La biblioteca de los libros rechazados

David Foenkinos

Fragmento

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1.

En 1971, el escritor norteamericano Richard Brautigan publicó The Abortion[1]. Se trata de una intriga amorosa bastante peculiar entre un bibliotecario y una joven de cuerpo espectacular. Un cuerpo del que esta es víctima, por decirlo de alguna manera, como si la belleza estuviera maldita. Vida, que así se llama la protagonista, cuenta que un hombre se mató al volante por culpa suya; subyugado por aquella transeúnte pasmosa, sencillamente se olvidó de que iba conduciendo. Tras el batacazo, la joven echó a correr hacia el coche. Al conductor, ensangrentado y agonizante, solo le dio tiempo a decir, antes de morir: «Qué guapa es usted, señorita».

A decir verdad, la historia de Vida nos interesa menos que la del bibliotecario. Pues en él reside la peculiaridad de esta novela. El protagonista trabaja en una biblioteca que acepta todos los libros que han rechazado las editoriales. Se puede uno encontrar allí, por ejemplo, con un hombre que ha acudido a dejar un manuscrito tras haber padecido cientos de rechazos. Y de esa forma se van juntando ante los ojos del narrador libros de todo tipo. Se puede dar allí tanto con un ensayo como El cultivo de las flores a la luz de las velas en una habitación de hotel cuanto con un libro de cocina que recoge todas las recetas de los platos que aparecen en la obra de Dostoievski. Una gran ventaja de esta organización: es el autor quien elige el lugar que quiere en los estantes. Puede deambular entre las páginas de sus colegas malditos antes de localizar el sitio que le corresponde en esa forma de antiposteridad. En cambio, no se acepta ningún manuscrito que llegue por correo. Hay que ir en persona a dejar la obra que no ha querido nadie, como si esa acción simbolizara la voluntad postrera de abandonarla definitivamente.

Algunos años después, en 1984, el autor de The Abortion puso fin a sus días en Bolinas (California). Volveremos a hablar de la vida de Brautigan y de las circunstancias que lo condujeron al suicidio, pero, por ahora, quedémonos con esta biblioteca fruto de su imaginería. Muy a principios de la década de 1990, aquella idea suya tomó cuerpo. Un apasionado lector creó, para rendirle homenaje, la «biblioteca de los libros rechazados». Así fue como nació la Brautigan Library, que da acogida a todos los libros huérfanos de editorial que vieron la luz en los Estados Unidos. En la actualidad se halla en Vancouver[2], en el estado de Washington. La iniciativa de este entusiasta partidario suyo seguramente habría emocionado a Brautigan, pero ¿conocemos alguna vez de verdad los sentimientos de un muerto? Cuando se creó la biblioteca, la información fue pasando por muchos periódicos, y también se la mencionó en Francia. El bibliotecario de Crozon, en Bretaña, sintió deseos de hacer otro tanto. En octubre de 1992, concibió de este modo la versión francesa de la biblioteca de los libros rechazados.

2.

Jean-Pierre Gourvec estaba orgulloso del letrerito que podía leerse en la entrada de su biblioteca. Un aforismo de Cioran, irónico para un hombre que no había salido nunca, como quien dice, de su Bretaña natal:

«París es el lugar ideal para fracasar en la vida.»

Era de esos hombres que prefieren la patria chica a la Patria, sin convertirse por eso en nacionalistas histéricos. Su apariencia se prestaba a presagiar lo contrario: tan largo y flaco, con las venas del cuello hinchadas y una intensa pigmentación rojiza, podía suponerse en el acto que la suya era la geografía física de un temperamento irascible. Pero tal cosa no era ni mucho menos cierta. Gourvec era una persona reflexiva y sensata para quien las palabras tenían sentido y destino. Bastaba con pasar pocos minutos en su compañía para dejar atrás esa primera y errónea impresión; aquel hombre daba la sensación de ser capaz de contemporizar consigo mismo.

Fue, pues, él quien modificó la disposición de sus estantes para dejarles sitio, al fondo de la biblioteca municipal, a todos los manuscritos que soñaban con encontrar un refugio. Un revuelo que le trajo a la memoria a Jorge Luis Borges, que dice que coger y dejar un libro en una biblioteca es cansar a los estantes. Hoy se han debido de quedar agotados, pensó Gourvec, sonriendo. Tenía un sentido del humor de erudito y más aún: de erudito solitario. Así era como se veía él, y era algo que se acercaba mucho a la verdad. Gourvec contaba con una dosis mínima de sociabilidad; no solía reírse de lo mismo que se reían los lugareños, pero sabía imponerse la obligación de escuchar un chiste. Iba incluso de vez en cuando a tomarse una cerveza a la taberna que había al final de la calle y a charlar de todo un poco con otros hombres: tan poco que es como si no fuera nada, pensaba; y en esos trascendentales momentos de exaltación colectiva era capaz de avenirse a una partida de cartas. No lo molestaba que pudieran tomarlo por un hombre como los demás.

Se sabía bastante poco de su vida, salvo que vivía solo. Había estado casado en la década de 1950, pero nadie sabía por qué su mujer lo había dejado al cabo de pocas semanas. Decían que la había conocido a través de un anuncio por palabras: se habían estado escribiendo mucho tiempo antes de conocerse en persona. ¿Era esa la razón de que el matrimonio hubiera fracasado? Gourvec era posiblemente el tipo de hombre cuyas declaraciones ardientes agradaba leer, por quien una era capaz de dejarlo todo, pero la realidad que estaba detrás de la belleza de las palabras era muy decepcionante. Otras malas lenguas habían andado cuchicheando por entonces que si su mujer se marchó tan pronto, fue porque él era impotente. Teoría que probablemente no era muy atinada, pero cuando la gente se encuentra con una psicología compleja, le gusta afianzarse en las cosas básicas. Así que, en lo tocante a ese episodio sentimental, el misterio seguía sin dilucidar.

Después de que se marchara su mujer, nadie supo de ninguna relación duradera, y no tuvo hijos. Resultaba difícil saber cuál había sido su vida sexual. No era imposible imaginárselo como amante de mujeres mal atendidas, con las Emma Bovary de su época. Algunas debían de haber buscado por los estantes algo más que satisfacer una ensoñación novelesca. Junto a ese hombre, que sabía escuchar puesto que sabía leer, era posible evadirse de una vida de autómata. Pero no hay prueba alguna de todo eso. Algo sí que es cierto: el entusiasmo y la pasión de Gourvec por su biblioteca nunca fueron a menos. Recibía con una atención específica a todos los lectores, esforzándose por estar al tanto y crearles un itinerario personal entre los libros expuestos. Según él, de lo que se trataba no era de que nos guste leer o nos deje de gustar, sino más bien de saber cómo hallar el libro que nos corresponde. A todo el mundo le puede encantar leer si se cumple la condición de tener en las manos la novela adecuada, la que nos va a gustar, la que nos va a decir algo y que no podremos soltar. Para lograr ese objetivo había desarrollado, pues, un sistema que casi podía parecer paranormal: al mirar en detalle la apariencia física de un lector era capaz de deducir qué escritor necesitaba.

La incesante energía que empleaba para tener una biblioteca dinámica lo obligó a ampliarla. Fue, desde su punto de vista, un triunfo gigantesco, como si los libros formasen un ejército cada vez más encanijado en el que todos y cad

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