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Estaba sola en el oscuro túnel. Vislumbré una luz tenue a lo lejos y me di cuenta de que era la única salida. Las paredes del túnel, pintadas con grafitis, parecían arquearse sobre mí y, aunque sabía que era imposible, tenía la sensación de que cada vez estaban más cerca.
Vi que un hombre caminaba en mi dirección. Parecía más joven desde lejos, pero aun así lo reconocí. Llevaba una gran herramienta que no distinguía bien y me miraba sonriendo con amabilidad mientras se acercaba con paso decidido.
Era Fabian.
Intenté gritar y echar a correr; sin embargo, permanecí allí, petrificada. Cuando estaba a poca distancia de mí noté que la cabeza de Fabian estaba inclinada, formando un ángulo extraño respecto al cuerpo. En ese momento se detuvo.
—Es el cuello —dijo con una leve sonrisa sin que yo le preguntara nada—. Me lo he fracturado.
De repente se puso serio, abrió mucho los ojos y levantó la herramienta que llevaba. En ese momento distinguí que lo que elevaba por encima de su cabeza, con el filo en mi dirección, era un hacha enorme y brillante. Unos segundos después vi que una gran cantidad de sangre le empezaba a correr por las mejillas mientras me miraba con los ojos desorbitados y un gesto aterrador.
Chilló con todas sus fuerzas mientras el hacha empezaba a caer sobre mí.
El grito retumbó en las paredes del túnel.
Me incorporé en la cama con el corazón latiéndome a toda velocidad. Noté que tenía el camisón húmedo por el sudor y me levanté para quitármelo.
Otra vez.
Palpé las sábanas. La almohada estaba mojada, pero se le podía dar la vuelta, y aunque las sábanas estaban húmedas, eso no impediría que siguiera durmiendo. Me agradó la idea de no tener que cambiarlas otra vez.
Me puse un pijama seco. Luego fui a mi pequeña cocina, saqué un vaso del armario y abrí el grifo. Dejé correr el agua para que saliera fresca mientras miraba los tejados de los edificios de Kungsholmen que había al otro lado del patio. Era una noche de luna llena y parecían sumergidos en su luz.
Al día siguiente iba a acudir a una importante entrevista de trabajo en McKinsey y sabía que tenía que dormir, pero antes de volver a la cama quería tranquilizarme.
Las láminas de los techos de hojalata resplandecían bajo la luz de la luna. Suele decirse que las personas sensibles tienen más pesadillas cuando hay luna llena, aunque yo no estaba del todo convencida de ello, ya que las mías iban y venían sin que aparentemente influyera nada exterior. A veces dormía mal varios días seguidos y otras podía pasar casi una semana sin tener una pesadilla. El efecto más significativo de esto eran mis cambios de humor, unas veces por falta de sueño y otras por haber dormido demasiado.
Me pregunté cuánto tiempo durarían mis pesadillas.
Casi siempre era Fabian el que aparecía en ellas. Otras veces lo hacía Bella y mi padre se presentaba a intervalos regulares, aunque en su caso no solía manifestarse en pesadillas. Su presencia me llenaba de alegría y cariño, y sus sueños solo adoptaban la forma de una pesadilla de modo excepcional cuando lo veía expuesto a amenazas o violencia.
Miré al patio. En medio de la noche, la señora de los pájaros cuidaba sus gansos a la luz de la luna. Antes incluso de mudarme al apartamento de la calle Pipersgatan que acababa de adquirir, el presidente de la comunidad, un hombre alto y robusto de risa chillona, me lo advirtió:
—En esta casa hay una señora muy rara que siente fijación por las aves —dijo—. Pero no te preocupes: es totalmente inofensiva. La llamamos «la señora de los pájaros».
Me la encontré el mismo día que llegué a casa, mientras estaba haciendo la mudanza e iba de camino al ascensor con mis cosas y con Simon dentro de su transportín. Las puertas del ascensor estaban abiertas y el interior abarrotado de bolsas y cajas de cartón, por lo que ella apareció resoplando después de haber tenido que bajar a pie desde el tercer piso. Al principio yo no sabía quién era, solo vi a una mujer rellenita de unos sesenta y cinco años ataviada con un abrigo y un sombrero elegante, y con los labios pintados de color rojo intenso. En aquel momento me pareció bastante normal y corriente, a pesar del maquillaje y del potente aroma de su perfume.
Ambas nos detuvimos delante del ascensor, le tendí la mano y entonces atisbé sus cejas debajo del sombrero: estaban pintadas y resaltaban como dos arcos negros sobre sus ojos.
—Hola —saludé—. Me llamo Sara y estoy mudándome al cuarto piso. Lamento molestar ocupando el ascensor, pero este es el último viaje que hago.
La mujer ignoró mi mano tendida y miró fijamente a Simon. Entornó los ojos e hizo una mueca.
—¡Vaya! —exclamó—. Un gato.
Se marchó sin despedirse y yo me quedé allí mirándola mientras percibía el aroma de su intenso perfume y, como envuelto en el mismo, otro olor también penetrante. Pero ¿a qué? En ese momento se me ocurrió que ella debía de ser la señora de los pájaros. Metí rápidamente el transportín de Simon en el ascensor y subimos al cuarto piso, hasta mi nuevo hogar.
Habían transcurrido varias semanas desde mi marcha de Estocolmo a toda prisa y mi regreso a Örebro con mamá y con Lina. Después de abrir el sobre que contenía el sello con las siglas FLA, que Lina encontró en la alfombra de nuestra casa la misma noche en que murieron Fabian y Björn, sentía pánico y no quería salir de casa. Estaba apenada y angustiada por las muertes de Björn y de Bella, pero también por lo que le había ocurrido a Micke y a Fabian. Mi madre, Lina y yo celebramos juntas la Navidad, pero yo no tenía ganas de visitar a nadie, ni siquiera a Sally. Iban reforzándose las sospechas que tenía tanto de ella como de Andreas y, cuando alguno de los dos me llamaba, no les cogía el teléfono.
Pero una tarde de finales de diciembre, Sally llegó a casa en moto y más o menos me obligó a que la acompañara al Naturens Hus, nuestro antiguo restaurante favorito. Mamá y Lina me animaron a que fuera y de repente me vi sentada tras ella en su moto, tal como había hecho tantas veces.
Me gustó notar la caricia del aire en el rostro y ver pasar lugares conocidos, aunque en ese momento el entorno era básicamente aguanieve en vez de las praderas que se veían en verano. De pronto noté un alivio que hacía tiempo que no sentía. Mi vida no había terminado a pesar del tiempo que había pasado rodeada de dolor, pánico y acontecimientos incomprensibles. Además, tal vez Sally y Andreas no estaban involucrados, después de todo.
—Agradable, ¿verdad? —gritó Sally a su espalda, acelerando un poco.
—Sí —respondí también a gritos—. ¡Muy agradable!
Dimos una vuelta por la ciudad bajo el temprano atardecer invernal, pasamos por la zona de Wadköping, hogar de muchos artesanos, y por el Stadsparken, y después Sally siguió por Oljevägen hasta salir al Naturens Hus. Solíamos pasar muchas tardes allí sin hacer nada cuando íbamos a secundaria, sobre todo en primavera y en verano. Pero en esta época del año también estaba muy bonito. Sally aparcó la moto y fuimos caminando por el pequeño puente de madera hacia el islote donde estaban los edificios del restaurante. La iluminación de las amplias ventanas invitaba a entrar y el fuego chispeaba en la estufa.
Sally se detuvo ante la puerta y se quitó el casco.
—Café con leche y bollos de canela —dijo en tono firme—. Es el día ideal para eso.
Entramos.
—¡Hola, chicas! —dijo Camilla desde el otro lado de la barra—. ¡Me alegro de veros después de tanto tiempo! ¿Cómo va todo?
Camilla era una de las dueñas del restaurante. Nos quedamos un rato de pie charlando con ella y después pedimos dos cafés con leche y un par de bollos. No había casi nadie, así que nos sentamos en nuestra mesa favorita, al fondo junto a las ventanas, desde donde podíamos contemplar el estanque mientras el atardecer se iba tiñendo de azul.
—Muy bien —dijo Sally, dando un gran mordisco a su bollo—. ¿Cuál es el plan?
—¿Qué plan? —respondí—. No tengo ninguno.
Sally masticó el bollo y luego tomó un par de sorbos de café con leche antes de hablar.
—Sí, lo sé, pero ya va siendo hora —dijo—. De tener un plan, quiero decir.
Empecé a juguetear con mi bollo con gesto de apatía. Sally levantó la cuchara y me la puso justo debajo de la nariz.
—Ahora escúchame —dijo—: te han ocurrido cosas increíbles y has tenido que soportar más mierda de la que la mayoría de las personas tiene que afrontar en toda su existencia. ¡Da igual! Tienes veinticinco años y una vida por delante. Y no pienso quedarme como una imbécil mirando mientras te pudres en tu casa con tu madre y tu hermana Lina, aunque las dos me caigan muy bien. ¡Tienes que superarlo!
Suspiré.
—Suspira todo lo que quieras —dijo Sally con gesto impasible—. Si necesitas terapia, la buscaremos. Pero llevas ya casi un mes sollozando sobre la almohada, con sentimiento de culpa y mala conciencia por Björn, Fabian y Bella, a pesar de que en el fondo fueron ellos los que te engañaron a ti. Tal vez Björn no, pero los otros dos sí. ¡Ya basta! Como Eira solía decirnos en la escuela: «Si te caes del caballo, simplemente vuelve a montarte. ¡No te rindas!».
Eira, nuestra maestra de segundo grado. Una dama encantadora de cabello canoso y rizos por detrás de las orejas, que solía llevar un vestido estampado con grandes flores. Su recuerdo me hizo sonreír.
—¡Qué dura eres! —dije a Sally.
—¿Dura yo? —repitió ella con una mirada pícara—. Eso no es algo que te digan todos los días.
—¿Qué puedo hacer? —pregunté—. No sé por dónde empezar.
Sally se metió en la boca el resto del bollo y sacó un bolígrafo del bolso. Escribió algo en una servilleta de papel mientras masticaba y después me la acercó.
—Échale un vistazo a esto —dijo—. Nos ayudaremos mutuamente.
En la servilleta había escrito los números 1, 2, 3 y algunas palabras de apoyo. Lo leí en voz alta:
—«Uno. Apartamento heredado lleno de cosas.»
—¿No es así? —preguntó Sally—. Por alguna maldita razón te han endosado a ti el apartamento, probablemente porque Bella no tenía número de documento de identidad y en Suecia nunca existió como una persona real. ¡Excelente! Así que tú recibes la cantidad multimillonaria que implica la propiedad de un apartamento en Östermalm. Véndeselo al mejor postor y haz lo mismo con las cosas de Bella. Compra otra vivienda en la que te sientas segura y coloca la cantidad sobrante en un fondo de inversión. Yo te ayudaré con lo del banco. En el futuro será una red de seguridad para vosotras tres, tanto para ti como para tu madre y tu hermana.
—¿Una especie de indemnización por daños y perjuicios? ¿Algo así?
—Más o menos —dijo Sally—. Para ellos era la forma más fácil de salir de la situación y tú puedes sacarle un beneficio.
—Pero puede derivar en un problema judicial —repliqué—. Pueden acusarme de falsificación de documentos y de muchas cosas más.
—Eso debe de ser lo último que quieran —dijo Sally—. ¿Quién va a aparecer diciendo que es el testaferro que compró el apartamento a Bella, una persona con una identidad falsa?
Guardé silencio. La situación era exactamente tal y como Sally decía: solo había que arremangarse y hacer lo que me sugería. Volví a mirar la servilleta.
—«Dos —seguí leyendo en voz alta—. Deja la oficina y consigue otro trabajo.»
—¿Vas a comértelo? —dijo Sally, mirando mi bollo intacto.
—Hazlo tú si quieres.
Sally hincó los dientes en el bollo.
—No debes volver a mudarte a Örebro —continuó con la boca llena—. Querías marcharte de aquí desde que estábamos en secundaria y ahora has dejado la capital. Hasta yo misma busco trabajo en el SEB de Estocolmo porque creo que a mí también me ha llegado la hora de hacer algo nuevo.
—Qué divertido —intervine—. ¡Cuéntame!
—No intentes cambiar de conversación, estamos hablando de ti —replicó Sally con firmeza—. Todo el mundo puede regresar a casa para descansar un rato, pero luego hay que volver a la realidad. ¡Sal ahí fuera y encuentra al enemigo!
—Debes de haber recibido algún tipo de formación militar —dije—. Allí se habla exactamente así.
Sally tragó saliva y luego me miró con una gran sonrisa.
—Soy autodidacta —respondió—. No necesito ninguna casita de juegos en el bosque para encontrarme a mí misma. ¿Ya te has despedido? ¿Supongo que no pensarás seguir en Perfect Match sin Bella?
—Sí, lo hice, pero desde que salí de la oficina nadie me ha llamado ni una sola vez.
—Qué raro —dijo Sally—. ¿Existirán realmente o también formaban parte del juego?
—Siguen ahí —apunté—. En diciembre cobré mi sueldo como de costumbre.
—¿Y qué piensas hacer ahora? No puedes seguir así.
—No tengo la menor idea. ¿Tal vez podría volver al café de Sumpan? Eso si todavía me quieren allí.
—No des ni un solo paso de cangrejo —dijo Sally—. ¿Te has puesto en contacto con la empresa esa que llamó por el tema del evento inspirado en Wild Kids, el reality show infantil?
Debido a los buenos resultados del fin de semana que Bella y yo organizamos en otoño, una empresa de consultoría se puso en contacto con nosotros para decir que querían mantener una «conversación objetiva» conmigo. El nombre de la empresa era McKinsey y yo sabía que era una de las mejores de Suecia, por no decir del mundo. Pero no pude devolverles la llamada debido a todo lo que ocurrió después.
—Suena perfecto —dijo Sally—. Envíales un correo electrónico esta misma tarde antes de que se olviden de ti.
—No me estreses —repliqué.
—No lo hago —dijo Sally—. Estamos luchando por tu supervivencia, ¿es que no lo entiendes?
—Es una consultoría de renombre mundial. ¿Por qué iban a estar interesados en mí?
—¡No seas tan asquerosamente femenina todo el rato! —dijo Sally molesta—. ¡Piensa como un hombre! ¿Por qué no iban a estar interesados en ti? ¿No obtuviste un sobresaliente en tu tesis sobre análisis de empresas?
—Sí, así fue. En la asignatura de Economía política. «Los castillos en el aire que se desvanecieron. Efectos de la legislación sueca sobre las empresas que cotizaron en bolsa de 2005 a 2016.» Mi tutor quería que se publicara, pero para entonces ya se había producido la violación y todo lo demás, así que no pude afrontarlo.
—Llama a McKinsey inmediatamente —expuso Sally—. O lo haré yo en tu nombre.
Suspiré y luego miré el último punto que había escrito.
—«Tres —leí—. What the fuck is going on?» —Miré a Sally—. ¿Qué quieres que responda a eso? Sigo sin entender nada de lo que ocurre.
—Hagamos un resumen —empezó Sally—. Una o varias personas relacionadas con tu padre se divierten persiguiéndote a ti y a tu familia. No sabemos lo que quieren, pero debe de ser algo importante para ellos. Tienen contactos en las más altas esferas de todas las organizaciones posibles y, al parecer, unos recursos económicos ilimitados.
—Es cierto —convine.
—A su vez, tu padre se dedicaba a rebuscar entre toda la basura escondida en viejos asuntos del país. ¿Cuándo empiezan las primeras historias?
—Intento averiguarlo —dije—. Está todo desordenado.
—¿Qué buscan? —prosiguió Sally—. ¿Has vuelto a tener noticias de ellos últimamente?
—No he sabido nada desde antes de las fiestas, cuando encontramos el sobre con el sello —dije—. Hasta FLA se toma vacaciones por Navidad.
Sally frunció el ceño y se quedó pensativa.
—FLA —dijo—. ¿Qué diablos significa esa sigla?
—No lo sé —respondí.
Nos quedamos en silencio.
—Habría que acudir a la policía —dijo Sally—. Aunque no sé si es buena idea. ¿Tú qué opinas?
—No —contesté con firmeza—. Si tienen contactos e influencias a unos niveles tan altos que pueden conseguir que una autopsia sea clasificada como secreta y hacer callar al jefe de patología del Hospital Universitario de Örebro, no sé qué más son capaces de hacer. Si voy a la policía tal vez todo se vuelva en mi contra.
Sally negó con la cabeza.
—Es tremendamente injusto —dijo—. ¡Ni siquiera sabes lo que quieren! Y, sin embargo, te persiguen y controlan todo tu entorno.
—A ti no —repliqué—. Al menos según me cuentas.
—¿Y tú qué sabes? —dijo Sally.
Las dos sonreímos, pero en realidad a ninguna nos pareció muy divertido, ya que era absolutamente cierto.
—No sé qué diablos voy a hacer. No puedo acudir a la policía, en parte porque me resulta muy difícil demostrar de qué se trata y en parte porque no me fío de ellos. Seguramente me acusarían de un montón de cosas feas que no he hecho. Pero ¿qué otras opciones tengo? ¿Mudarme a Sudamérica, donde no conozco a nadie, a beber cócteles con sombrillitas de papel en compañía de nazis nonagenarios? ¿O encerrarme en casa aquí, en Örebro y, como tú dices, pudrirme en compañía de mi madre y de Lina? ¡Las adoro, pero necesito tener una labor importante que hacer! ¿Ingreso en un psiquiátrico? ¿O tal vez debería pedir la jubilación anticipada? ¿Crees que sería divertido?
—Esta es mi conclusión —dijo Sally—. No has sabido nada de ellos desde principios de diciembre. Con un poco de suerte, incluso es posible que se hayan ido a otro sitio. Tienes que volver a vivir tu vida. Puedes olvidarte de la policía y el psiquiátrico, son dos malas opciones con las que pierdes todo el control. Es hora de que cortes por lo sano con la situación, vendas el apartamento y consigas un trabajo.
Miré a Sally, que llevaba los ojos de color azul verdoso exageradamente pintados de negro, como una gata: difícil de convencer pero mansa, satisfecha y curiosa a la vez. No era una persona que se dejara dominar ni manipular pero, cuando se proponía algo, era muy insistente. Como sucedía ahora.
—¿Por qué haces esto por mí? —pregunté.
Sally me miró con picardía, a la vez que un poco ofendida.
—¿Crees que debería dejarte tirada? —replicó—. ¿Qué clase de amiga hace eso?
Sonreí. «¿Una antigua acosadora, tal vez?» Pero no dije nada.
—Tienes razón —admití—. Es hora de ponerse en marcha.
—Muy bien —dijo—. Vamos allá.
Inmediatamente después de Año Nuevo volví a Estocolmo, recogí las cosas del apartamento de Storgatan con la ayuda de Sally y dejé la venta en manos de un agente inmobiliario que, a pesar de la crisis del mercado, logró venderlo en pocas semanas. El agente aprovechó la ocasión para presentarme distintas alternativas de vivienda para mí, así que me lancé a pujar en la subasta de un apartamento en Pipersgatan, en la zona de Kungsholmen, que era producto de una herencia y estaba listo para entrar a vivir. Y la gané. Me llevé los muebles que quería conservar de Bella y los demás se vendieron a través de una empresa contratada por el agente inmobiliario. De su ropa y objetos personales solo guardé algunas cosas porque me resultaba demasiado doloroso quedarme con más. Aunque la diferencia de precio entre los dos apartamentos no fue enorme, sí obtuve lo suficiente para que Sally pudiera ocuparse de cómo invertirlo. Cuando estuvo todo listo, yo había mejorado de forma significativa tanto mi propia economía como las de mi madre y mi hermana, lo que me produjo una alegría que hacía tiempo que no sentía.
Concluí la mudanza y ahora ya llevaba una semana en mi nueva vivienda.
La luz de la luna se extendía por el techo y a mí empezaba a resultarme difícil mantener los ojos abiertos. Hasta la señora de los pájaros había desaparecido. Era hora de volver a la cama e intentar conciliar el sueño.
A la mañana siguiente tenía que acudir a McKinsey a una entrevista.
—Buenos días, me llamo Ola y soy socio de la empresa.
Me sobresalté al verle. Estaba inmersa en mis pensamientos mientras esperaba cómodamente sentada en uno de los grandes y modernos sillones que había sobre una alfombra de color anaranjado en un lado de la recepción. Media hora antes estaba frente al gran edificio conocido como World Trade Center, junto al viaducto de Klaraberg, con la sensación de que estaba equivocada. ¿Qué sabía yo de consultoría de dirección? Nada en absoluto. Aunque mi educación era relativamente amplia y mi proyecto de fin de carrera era bastante bueno, no tenía ningún MBA de la Escuela de Negocios de Harvard ni pretendía hacer carrera en el mundo de las finanzas trabajando ochenta horas semanales por un sueldo astronómico. Pero sin duda ellos no tardarían en darse cuenta de esto, mucho antes incluso que yo.
¿O quizá pensaban ofrecerme trabajo como recepcionista?
Respiré hondo, crucé las grandes puertas giratorias que había a la entrada del edificio y luego subí hasta el cuarto piso por las escaleras mecánicas.
Al llegar vi ante mí a un hombre rechoncho de unos cuarenta años con una calva incipiente. Llevaba unas gafas redondas, me sonreía con amabilidad y no se parecía en nada al distante aprendiz de finanzas con traje gris oscuro que yo me esperaba. Este era un agradable señor de mediana edad que enseguida me inspiró confianza e hizo que estuviera menos nerviosa.
Le acompañé a su despacho.
—Siéntate —dijo Ola.
Me acomodé en un sillón muy confortable junto a una mesita y Ola se sentó en otro similar frente a mí. Empezó diciéndome que era socio adjunto de la empresa y que Jonathan, otro de los socios, le había hablado de mí después de mi participación en el evento de Wild Kids que organizamos durante un fin de semana del otoño pasado. Al parecer, a Jonathan le había entusiasmado mi labor.
—Tal vez te parezca raro que queramos conocerte —dijo Ola en tono cordial—. Tu formación es buena y, aunque no es exactamente el tipo de cualificación que solemos buscar, consideramos que tu currículum es interesante, tanto tu experiencia en el ejército como tus estudios en economía y ciencias políticas. Por todo ello no se trataría de un empleo en el que ambas partes muestran su interés por trabajar juntas, sino que al principio serían solo unas prácticas.
¿Hablaba muy raro o lo que decía era algo normal?
No tenía ningún modo de saberlo.
—De acuerdo —respondí con cierto recelo—. ¿Qué significa exactamente eso?
—Quiere decir, en otras palabras, que nos gustaría conocer tus características y tu capacidad de colaboración un poco más de cerca y sin un compromiso laboral —dijo—. Por ello te ofreceríamos un período de prueba de cuatro meses y, transcurridos los cuales, haríamos una valoración conjunta y decidiríamos si queremos o no seguir cooperando. Por lo tanto no se trata de una oferta espectacular, sino más bien de un modo de probar la experiencia de trabajar en McKinsey, además de la posibilidad de que desemboque en un contrato posterior. ¿Te parece interesante?
Lo pensé unos segundos: «¿Volver a Sumpan o quedarme en Örebro? ¿Coger una baja por enfermedad o irme a Sudamérica?».
—Por supuesto que sí —respondí.
—Tendrás que trabajar duro y aprender mucho durante los cuatro primeros meses —dijo Ola—. Al principio formarás parte de un equipo de trabajo —coordinado por un jefe de proyecto— en el que habrá tanto becarios como empleados y luego podrás trabajar en condiciones bastante parecidas a las de los demás con respecto a horarios y división del trabajo.
«¿Prácticas? ¿Becarios? ¿Jefe de proyecto?» Esas palabras me daban vueltas en la cabeza.
—¿Es un equipo de consultoría que trabaja con una empresa concreta? —pregunté.
—Aquí solemos hablar de clientes, no de empresas. Y sí, es correcto. Vas a trabajar con un cliente concreto junto con el equipo, pero también es posible que tengas que hacerlo en otros sitios en caso de que sea necesario. Nadie espera que asumas ninguna responsabilidad determinada, lo que queremos ver es ambición y muchas ganas de trabajar.
Por fin escuchaba un lenguaje que entendía.
—El trabajo duro no ha sido nunca un problema para mí.
—Bien —dijo Ola—. Entonces vamos a preparar entre los dos lo que denominamos la entrevista preliminar y luego te llamaremos para posteriores reuniones con nuestro jefe de Recursos Humanos y con otros colaboradores. Necesitaría un currículum actualizado y todos los títulos de estudios que tengas, así como una carta de recomendación de tu anterior empresa. ¿Podrías empezar a trabajar de forma inmediata?
—Sin ningún problema. Tengo absoluta disponibilidad.
Al terminar la entrevista me acompañó a la recepción y Ola se dirigió a la recepcionista, una señora de unos sesenta años, con el cabello gris y el gesto adusto, que llevaba una especie de blusa hecha de capas de tela de color naranja y unas gafas rojas casi en la punta de la nariz.
—Berit —dijo Ola—, ella es Sara y es probable que empiece un período de prueba en la empresa, pero antes tenemos que encargarnos de desarrollar los trámites.
Berit me lanzó una mirada que me recordó a la de un reptil que considera si merece la pena engullir a una presa poco apetecible.
—¡Ah! —respondió con frialdad—. Bienvenida. Bueno, si todo sale bien, claro.
Ola se rio, me miró y asintió con la cabeza mirando a Berit.
—Será mejor que te lleves bien con ella —me explicó—. Olvídate de los jefes: la que decide aquí es Berit.
Esta le miró y resopló levemente con cierto desprecio. Acto seguido volvió a su tarea en el ordenador.
Ola y yo nos estrechamos la mano.
—Espero que volvamos a hablar pronto —dijo.
—Hoy mismo arreglaré los papeles —contesté antes de marcharme.
Pero no podía quitarme de la cabeza la idea de que todo aquello debía tratarse de un malentendido y que en realidad tendrían que haberme entrevistado para el trabajo de Berit, aunque ella fuera la única que se había dado cuenta y tal vez por ese motivo se había mostrado tan hostil.
Ese mismo día actualicé mi currículum, imprimí copias de mi tesis y de todos mis títulos y llamé a Pelle para que redactara una carta de recomendación de Perfect Match. Dijo que me daría una recomendación excelente, pero que le gustaría que nos viéramos cara a cara.
—¿Podrías pasarte por aquí esta tarde? —preguntó—. Si no estás demasiado ocupada, claro.
—¿Ocupada? —exclamé—. No tengo absolutamente nada que hacer.
Así que a las cinco de la tarde estaba en el despacho de Pelle, que yo conocía tan bien. Me resultó bastante difícil volver a entrar en Perfect Match, sobre todo porque el despacho que compartíamos Bella y yo estaba totalmente reformado. En su interior vi a dos nuevos empleados, una chica de pelo azul y un chico que llevaba un piercing en el labio inferior, y ninguno de los dos parecía haber oído hablar nunca de Bella ni de mí.
—Yo trabajaba antes aquí —dije con amabilidad al entrar mientras miraba a mi alrededor— con una chica que se llamaba Bella.
—¿Ah, sí? —respondió el chico sin ningún interés—. Qué emocionante.
La chica ni siquiera levantó la vista de su ordenador y siguió tecleando como si nada.
—¿Tenéis alguna idea de adónde fueron a parar las fotos de las paredes y ese tipo de cosas? —pregunté.
Ambos se miraron y negaron con la cabeza.
—Aquí solo había escritorios vacíos cuando llegamos —dijo la chica—. Estas fotos son mías.
Asentí con la cabeza sin decir nada y me di la vuelta. Entonces vi a Pelle, que llevaba la misma camisa polo negra y las gafas rectangulares de siempre.
—¡Sara! —exclamó con alegría antes de abrazarme—. ¿Cómo estás? ¡Te veo radiante!
Al percibir el aroma de su perfume habitual, algo se removió en mi interior. Los recuerdos acudieron a mi mente y vi el rostro de Bella, con sus ojos de distinto color —uno azul y el otro, verde avellana—, con tanta claridad que parecía que estuviera allí. También atisbé de reojo a la chica que ocupaba mi antiguo despacho mirándome mientras se inclinaba y le susurraba algo al oído a su compañero.
Pelle me hizo un gesto.
—Ven conmigo —pidió—. Vamos a mi despacho.
Nos sentamos en el sofá y hablamos de la carta de recomendación que yo le había solicitado.
—No hay problema —dijo—. Puedo recomendarte para cualquier trabajo.
—¿Y el plazo de preaviso? En realidad tendría que decíroslo con dos meses de antelación.
—No hay ningún problema con eso —aclaró Pelle—. Eres libre de dejarnos hoy mismo si lo deseas.
Lo miré fijamente: solo transmitía amabilidad y buena voluntad.
—Y si no hubiera renunciado, ¿qué habrías hecho con las dos personas que hay ahora allí? —pregunté.
Pelle se encogió de hombros.
—Tú eras la asistente de Bella —respondió—. Por lo tanto, al no estar ya ella la situación es complicada.
—¿Y nuestras cosas? —pregunté—. ¿Dónde está la foto de nosotras dos que Bella colgó en la pared?
Pelle me miró apenado.
—Lo siento de verdad —se disculpó—. Hubo un malentendido con la empresa de limpieza durante las fiestas de Navidad. Pusimos todas vuestras cosas en una caja, pero los limpiadores las tiraron creyendo que era basura. Te resarciremos económicamente por ello, por supuesto.
—No es necesario —dije—. Carecían de valor económico.
Permanecimos en silencio un momento. No había mucho más que decir.
—¿Sabías que Bella no figuraba en los registros de Suecia y que tampoco tenía número de documento de identidad? —pregunté después de una pausa.
—Sí, era consciente de ello —dijo Pelle—. Cuando la contratamos, Olga me dijo que había llegado como refugiada procedente de Siria a través de Grecia y que en el camino había perdido todos sus documentos.
«¿Olga?»
—Me pidió que tratáramos de encontrar una solución —continuó—, y así lo hicimos. Siempre es posible hacerlo con las autoridades suecas. Pero Bella no tenía parientes, todos se quedaron en Siria; ella creía que habían asesinado a su familia y nos pidió que no se lo dijéramos a nadie, de modo que así lo hicimos.
«¿Siria? ¿Su familia asesinada?» Nunca había oído esa versión.
Las palabras de Andreas resonaron en mis oídos: «una chica bielorrusa llamada Olga Chalikova. Llegó a Suecia en 2003 a través del tráfico ilegal de personas como una prostituta de doce años y supongo que, a partir de entonces, se produjeron grandes cambios en ella».
Prostitución infantil.
—Nunca mencionó Siria.
—Como he dicho, no quería hablar de ello —dijo Pelle.
Volvimos a quedarnos en silencio.
—Acabas de llamarla por su nombre, Olga. ¿Eres consciente de ello?
Pelle pareció no entenderme.
—No sé a qué te refieres —dijo—. ¿Olga?
Nos miramos. Pelle sonrió e intentó animarme dándome unas palmaditas en la rodilla.
—Me alegro de que te hayas recuperado; te redactaré una excelente carta de recomendación —dijo—. Espero de verdad que consigas el trabajo de McKinsey y que se den cuenta de que eres indispensable, tal como nos pasó a nosotros.
«¿Indispensable?»
No había el menor rastro de ironía en su voz y su rostro irradiaba buena voluntad.
—Muchas gracias —respondí—. Una cosa... ¿está Roger por aquí? Me gustaría saludarlo.
Pelle negó con la cabeza, de nuevo con gesto compungido.
—Roger ya no trabaja aquí —dijo—. Y ha cambiado de número de teléfono. La verdad es que no sé cuál es su empleo actual.
Diez minutos después estaba en Kommendörsgatan mirando la fachada del edificio. De repente me pareció que Bella, Micke, Roger y todo lo relacionado con mi trabajo en Perfect Match nunca habían existido. Que la vida de una persona carecía de importancia y que nuestros esfuerzos eran inútiles.
Sobre todo si alguien quería eliminarlos deliberadamente.
Era el mes de agosto de hacía año y medio. Fue el último verano de mi padre y estábamos los dos sentados en el embarcadero de en nuestra casita de veraneo con una caña de pescar mientras la tarde caía lentamente. En el fondo de aquel agua de tonos verdosos, percas y alburnos nadaban a gran velocidad olfateando la lombriz, pero sin llegar a picar. Mi padre tampoco mostraba demasiado interés en que lo hicieran. No parecía el mismo de siempre. Aunque le encantaba pescar y solía dedicarse a ello con entusiasmo, en ese momento estaba silencioso y ensimismado.
—Sara —dijo después de un buen rato.
—¿Sí? —respondí.
Cuando se volvió hacia mí, vi que estaba muy serio.
—¿Te encargarías de cuidar de mamá y de Lina si me ocurriera algo?
El corazón me dio un vuelco.
—¿Estás enfermo? ¡Cuéntame la verdad si es así!
—No —respondió evasivo—, no me pasa nada, no te preocupes. Solo hablo en términos generales. Podría atropellarme un autobús, un tren o algo parecido...
No dijo nada más, pero yo me reí aliviada y le di un leve codazo.
—¿Por qué te iba a atropellar un tren? ¡Respeta los pasos a nivel!
Mi padre sonrió y luego volvió a quedarse en silencio. Las percas siguieron olisqueando el anzuelo y él me miró otra vez con el mismo gesto serio de antes.
—Me gustaría que me prometieras que, si me ocurriese algo, te harías cargo de tu madre y de Lina —dijo—. Ellas son un poco más... débiles que tú, Sara. Tú eres fuerte como una roca, sabes que siempre lo he dicho.
Levanté la palma de la mano, como si se tratara de una broma.
—Juro por mi honor que si te ocurriera algo me encargaría de mamá y de Lina —afirmé—. ¿Está bien así?
Mi padre, pensativo, asintió con la cabeza.
—Sí —dijo después de unos segundos.
Fijé la mirada en el agua gris verdosa con sus destellos de sol. El corcho rojo y blanco de papá se había sumergido en el agua y se movía de un lado a otro, pero él no parecía darse cuenta.
—¡Mira, papá! —exclamé, llamándole la atención—. ¡Han picado!
La semana posterior a mi reunión con Ola conocí a otras personas de McKinsey, como al asesor de gestión y a algunos de los consultores, además de entregar toda la documentación que me habían solicitado, incluida la fervorosa carta de recomendación de Pelle. Después de esto no supe nada de ellos durante varios días. Me puse a limpiar y a lavar ropa como una posesa y decidí volver a Örebro el fin de semana. ¿Qué iba a hacer si no obtenía el trabajo? No tenía ningún plan B.
Durante el viaje me pasé todo el tiempo mirando por la ventanilla del tren sin lograr concentrarme en el libro que llevaba. El paisaje de enero parecía sombrío y desolador y, aunque solo eran las tres de la tarde, ya estaba oscureciendo. Me obligué a leer sin conseguirlo, por lo que decidí seleccionar alguna de las carpetas que llevaba y echarles un vistazo.
Justo cuando estaba bajando del tren en Örebro sonó mi teléfono. Era Ola, que quería darme la bienvenida a McKinsey en persona.
—¡Enhorabuena! —dijo—. El lunes puedes empezar tu período de prácticas.
—¡Estupendo! —exclamé mientras sentía en mi pecho un calor inesperado—. ¡Genial! Estaré allí a las nueve, ¿te parece bien?
—Sí —dijo Ola riendo—, pero por esta vez. Más adelante el horario puede ser diferente.
Fui caminando a casa sin dejar de sonreír. Había conseguido el empleo en una empresa y, aunque solo fuera en prácticas, me parecía maravilloso. Pero según me iba acercando a Rynninge y a nuestro hogar, la situación me iba pareciendo cada vez más seria. Ahora tendría que poner las cartas sobre la mesa ante mi madre.
Aunque convivía con ella desde diciembre, solo le había contado parte de lo que me había ocurrido en Estocolmo y en ese instante tenía la sensación de que era el momento de que se lo contara todo, de principio a fin. Si me hubiera quedado en Örebro habría habido ciertas posibilidades de protegerlas tanto a ella como a Lina, pero ya que iba a empezar un trabajo nuevo que exigía mucho de mí, lo correcto era que mi madre tuviera una idea clara de todo lo que había pasado para así poder protegerse tanto a sí misma como a mi hermana.
Mamá ya estaba en casa cuando llegué, pues había salido temprano del trabajo para poder recibirme. Nos sentamos en el sofá del cuarto de estar con un cuenco de mandarinas. Aunque solo eran las cinco de la tarde, la oscuridad ya era densa en el exterior. Lina estaba en la hípica y no iba a llegar hasta la hora de cenar.
Mi madre me miró con sus cándidos ojos azules.
—¿De qué quieres que hablemos, querida? —preguntó—. ¿Cómo van tus solicitudes de empleo?
—Luego hablaremos de ello —respondí—. Durante la cena. Antes quiero contarte otra cosa.
—Adelante —dijo—. ¡Te escucho!
Respiré hondo y empecé a contárselo todo. Mientras hablaba, vi que la expresión de su rostro cambiaba de la habitual sonrisa amistosa a la desconfianza y preocupación, hasta mostrar al fin una total incapacidad para asimilar lo que yo le estaba contando. Durante mi relato vi que en varias ocasiones se secaba las lágrimas con un clínex, sin apartar los ojos de mí. Se lo conté absolutamente todo: mi increíble trabajo en Perfect Match, la agresión que sufrí en el trastero, la llamada telefónica de papá y mi fallido intento de darle alcance en el túnel, el extraño episodio ocurrido en la casa del psicoterapeuta, la inoportuna visita en el apartamento que compartía con Bella y la foto que alguien me hizo en la bañera y luego subió a Instagram desde mi propio móvil, el posterior hallazgo de droga en el apartamento y la iniciativa de Sally, que evitó que acabáramos detenidas por la policía, el silencio del forense respecto a la autopsia de mi padre y mi descubrimiento de Bella y Micke juntos en la cama, lo que hizo que yo le pidiera ayuda a Fabian, además de mi firme convicción de que la muerte de Björn no fue un accidente. En realidad para mí nada había sido accidental, aunque no mencioné el comentario del médico forense acerca de los dientes de papá porque no fui capaz de hacerlo. Pero después, cuando le hablé de la participación de Fabian en todo lo sucedido, de su intención de pasar más tiempo con mi madre, de que, en su opinión, ella tenía habilidad para combatir las «malas hierbas» y, finalmente, en el momento en que le dije que fue él quien me había violado y le conté cómo había ocurrido su muerte, vi aparecer una sombra de incredulidad y de sospecha en su rostro.
—Pero eso no es posible —dijo cuando concluí mi relato.
No respondí. Llevaba casi una hora y media hablando y estaba completamente agotada. Si mi madre no quería creerme, no iba a intentar convencerla.
Me miró preocupada.
—No sé qué decir —afirmó—. Me gustaría creerte, por supuesto. Eres mi hija y te quiero. Pero lo que acabas de contar... ¡no suena nada sensato! No puedo creer que sea cierto, sobre todo la participación de Fabian en ello. Él te quería. ¡Y fue amigo de tu padre durante muchos años! Por no hablar de Björn...
Los ojos de mi madre se volvieron a llenar de lágrimas hasta que rebosaron.
—Todo eso ya lo sé —dije cansada—. Aunque reconozco que no esperaba que fuera tan difícil para ti que creyeras lo que te he contado. Pero todo lo que he dicho es verdad. ¡Debes tener mucho cuidado!
—Pero si es verdad, ¡tenemos que denunciarlo! —replicó—. ¡Es un caso para la policía!
—No podemos acudir a ella, ¿no lo entiendes? —respondí—. ¡Alguien que puede bloquear el informe de la autopsia de papá y evitar que su propia familia pueda acceder al mismo es capaz de hacer mucho más! ¿Recuerdas los robos en casa el verano e invierno pasados?
Mi madre asintió con la cabeza. Sus ojos, muy abiertos, denotaban preocupación.
—Tienen que ser ellos —dije—. Están buscando algo, pero ¿qué? Si lo supiéramos podríamos resolverlo solas y, en el peor de los casos, darles lo que quieren para que nos dejen en paz. ¿Entiendes?
De repente vi que mi madre reflexionaba sobre mis palabras y se daba cuenta de lo que le estaba planteando. Cuando se volvió hacia mí, noté una nueva agudeza en su mirada, un brillo en sus ojos que no veía desde mucho antes de la muerte de mi padre, antes de la agresión y de la violación que sufrí hacía más de un año.
—Tienes razón —dijo—. Aunque todo lo que has contado parece increíble. —Después me miró, pensativa—. Y ese Micke te engañó en todo. ¿Te dolió mucho?
Me encogí de hombros mientras se me llenaban los ojos de lágrimas. Mi madre me puso una mano en la rodilla.
—A mí también me engañó un chico una vez —dijo—. Sé lo que duele.
Asentí.
—¿Has estado en contacto con Micke? —añadió.
—No, parece que lo hubiesen borrado de la faz de la tierra —respondí.
—¿Tienes alguna foto suya? —preguntó.
Saqué las que aún guardaba en mi bolso.
—Su cara me resulta conocida —dijo mirándolas.
Nos quedamos en silencio. En ese momento oímos girar la llave de la cerradura de la puerta de la calle y enseguida entró Lina.
—¡Hola! —saludó con alegría.
Tenía las mejillas sonrosadas por el frío y la emoción. Colgó la chaqueta en una percha y tiró el bolso en un rincón mientras intentaba quitarse las botas de montar.
—Tendríais que haber visto a Salome esta tarde —dijo, dirigiéndose al baño de invitados a lavarse las manos mientras seguía hablando—. ¡Ha sido increíble! ¡Parecía que podía leer mis pensamientos! Hacía todo lo que yo quería, como si las dos formáramos un solo cuerpo. ¡Es la mejor yegua del mundo! ¡La adoro!
Al salir del baño nos miró a mi madre y a mí. Su gesto de alegría desapareció y se puso seria.
—¿Ha ocurrido algo más? —dijo preocupada—. ¡Qué serias estáis!
Mi madre intentó sonreír.
—No, querida, no ha pasado nada —respondió, poniéndose de pie—. Vamos a cenar. Sara, ¿qué tal te ha ido lo de tu solicitud de empleo?
Yo también me levanté y las seguí a la cocina.
—Tengo buenas noticias —dije.
Me quedé por la tarde en el cuarto de estar delante de mi iPad, mientras mamá y Lina se arreglaban en el piso de arriba. Al cabo de un rato, mi madre bajó las escaleras vestida con su suave bata de rizo color celeste y su pelo corto rizado recién cepillado. Me quedé mirándola: esa era mi madre. Usaba esa bata desde que yo tenía uso de razón y siempre me gustaba abrazarla cuando la llevaba puesta. De pequeña solía sentarme en sus rodillas y en ese momento tuve la sensación de que era su turno de sentarse en las mías. Pero cuando la vi ante mí en el sofá me di cuenta de que antes había malinterpretado el brillo de sus ojos claros, que ahora parecían tan duros como el acero.
—Lina se ha quedado dormida —dijo—. Y ahora soy consciente de que hay cosas que debo contarte de tu padre y que hace tiempo que tendría que habértelas dicho.
Me incorporé en el sofá a la vez que sentía una opresión en el pecho.
—Todos los matrimonios tienen sus secretos —dijo mi madre—. Todos los padres protegen a sus hijos y, obviamente, no os contamos todo, ni de nosotros ni de nuestra relación. Ni siquiera cuando muere uno de los progenitores. Pero ahora tengo que hacerlo; en parte por mí, pero sobre todo por Lina y por ti. Prefiero que no la involucremos a ella en esto si no es absolutamente necesario, pero tú tienes que saberlo. Y lamento no habértelo dicho hace tiempo.
Se quedó en silencio.
—Cuéntamelo —le pedí—. Quiero saberlo todo. He llegado a pensar que estaba loca, así que toda la información que puedas compartir es bienvenida.
—Loca —dijo mi madre, fingiendo una risa seca y sin alegría—. ¿Crees que yo no he pensado también que estaba volviéndome loca cuando tu padre desaparecía sin más durante varios días y luego regresaba a casa, pálido y con los ojos hundidos? ¡Llegué a preguntarme si había estado con otra mujer o incluso si había empezado a consumir drogas! Al final parecía un cadáver, ¿te acuerdas?
—Sí, lo recuerdo bien.
Esa imagen de mi padre, su aspecto antes de que nuestra casa de veraneo ardiera en llamas... Yo hacía todo lo posible por recordar a papá en sus mejores días, cuando íbamos juntos a esquiar y él resplandecía lleno de salud y buen humor. Pero en ese momento le vi de repente frente a mí tal como él estaba al final, durante las últimas semanas de su vida: delgado, pálido, con los ojos hundidos. A pesar de que estábamos a principios de verano y que los demás empezábamos a broncearnos, mi padre estaba más pálido que nunca y parecía un animal perseguido. Se quedaba en silencio a la hora de comer y, una vez que me levanté para ir al baño en medio de la noche, lo vi sentado en el sofá mirando al infinito. Al día siguiente me encaré con él en el cuarto de estar y le dije lo que pensaba: que tenía muy mal aspecto, que su comportamiento no era propio de él y que me preocupaba la idea de que padeciera una enfermedad grave. Él se limitó a levantar la mirada hacia mí e intentó sonreír.
—No me ocurre nada malo —dijo—. ¿De dónde has sacado eso?
—Vamos —repliqué enfadada—. Se nota que estás muy mal. Somos tu familia, ¡tenemos que ayudarte!
Mi padre solo enarcó las cejas, como si no me entendiera.
—¡No sé de qué hablas! ¡Me encuentro perfectamente!
Me sentí tan frustrada por su respuesta que me di la vuelta y me marché dando un portazo. El ruido de ese golpe me atormenta desde entonces, ya que mi padre murió una semana después.
—¿Y qué ocurría? —le pregunté a mi madre, volviendo a la conversación—. Cuéntame todo lo que sepas.
Mi madre cogió una manta que había en el brazo del sillón y se tapó con ella.
—De lo que sucedió al final sé tan poco como tú —dijo—. Yo también tengo preguntas de las que temo que nunca obtendré respuesta, pero sí te puedo decir lo que ocurrió antes, muchos años atrás. A ver por dónde empiezo. —Me miró fijamente—. Sé que has estado revisando los cajones del escritorio de tu padre —continuó—. ¿Tienes alguna pregunta acerca de lo que has encontrado, de los textos y recortes de periódico que te llevaste, por ejemplo?
—Empecé a leerlos en otoño, aunque perdí el hilo cuando ocurrió lo de Bella y Fabian —contesté—. Habré leído más o menos una tercera parte, pero no sé muy bien qué hacía él con todo eso.
—Misterios sin resolver —dijo mi madre—. Viejos asuntos sin aclarar. Dicho de otro modo: mierda sueca que hemos ido escondiendo bajo la alfombra en este país. A tu padre todo eso le interesaba muchísimo.
Me levanté y me dirigí al escritorio, abrí un cajón y saqué la foto de la mujer rubia. Era la misma que Andreas me había mostrado cuando nos fuimos de La Cucaracha a otro sitio que estaba cerca de la parada de metro de Zinkensdamm. Cats Falck: la periodista que encontraron muerta, con el cinturón de seguridad puesto, en el interior de un coche que estaba sumergido boca abajo en el fondo del canal de Hammarby.
—Háblame de esta chica —comencé—. ¿Quién es? ¿Cómo la conoció papá?
Mamá miró la foto.
—Cats —dijo—. Tu padre estaba fascinado por ella, aunque a mí no me caía nada bien. Era una mujer aguda, cortante, la típica sabelotodo. Se conocieron a través del trabajo de tu padre, creo que ella le hizo una entrevista. Simpatizaron rápidamente y se mantuvieron en contacto hasta la muerte de ella. Tu padre y yo acabábamos de conocernos y a veces salíamos a tomar unas cervezas en compañía de alguien más. Yo era mucho más joven y me resultaba difícil seguir la jerga que utilizaban, así que nunca me pareció muy divertido. Tal vez simplemente estaba celosa.
—¿Por qué guardaba él su foto?
Mi madre sonrió.
—Eran amigos —respondió—. No creo que hubiera nada más entre ellos, pero a tu padre le afectó mucho su muerte. En realidad la vi pocas veces: tu padre y yo nos fuimos a vivir juntos el verano de 1984 y ella desapareció en noviembre, aunque no la encontraron hasta mayo de 1985. A tu padre le produjo un gran impacto todo aquel caso. Creo que su interés por investigar viejos asuntos surgió a raíz de la desaparición de Cats Falck. —En ese momento me miró a los ojos—. Ella le reveló a tu padre que estaba tras la pista de algo importante, algo que tendría unas consecuencias enormes cuando se conociera, y pensaba que incluso podía obtener un gran premio periodístico por ello.
—Pero ¿qué era? —pregunté—. ¿A qué se refería?
—No lo sé —respondió mi madre—. Sus jefes del programa Rapport declararon luego que no tenían la menor idea de qué había querido decir con aquellas palabras. La investigación se cerró con alegaciones de que había sido un simple accidente de automóvil, pero luego alguien la reabrió, creo que unas dos décadas después, en 2003. Tú tendrías unos diez años y estabas en un campamento de equitación y Lina debía tener tres o cuatro. De repente alguien dijo que a Cats Falck la había asesinado la Stasi, los servicios secretos de Alemania del Este, porque había descubierto que Suecia vendía armas a la RDA, con las que luego esta comerciaba con otros países en conflicto.
—¿Y sucedió así? —pregunté—. ¿Tanto lo del tráfico de armas como su asesinato?
Mi madre sacudió la cabeza.
—No tengo la menor idea —dijo—. Pero tu padre parecía estar obsesionado por esa historia. ¿Recuerdas aquel verano que se pasó todo el tiempo sentado en el cobertizo de la casa mientras nosotras montábamos a caballo, pescábamos y salíamos por los alrededores?
Me vino a la mente una imagen lejana de mi padre sentado ante un ordenador, con la barba sin afeitar y platos con restos de comida sobre la mesa.
—Sí —respondí—. No conseguíamos que hiciera nada.
—Ya sabes cómo era tu padre —dijo sonriendo—. Terco como una mula.
Me quedé pensativa.
—Pero ¿qué tiene que ver eso con nosotras? Eso pasó hace mucho t