Confianza ciega

John Katzenbach

Fragmento

Prólogo 1. La recompensa inesperada

PRÓLOGO 1

La recompensa inesperada

El detective privado marcó el único número que había en el móvil desechable que le había proporcionado el cliente al contratar sus servicios. No había tenido ningún otro contacto con el cliente desde su encuentro inicial. Ante su sorpresa, el cliente contestó al segundo toque del timbre.

—Ah, detective. Me alegra tener noticias suyas. Dígame, ¿alguna novedad?

—Creo que le complacerá —respondió el detective apresuradamente—. Nombre. Dirección. Número de teléfono. Tengo algunas fotos, incluso de la niña, aunque, como sabe, ahora ya es adulta. Las fechas, las épocas, las edades, todo concuerda con los parámetros que usted me dio, de modo que estoy bastante seguro de haber encontrado a nuestro sujeto. Imagino que lo sabrá con certeza cuando vea las imágenes. No son muy buenas; las tomé en lugares muy concurridos o desde sitios donde no pudiera ser visto, de acuerdo con sus instrucciones. No creo que me pillaran, aunque no puedo estar seguro. Sea como sea, puedo enviárselo todo a su oficina hoy mismo.

—Hay algo que me intriga: ¿cómo ha logrado resolver este caso? Muchos otros han fracasado.

—Perseverancia. Y algo de suerte.

—¿Qué clase de suerte?

—Bueno, por los antecedentes que me contó, limité mi búsqueda a Nueva York, Connecticut y cuatro estados de Nueva Inglaterra. Massachusetts, New Hampshire, Vermont. Presté atención especial a Maine por motivos obvios...

—Por supuesto.

—Muchos callejones sin salida y muros infranqueables. Tenía mis dudas de lograr nada, supongo que como los demás...

—Todos aceptaban mi dinero y acababan dándose por vencidos. Ha sido muy frustrante.

—Bueno, repasé todos los detalles de lo que me explicó inicialmente y tuve una idea. Indemnizaciones por la muerte de un militar. Por lo que se trataba de acceder a los registros de la Administración de Veteranos de hace un par de décadas. Bastante aburrido, pero solo necesitaba un nombre. Imaginé que habría tenido que probar quién era para percibir las prestaciones del gobierno. Así que habría un rastro documental. Supuse que un nombre llevaría a otro. Conocía a una persona que podía facilitarme el acceso a esa información. Alguien que me debía un favor enorme.

—¿Un favor?

—Digamos simplemente que cuando se lo pedí, se vio obligado a hacerlo.

—¿Se vio obligado?

—Tiene unos gustos verdaderamente inusuales que ha conseguido ocultar a todo el mundo excepto a mí.

Una pausa. Y entonces el cliente soltó una sonora carcajada.

—Bueno, creo que ambos coincidimos en que el fin justifica los medios.

—Acostumbra a ser casi siempre así en mi profesión —afirmó el detective privado.

—También en la mía —aseguró el cliente—. Así que obtuvo un nombre...

—Sí. Y eso me llevó a un acuerdo inmobiliario cerrado hace más de diez años. La venta de una vieja granja en Maine. El importe fue a parar a una persona que había fallecido años antes, y fue enviado posteriormente a la cuenta de otra persona en otro pequeño municipio del estado de Nueva York. Fue un hueso duro de roer, pero, al final, bingo.

Una pausa. Como si el cliente estuviera pensando.

—Excelente. Y en cuanto a la discreción...

—No conservo registros de quién me contrata —mintió el detective, pero solo un poco. Guardaba archivos encriptados de todos sus casos.

El detective no sabía si el cliente había creído su mentira o no. Pero añadió con avidez:

—Quiero que esté totalmente satisfecho con mis servicios.

Lo que el detective privado no dijo en voz alta fue: «Es usted rico y quiero trabajar otra vez para usted porque el dinero me va muy bien».

—Lo estoy. En cuanto a sus honorarios... supongo que aceptará efectivo.

—Gracias. Si hay algo más o si necesita cualquier otro trabajo de investigación en el futuro...

—Será el primero a quien llamaré. Se lo prometo.

Eso era exactamente lo que el detective privado quería oír.

—Fantástico. Se lo agradezco.

—Y creo que si la información resulta ser tan exacta como dice, recibirá una considerable recompensa más adelante. Pero tendrá que darme algo de tiempo para que pueda cerciorarme. Un par de meses, diría yo.

Esto también hizo feliz al detective privado. Empezó a calcular mentalmente lo grande que sería la recompensa.

—Es un detalle por su parte.

—Me gusta ser generoso.

La información resultó ser exacta y la recompensa fue realmente considerable. Llegó tres meses después. El detective privado había estado solo hasta bien entrada la noche en su pequeño despacho situado en un centro comercial trabajando en un caso de divorcio trivial pero particularmente desagradable. Los dos miembros de una pareja acomodada que se había prometido en su día amarse hasta que la muerte los separara se lanzaban amenazas airadas. Acusaciones de engaño. De abusos infantiles. De chanchullos económicos. De maltratos físicos. Unas pocas verdades. Muchas mentiras. Un montón de odio. Era algo con lo que el detective privado estaba muy familiarizado. La mayoría de sus casos eran bastante anodinos salvo por el odio. Maridos amenazando a sus esposas. Esposas amenazando a sus maridos. Ambas partes amenazándolo a él. De hecho, ese mismo día había recibido una amenaza de muerte anónima. Anónima solamente en el sentido de que imaginaba que tardaría unos diez minutos en determinar quién se la había enviado. No se había molestado en hacerlo. Eran gajes del oficio, y casi siempre las amenazas procedían de perdedores furiosos a los que se les soltaba la lengua sin pensar demasiado. Fiel a su estilo, ni siquiera se había molestado en llamar a uno de sus amigos de la policía local.

Cuando se sumió en el mundo vacío y oscuro del exterior de su despacho, su viejo sedán Chevy era el único coche que quedaba en el amplio estacionamiento. Las tenues farolas apenas lo iluminaban. Algo distraído por toda la ira que emanaba inagotable del caso de divorcio, exhausto por lo tarde que era y el largo día que había tenido, no oyó los pasos tras él cuando abría la puerta del coche, pero algo lo alertó y se dio la vuelta mientras su sexto sentido le decía que sacara la pistola que llevaba a veces encima. Sus movimientos fueron puramente instintivos porque el arma estaba en el cajón del escritorio de su despacho, no en la funda del hombro. Así que no tenía nada con lo que poder defenderse antes de que un par de disparos apagados que le impactaron directamente en la cara acabaran con su vida.

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