Las alas del dinosaurio (Un caso de Soren Marhauge 1)

Sissel-Jo Gazan

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Agradecimientos

Si te ha gustado esta novela…

Sobre la autora

Créditos

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Gracias a Kunstfonden, Kunstrådet, Biblioteksafgiftspuljen, Autorkontoen y Det Danske Institut de Roma por las ayudas y becas concedidas entre 2003 y 2008.

 

Esta novela es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas y hechos reales se debe tan sólo a que, casualmente, la fuente de inspiración de su autora ha sido el mundo, y el mundo, a veces, está lleno de personas y de hechos.

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Capítulo 1

 

 

 

 

Solnhofen, sur de Alemania, 5 de abril de 1877

 

Anna Bella estaba soñando que descubría el Archaeopteryx, el ave primitiva de Baviera. Se hallaban en la sexta semana del viaje, hacía tiempo que una fina película de tierra recubría los rostros de todos los integrantes del grupo y los ánimos estaban por los suelos. El jefe de la expedición, Friedemann von Molsen, era el único que conservaba el buen humor. Por las mañanas, cuando, adormilada y aterida, salía de la tienda, solía encontrarle tomando un café junto al fuego; los restos de gachas de la cazuela revelaban que hacía ya mucho que estaba vestido y había desayunado. Ella estaba harta de gachas, harta de polvo y harta de arrodillarse en un suelo del que sólo salían unos huesos demasiado recientes, que, aunque no carecían de interés, no eran lo que la había impulsado a estudiar Biología y mucho menos a dedicar seis semanas de su semestre sabático a vivir en unas condiciones tan penosas. Corría el año 1877 y, en ese punto del sueño, Anna empezó a notar la sensación de que algo no acababa de encajar. Llevaba puesto su chaquetón militar relleno de plumón y unas modernas botas gruesas de pelo con las suelas de goma, pero a Friedemann von Molsen no parecía sorprenderle lo más mínimo, a pesar de que él llevaba un terno de pana con chaleco y leontina, un gorro de lana calado hasta las orejas y una pipa corta en la boca.

Esa tarde avanzaban a buen paso. Se encontraban en Solnhofen, al norte de Múnich, con una expedición integrada por dos porteadores locales, otros dos estudiantes y la hembra de labrador de color coñac de Von Molsen, que también se llamaba Anna Bella, un detalle del sueño que resultaba de lo más irritante. Mientras trotaban por la misma loma de la víspera, Von Molsen contaba anécdotas. Bueno, anécdotas, lo que se dice anécdotas, tampoco eran, pero la joven ya había oído tantas que cada vez disfrutaba menos el hecho de estar viviendo un momento de la historia que cualquier científico habría dado su brazo derecho por presenciar. Cada vez que Friedemann von Molsen se disponía a decir algo, se arrancaba bruscamente la pipa de la boca y señalaba hacia Inglaterra. Era Darwin quien venía a perturbarle.

Por aquel entonces las teorías evolucionistas empezaban a ganar adeptos, aunque continuaba reinando un gran desacuerdo en torno al mecanismo impulsor de dicha evolución, y Von Molsen se mostraba tan absorbido por la idea como categórico a la hora de refutar la creencia de Darwin en la selección natural como su motor. Cuando los ánimos se caldeaban llegaba a tachar al inglés de paramecio. A Anna no le cabía en la cabeza que aquél fuera el insulto más fuerte del repertorio de su jefe.

La joven se había granjeado la simpatía del paleontólogo con un par de objeciones al inicio de la expedición. Von Molsen era un hombre que incitaba a sus subordinados a sentir curiosidad por los fenómenos científicos e insistía en que era legítimo ejercer de abogado del diablo con el fin de propiciar un debate provechoso, siempre y cuando, eso sí, no se estuviera de acuerdo con lo que el paramecio sostenía que sería de sentido común en el curso de unas décadas: que todo organismo vivo, del ratón al ser humano pasando por aves y escarabajos, había evolucionado a partir de un mismo punto, y que las diferencias morfológicas, fisiológicas y de comportamiento entre los diferentes individuos dependían principalmente de la adaptación y la competencia. Y ¿qué se deducía de todo ello?, preguntó el científico señalando de pronto hacia Anna con la pipa. Sin embargo, antes de que la joven alcanzara a reaccionar, se contestó él mismo.

Pues se deducía, explicó con regocijo, que el caudal hereditario no era constante, que podía variar y que no estaba al alcance de nadie predecir en función de qué, como si todo, naturaleza y existencia, fuese e

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