El nido de la araña

María Frisa

Fragmento

—Mami.

Los ojos de Katy se humedecen al comprobar que Zoe sigue con vida.

Se ha escondido en la última cabina de los aseos para evitar que alguien de Global Consulting & Management la descubra. La puerta de vidrio esmerilado y bisagras de acero no llega hasta el suelo y por el hueco se ven un par de sofisticados zapatos negros de cuña.

—¿Estás bien, cariño, estás bien?

—Mami, quiero que vengas. —La niña alarga las sílabas, habla muy despacio.

¿La habrán sedado? La imagen de Zoe bajo los efectos de algún narcótico y a merced de los secuestradores incrementa su angustia. Apenas la deja respirar.

—Falta muy poco, te lo prometo... —consigue decir.

—Ya es suficiente —la interrumpe una voz robótica, distorsionada por algún aparato—. ¿Tienes la pistola? —le pregunta el hombre.

Ella asiente. Lleva la Astra sujeta al muslo derecho con una funda táctica de velcro.

—Si quieres recuperarla, sigue al pie de la letra nuestras instrucciones. Y recuerda que te vigilamos, así que no hagas ninguna tontería.

—¿Cómo sé...? —Agarra con tanta fuerza el teléfono que tiene los nudillos muy blancos por la presión—. ¿Cómo sé que después cumplirán su parte y la liberarán?, ¿me lo garantiza?

—Te garantizo que si no lo haces, morirá —se burla él.

El hombre cuelga. Ella permanece unos segundos sentada en la tapa del inodoro, demasiado conmocionada para reaccionar. El inmenso alivio de saber que su hija está viva se mezcla con el miedo. Solo tiene cinco años, ¡cinco años! Se muerde el labio inferior, pero no consigue contener las lágrimas.

Al levantarse, las piernas le flaquean. Está tan cansada... Se apoya en la pared. Inspira hondo un par de veces, expulsa el aire por la nariz. Abre la puerta de la cabina y sale.

Se ha puesto un vestido negro con la falda abullonada para que la pistola no se marque a través de la tela. Le queda ancho. Ha adelgazado en los siete días que han transcurrido desde que raptaron a Zoe y ahora los huesos parecen querer atravesarle la piel.

Se guarda el móvil en el bolsillo. Le han ordenado estar siempre conectada. Siempre disponible.

En GCM, los aseos, al igual que el resto de la oficina, son espaciosos y tienen una decoración moderna y minimalista que proclama un lujo sin ostentación. En la pared de grandes losas negras destaca la inmaculada blancura del mural del lavabo.

Se aferra al borde romo de la porcelana. Siente vértigo. Pavor a haberse equivocado. Resultaría tan sencillo obedecer a los secuestradores... «Para bien o para mal, no hay vuelta atrás —le dice su vocecilla interior—. Un pasito más. Venga, levanta esa barbilla. Un pasito más.»

Acerca las manos a uno de los grifos de metal de los que el agua mana en forma de cascada. Se levanta la melena y se moja la nuca.

Un poco mejor.

Con dedos temblorosos, abre el neceser que ha dejado en la encimera. Le han dicho que la vigilan, ¿también aquí habrán conseguido introducir una cámara? Por si acaso, continúa representando el papel de madre desesperada. No le resulta difícil. Está realmente desesperada.

Yergue la cabeza, con la mandíbula afilada apuntando al espejo. Se limpia con una toallita de papel las manchas de rímel. Se esfuerza en retocarse la base de maquillaje. Se recoge el pelo en una coleta, se peina con los dedos el largo flequillo y se lo coloca detrás de la oreja izquierda.

Al terminar, saca despacio el envase de Trankimazin. Extrae una de las dos pastillas de color salmón que quedan en el blíster. Duda un momento y al final la mastica entera. Cierra los ojos, se concentra en la respiración a la espera de la oleada de calma.

—Hola.

Katy se sobresalta. No ha oído abrirse la puerta. ¿Quién demonios...? Se tranquiliza al ver a su lado a una jovencita a la que vagamente ubica en la sección legal. Aunque desconfía del personal de Global Consulting & Management, no cree que su presencia guarde relación con el secuestro.

La chica también se ha asustado al encontrarse a la responsable de Negocio Digital. Con sus enormes ojos claros, su carita de muñeca, la melena rubia y su baja estatura siempre le ha recordado a esa actriz tan dulce, a Amanda Seyfried.

Ahora le alarma su aspecto descuidado. Es obvio, por sus ojos enrojecidos, que ha estado llorando, y la gruesa capa de corrector no oculta sus ojeras. Se da cuenta de que es mayor de lo que calculaba. ¿Cuarenta?, ¿cuarenta y dos?

Por la oficina corren algunos rumores, como el de que Gonzalo Márquez y ella son amantes. También ha oído a su jefe y a Saúl Bautista referirse a Katy como «la pirada». ¿Será por esto? ¿Habrá ocurrido otras veces?

Más que la eficaz y distante economista de siempre, da la impresión de ser una niña desamparada, perdida. Su indefensión la impulsa a consolarla.

—¿Te encuentras bien?

Katy la mira con fijeza, frunce el ceño y los pliegues en las comisuras de los ojos se le acentúan. No se le da bien inferir las emociones de los otros. ¿Qué es?, ¿preocupación?, ¿lástima?, ¿enfado? La preocupación y el enfado son las que más le cuesta diferenciar.

De cualquier forma, no puede perder más tiempo. No está segura de si los secuestradores la observan, pero sí de que lo que va a ocurrir a las 22.00 en la sala de reuniones de Global Consulting & Management será uno de esos sucesos que conmocionarán al país. ¿O serán lo bastante poderosos para silenciarlo?, ¿para ocultárselo a los medios de comunicación?, ¿a la policía, incluso?

A pesar de la gran presión a la que está sometida y del miedo que siente, se propone que la chica recuerde el encuentro. Si algo falla, quizá sea lo que necesite su abogado para conseguirle el atenuante de trastorno mental. Con mis antecedentes será sencillo, piensa con amargura.

—Estoy agotada —le contesta Katy sin mentir.

Pone la mano en el brazo de la chica un par de segundos. ¿Será suficiente? Le preocupa exagerar.

Se separa de ella y se da la vuelta. Se dirige a la puerta de salida con pasos cortos y cuidadosos para seguir dando muestras de abatimiento. Y porque no es fácil caminar con naturalidad con una semiautomática en el muslo.

Primera parte. Katy

PRIMERA PARTE

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