vivir.

Simon se deslizó por la habitación y se puso a olfatear los nuevos olores. Después saltó encima de la cama y se quedó mirándome con sus ojos verdes y sagaces. De repente bostezó y me fijé en el interior del rosado hueco de su boca, su lengua áspera y sus dientes afilados de aquel blanco reluciente.

«Fiera.»

—Eres un animal salvaje, Simon —dije, rascándole detrás de la oreja

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