El testamento de Abraham

Igor Bergler

Fragmento

Capítulo 1

1

Nueve días antes

El avión se separó de la pasarela de embarque y, cuando empezaba a invertir los motores, la auxiliar de vuelo comenzó a usar los brazos para iniciar el mantra sobre las salidas de emergencia, las mascarillas de oxígeno y los chalecos salvavidas. Charles Baker había superado con creces el millón de millas, pero el ritual del despegue no dejaba de fascinarlo. Era una especie de superstición, una forma de asegurarse a sí mismo que aquella vez también todo iría como una seda, que se cerraría el círculo. Un despegue perfecto, con todos los ingredientes presentes en su sitio, lógicamente debe concluir con un aterrizaje seguro. Esta vez, sin embargo, tuvo una especie de presentimiento. Recordó que al salir del curso llevaba una carpeta en la mochila. Se la había dado su adjunto de camino a la conferencia, justo en el aeropuerto, antes de pasar los controles de seguridad. El joven había llegado empapado de sudor y había necesitado unos segundos para recuperar el aliento. Había apoyado su brazo en el hombro de Charles hasta que había podido soltar unas pocas palabras con voz entrecortada y luego le había entregado la carpeta rosa enrollada en forma de tubo. La llevaba agarrada con fuerza en la otra mano, como si tuviera miedo de que se le escapara o de que alguien se la fuera a arrebatar.

Charles se había olvidado la carpeta al llegar al hotel, y también a lo largo de los tres días que duró la conferencia, aunque la llevó todo el rato en la mochila. Solo se acordó de ella la última mañana, cuando se dirigía al Aula Magna Fray Alonso de Veracruz de la Universidad Nacional Autónoma de México. Hojeó un poco la carpeta en el coche, pero como estaba muy preocupado por hacer un buen papel en su última presentación, su cabeza no consiguió registrar las minúsculas líneas garabateadas por todas partes ni los dibujos multicolores o los diagramas incluidos aparentemente al azar en las diversas páginas que alcanzó a mirar por encima. Volvió a acordarse de la carpeta al guardar la mochila en el compartimento de equipaje de mano. En ese momento se dijo que le quedaban casi cinco horas antes de aterrizar en LaGuardia, tiempo suficiente para echar un vistazo a las páginas por las cuales su adjunto había estado a punto de sufrir un infarto en su esfuerzo por llevárselas a tiempo al profesor.

Así que abrió la carpeta con curiosidad, a riesgo de perderse el rito de iniciación de la azafata. Hojeó varios de los archivos y justo cuando se disponía a examinarlos con atención, el avión se detuvo y empezó a rodar de nuevo. Por la ventanilla vio a un grupo de uniformados que se partían el lomo para volver a colocar la pasarela de embarque en su posición original. El piloto habló por los altavoces directamente en inglés, algo que era muy poco habitual. Los pasajeros debían conservar la calma, permanecer sentados y mantener abrochados los cinturones de seguridad. Eso fue todo. A Charles le pasó por la cabeza que algún oficial o empresario local que tenía al gobierno comiendo de la palma de la mano habría decidido ir a Nueva York en el último minuto. En México eso no era nada raro.

La puerta se abrió y seis individuos vestidos con unos uniformes extraños invadieron la cabina. Cuatro de ellos se dirigieron a toda velocidad hacia la parte trasera del avión. Y de este grupo, dos se pararon en el centro. Los otros dos se quedaron en la parte delantera, donde estaba la clase preferente. Uno de ellos estaba situado exactamente a la derecha de Charles y el otro, en el lugar que había ocupado la azafata. Esta persona tomó un megáfono y anunció, esta vez en español, que todos los pasajeros debían abandonar el avión dejando en él sus pertenencias para una inspección adicional. En pocos minutos podrían volver al avión. Cuando los pocos pasajeros de la parte delantera empezaron a levantarse, el hombre del megáfono avisó de que la evacuación debía hacerse por la parte trasera, en orden. La situación parecía grave y la gente sabía que no había que tomarse a broma a las fuerzas especiales, especialmente si, como sospechaban, había una amenaza terrorista a bordo.

Al llegar a la cuarta fila, Charles quiso ponerse de pie, pero el individuo que estaba a su derecha le puso una mano en el hombro y lo empujó con fuerza de vuelta hacia su asiento. Cuando Charles alzó los ojos hacia él, el hombre habló:

—Usted no, señor —dijo con voz autoritaria y los dientes apretados.

El profesor fue a agarrar la mano que le sujetaba el hombro, pero el hombre la apartó. Antes de que pudiera reaccionar, el avión estaba ya vacío. El último pasajero había salido por la pasarela de embarque. Lo más extraño era que los dos pilotos también se habían marchado, junto con los auxiliares de vuelo. La puerta se cerró sonoramente tras ellos.

Capítulo 2

2

La respetable señora Bidermeyer no sabía si echarse a gritar o desmayarse. Estaba plantada en el umbral. Unos calcetines de finas rayas azules y blancas le cubrían las piernas de hipopótamo. Llevaba unas zapatillas de estar por casa con la puntera en forma de mapache y estaba blanca como la cera. Había subido la escalera para regañar a su inquilino, que había puesto música después de haber estado dando golpes sobre su cabeza durante unos minutos que a ella se le habían hecho eternos. Era la primera vez en los tres años que llevaba viviendo allí que George Buster Marshall, profesor adjunto en Princeton, había puesto música a un volumen tan alto, por lo que al inicio había decidido pasar por alto su mala conducta pensando que podía tratarse de un fenómeno accidental. Al principio, había decidido sabiamente ignorarlo. Después, había empezado a golpear el techo con el mango de una escoba, luego le había dado a los radiadores y, al final, había salido a la escalera y se había puesto a gritar. Aquella mujer mayor con cara de cocodrilo llevaba más de treinta años haciendo las veces de administradora de varios edificios del campus, y tenía su habitación allí, en ese edificio, justo debajo de uno de los mejores inquilinos de su tumultuosa experiencia como administradora. El señor Marshall era lo que se conoce como un inquilino ejemplar. Pagaba el alquiler a tiempo, a veces incluso con uno o dos meses de adelanto. Nunca armaba jaleo, nunca rompía nada y no daba desagradables fiestas como hacían sus colegas de rellano. Añadamos a eso que

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