Animal

Leticia Sierra

Fragmento

Capítulo 2

2

Alberto Granados se limpió la boca con el dorso de la mano. Se estaba mareando. Se acuclilló, agotado. Le temblaban las piernas y sentía debilidad. Se sujetó la cabeza con las dos manos en un intento de detener el intenso bombeo de sangre que le taladraba el cerebro.

El vómito le había ensuciado las botas. Le vino otra arcada. Sintió el sabor amargo de la bilis en la boca. Había echado hasta la primera papilla. Se encontraba tan mal que agradeció que el médico forense y la juez de guardia se hubieran hecho cargo de la escena.

Había sido el primero en llegar al polígono La Barreda, en Noreña. Tras recibir el aviso de la presencia de una persona herida en la zona industrial, su compañero y él se subieron al coche patrulla y salieron zumbando. Ahora eran las tres de la madrugada.

Pocos metros antes de llegar al escenario se habían topado con una mujer que corría descalza por el arcén. Gritaba con desesperación, como un animal herido.

Se habían detenido para auxiliarla.

—¡Está muerto, está muerto! —chillaba presa del pánico.

Salieron del vehículo y se acercaron a ella. Estaba asustada. Trataron de contenerla entre los dos.

—Tranquilícese, señora. ¿Se encuentra bien? ¿Está usted herida?

—¡Está muerto!

—¿Quién está muerto?

—¡Está muerto! —La mujer se derrumbó. Lloraba y gimoteaba, sin parar de temblar.

Estaba en shock.

Con cuidado, la habían conducido al interior del vehículo y se habían internado en el polígono industrial. La avenida principal estaba despejada. Giraron por una de las calles laterales y entonces lo vieron. Había un cuerpo tirado en el suelo. La mujer, acurrucada en el asiento trasero, seguía llorando.

—Llama a una ambulancia. Esto tiene mala pinta —le dijo el agente de Seguridad Ciudadana a su compañero.

Granados se bajó del vehículo y se acercó hasta él. Nada más verlo supo que una ambulancia ya no podría hacer nada por aquel hombre. Y, de inmediato, se le revolvieron las tripas.

El cuerpo estaba bocarriba, sobre un gran charco de sangre. Los pantalones y el calzoncillo, a la altura de las pantorrillas, dejaban al descubierto, de forma obscena, el amasijo de carne allí donde antes habían estado los genitales.

La camisa estaba subida por encima del ombligo. Los brazos dispuestos en cruz con las palmas de las manos hacia arriba. La cabeza, ligeramente ladeada. Los ojos abiertos, con la mirada perdida. La boca abierta en una mueca grotesca, la mandíbula desencajada, por donde sobresalían parte de los testículos y el pene.

Fue entonces cuando vomitó. Continuó así incluso después de que llegaran la ambulancia, un equipo de la Policía Judicial y dos de la Científica, la juez de guardia con su secretario y el médico forense.

Una hora más tarde, no se sentía mejor.

Habían acordonado la zona: una primera área en torno al cuerpo, en donde el forense, arrodillado, examinaba el cadáver mientras la juez dictaba órdenes y el secretario tomaba notas; y otra zona de seguridad, que la Policía Judicial estaba procesando.

Granados estaba fuera de ambos perímetros, intentando recobrar el aliento. Llevaba diez años en el Cuerpo Nacional de Policía, en Pola de Siero. Lo más cerca que había estado de la muerte había sido la noche que habían encontrado el cuerpo sin vida de una joven víctima de una sobredosis. Pero esto no era ni parecido.

Pola de Siero y Noreña, jurisdicción del Cuerpo Nacional de Policía, son dos localidades tranquilas pertenecientes a municipios distintos. Noreña es la más pequeña y está situada en el centro del de Siero. Resulta curioso ya que en el mapa parecen formar un huevo frito: Noreña, la yema y Siero, la clara.

Entre las dos poblaciones sumaban poco más de cincuenta mil habitantes. Todo cuanto acontecía fuera de sus límites era competencia de la Guardia Civil.

Granados deseaba que el crimen se hubiera cometido un kilómetro más lejos, y que fuera un sargento de la Guardia Civil y no él quien estuviera doblado sobre sí mismo, luchando por no desmayarse.

Por lo general, su trabajo no incluía semejantes sobresaltos, salvo alguna llamada de vez en cuando por peleas entre borrachos, discusiones domésticas, avisos de robo en las naves del polígono y, durante el fin de semana, grescas entre jóvenes o algún coma etílico.

Nada tan brutal como lo que acababa de presenciar.

Cerró los ojos y evocó la escena. Su cuerpo se estremeció.

Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se lo pasó por la cara.

Miró a la mujer. Estaba sentada en una camilla, arropada con una manta. Los sanitarios le habían administrado un sedante y, aunque seguía sollozando, estaba visiblemente más tranquila. Seguía descalza. Los zapatos habían aparecido a pocos metros del cuerpo, de manera que constituían una prueba. Se llamaba Guadalupe Oliveira y trabajaba en La Parada, el prostíbulo más conocido de la zona, que estaba situado en el polígono. Era todo lo que habían podido obtener de ella.

Los agentes de la Policía Judicial aún no le habían tomado declaración. Habían resuelto esperar a que el calmante hiciera efecto.

Alberto caminó en dirección al cordón de seguridad.

Toda esa zona estaba iluminada por cuatro potentes lámparas halógenas, sujetas sobre trípodes, que conferían a la escena un aspecto más propio de una verbena o de un partido de fútbol que de un crimen.

Tres agentes, enfundados en monos blancos de plástico y con protectores de calzado, levantaban una cuadrícula identificando cuidadosamente con marcadores los elementos probatorios, mientras otro fotografiaba cada evidencia, pequeña o grande, antes de su recogida en las bolsas de pruebas. Un quinto agente, provisto de un equipo recopilador, cogía muestras serológicas. Reinaba el silencio. Apenas hablaban entre ellos. Imperaba la necesidad de que no se les despistara ni una mota de polvo que no debiera estar allí.

Se trataba de un área bastante grande. Aun así, la calle estaba sembrada de números de evidencia y carpas identificadoras de color amarillo. Alberto pensó que eran como miguitas de pan dejadas por el animal que había quitado la vida a aquel pobre hombre.

Escuchó a lo lejos la voz de la juez, sacándolo de sus pensamientos. La conocía. Se llamaba Dolores Requena. Había coincidido con ella en los juzgados de vez en cuando. Tenía fama de ser firme en sus decisiones y dura cuando la ocasión lo requería. Le caía bien. Era una mujer entrada en carnes, de cara agradable y sonrisa fácil.

—¡Agente! Hay que acordonar la entrada del polígono. Esto en un par de horas se va a llenar de camiones y de gente y todo parece indicar que estamos en la escena del crimen. Hay que preservarla hasta que acabe la recogida de pruebas.

—Sí, señoría.

El policía al que se había dirigido se encaminó hacia la otra entra

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