Tormenta sobre Alejandría

Luis Manuel Ruiz

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Primera parte. Tiempo de ceniza
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
Segunda parte. El saber ocupa lugar
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Tercera parte. Tormenta sobre Alejandría
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
Epílogo
Sobre el autor
Créditos
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Para Luis, que también se gestó entonces

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Transient quae fecit ipse Deus; quanto citius quod condidit Romulus. Non ergo deficiamus, fratres: finis erit terrenis omnibus regnis.

 

AUGUSTINUS HIPPONENSIS

Sermo CV

 

 

Las obras del propio Dios son perecederas; cuánto más no lo serán las de Rómulo. Por tanto, hermanos, no temáis: todos los reinos de la Tierra tendrán su fin.

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Primera parte

 

 

TIEMPO DE CENIZA

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I

 

 

 

 

Por lo que me han contado, el primer cadáver fue encontrado en la piscina del antiguo templo de Isis. Tiempo atrás, en esa misma piscina habían nadado los cocodrilos sagrados que protegían a la diosa; ahora sólo servía para acumular islas de liquen, desperdicios y flores podridas. El sol ácido de marzo rebotaba en la superficie del agua y cegaba el único ojo de Demeas, que indicó con un gesto a uno de sus asistentes que usara la pértiga para aproximar el cuerpo. En el aire se entreveraban la arena del desierto y la sal marina, recubriendo la piel de los presentes con una corteza blancuzca.

—Ahora izadlo, aquí —ordenó Demeas con desgana cuando el cadáver estuvo más cerca.

La multitud apiñada detrás de los soldados avanzó un paso para contemplar el bulto que emergía de las profundidades. Se habían ido congregando poco a poco, a pesar del calor del mediodía, indiferentes al hedor a sudor y la polvareda que desdibujaba las líneas de la plaza bajo una espesa niebla amarilla. La mayoría eran holgazanes, predicadores callejeros, mujeres que volvían de la lonja, mercachifles: curiosos que consideraban que la muerte ajena siempre supone una buena excusa para posponer las tareas monótonas de cada día.

—No debe de llevar mucho tiempo aquí —dictaminó el asistente mientras palpaba el pellejo pálido del cadáver, que se asemejaba al vientre de un sapo—. Los miembros aún no están rígidos, no hay signos de descomposición avanzada.

La cabeza de Demeas asintió mecánicamente, como para dar su aprobación: un acto rutinario, estereotipado, que permitía a su cerebro zafarse de la jaula en que vivía aprisionado y viajar a estadios de allí, fuera de la ciudad acosada por el desierto, del cielo abrasador que le castigaba con su luz, más allá de los rostros reunidos alrededor de aquel trozo de carne que se corrompía, sobre el que pronto hincarían su dentadura los gusanos. Igual que ocurriría con Dafne, sí; con Dafne en su ataúd debajo de la ladera, igual que los gusanos masticarían los brazos y las corvas de Dafne, las fronteras de esa piel que él había acariciado.

—¡Es el secretario del padre Hilario! —gritó alguien entre la multitud, elevando una uña ennegrecida.

Otras voces secundaron a la primera, alguien formuló una acusación, los insultos viajaron de boca en boca y una oleada de brazos y de piernas chocó contra los soldados formados frente a la piscina, que tuvieron que improvisar un dique cruzando sus escudos sob

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