La mitad del alma

Carme Riera

Fragmento

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La mujer que está a punto de bajar del tren, con una maleta de cuero en la mano, lleva un abrigo cruzado de solapas anchas, azul marino, y un sombrero escaso y circunstancial, más adecuado para cumplir con una moda lejana que con un invierno frío como el de 1959.

La estación, en la que acaba de detenerse el expreso, inhóspita y destartalada, si no fuera por la enorme cúpula metálica, las densas moles de las construcciones aduaneras y las numerosas vías, parecería de repertorio. Una estación demasiado semejante a cualquier otra de la época para que su vocación internacional pueda redimirla de un entorno de mugre. Por eso, quizá, no merece la pena que pierda ni una línea en referirme al denso olor a carbonilla, a las desvencijadas marquesinas llenas de grietas ni a las paredes desconchadas o con grandes moratones para que usted se haga una idea del lugar. Le confieso que mucho más que en la estación, me gustaría que se fijara en la figura de esa mujer que acaba de bajar del tren en una ciudad que no es la suya, donde probablemente no conoce a nadie, donde no sabemos si alguien la espera. Ignoro si el andén está lleno o si, por el contrario, no hay un alma y, aunque la circunstancia sí tiene interés —¡ojalá hubiera mucha gente!—, me pregunto si vale la pena tomar el detalle en consideración.

Si el andén está vacío, la mujer arrastra a ratos la maleta, otros se detiene para cambiarla de mano y descansar unos instantes. Si el andén está lleno, la mujer trata de abrirse paso dándose toda la prisa que le permiten sus pocas fuerzas, procurando esquivar a los viajeros que corren en sentido opuesto para no perder el tren, que está a punto de salir, procurando no ser atropellada por los que como ella acaban de llegar. Sin embargo, el hecho de estar sola o rodeada de gente apenas cambia nada. No modifica su expresión abstraída ni su voluntad de seguir adelante. Si nos acercáramos, veríamos que, bajo sus ojos, de un verde indeciso, lleva tatuado un cansancio violeta. Sin embargo, la belleza de su cara golpea la retina de los más observadores que, a pesar de su prisa, aminoran el paso y vuelven la cabeza para mirarla de nuevo.

Si el andén está lleno, puede que alguien, entre los recién llegados, se le ofrezca para llevarle la maleta y acompañarla hasta el hotel. Pero ella, seguramente, seguirá adelante haciendo caso omiso de ayudas y proposiciones. Antes de salir mirará el reloj que pende de una viga, un reloj grande y enlutado, en cuya esfera, orlada por un marco también negro, las agujas señalan una hora imposible, y consultará el suyo de pulsera para comprobar que las manecillas del reloj ferroviario se confunden. La oscuridad es demasiado densa para que sean las seis de la mañana o de la tarde ya que la estación no está situada en ninguna ciudad del norte de Europa, donde el sol se permite llevar vida de convaleciente: se levanta tarde, casi a mediodía y se acuesta después de comer. Aquí si algo sobra es luz. Pero ahora es de noche, más de las diez, como ha podido comprobar ella en su reloj y yo en el mío, y por eso es necesario que deje de escribir, recoja mis pertenencias y me prepare, tal y como indica a los viajeros la voz que anuncia, entre el rechinar de los frenos del expreso, que estamos llegando a Portbou.

Así, camino de Portbou, con la intención de buscar unas coordenadas parecidas que me permitieran incidir en algunos puntos de similitud, empecé a escribir esta historia. Sin embargo, le confieso que por entonces me aferraba a la esperanza de no tener que contársela, de poder interrumpirla en cualquier momento, feliz de haber encontrado el motivo que convertiría estas páginas en inútiles. Tenía la intuición de que sería de Portbou, o de sus alrededores, la única persona que podría darme referencias de la mujer del abrigo azul y el sombrero escaso. Estaba segura de que si me veía, si volvía a verme por la calle, en la playa, en el puerto, comiendo o cenando en el España o en La Masía, caería en la tentación de acercárseme, como hizo en Barcelona hace casi dos años, y contestaría a mis preguntas sin hacerse de rogar. Pero por si me equivocaba buscándole en Portbou, por si no llegaba a encontrarle, continuaba tratando de rehacer los pasos de la mujer que la noche del 30 de diciembre de 1959 bajó de un tren procedente de Barcelona y dejó constancia de ello en una carta.

Amor mío —escribió—, estoy en Portbou. Son casi las doce. Al bajar del expreso de Barcelona, no hace ni dos horas, he comprobado que el reloj de la estación estaba parado a las seis y lo he tomado por una buena señal. Todo cuanto no marque nuestra hora está fuera del tiempo y fuera de nuestro tiempo nada me importa. Llevo el abrigo azul y el sombrero del mismo color que tanto te gustaba. Hace frío. Me he vestido como cuando nos conocimos para enlazar directamente con aquellos días, como si el tiempo transcurrido desde entonces no contara, como si nunca hubiera pasado…

Es poco probable, casi diría que imposible, que usted estuviera allí, en la estación de Portbou, hace más de cuarenta años y por algún azar maravilloso además de fijarse en aquella mujer, como los que se volvían para mirarla, hubiera llegado a trabar relación con ella. Pero tal vez pudiera ser usted la persona que después de comprobar su identidad, y darle la llave, la acompañó hasta su cuarto. Quizá usted, a quien no he podido encontrar en ninguno de los hoteles abiertos porque ya no trabaja y se dedica a sus ocios, entre los que destaca la lectura, era entonces el dueño, el recepcionista, la encargada de un hostal que ya no existe, de un hotel cerrado hace décadas, en la actualidad reconvertido en apartamentos, cuyo nombre, Hotel de Francia, y dirección figuran en un viejo listín telefónico. Ojalá que a pesar del tiempo transcurrido no haya olvidado a los huéspedes que, por sus especiales características, destacaban entre la mayoría anodina de clientes, como sería el caso de la mujer del abrigo cruzado y el sombrero ocasional, y pueda darme algún detalle, algún dato de los muchos que desconozco.

O usted pudo ser testigo del encuentro con el hombre a quien sospecho había ido a buscar, si no a Portbou, a cualquier otro lugar de la Provenza, probablemente a Avignon y se acuerde de cómo era o sea capaz de identificarle. Aunque será mejor que no me haga ilusiones. Cuarenta años son demasiados para que alguien conserve memoria de pormenores que no le conciernen, fuera hotelero, recepcionista o simple paseante. Además por aquel entonces usted que me lee quizá no había nacido. Y si lo había hecho, si tenía usted los años suficientes para andar por el mundo, seguro que nada se le había perdido en Avignon o en Portbou. Menos aún en la estación fronteriza, el miércoles 30 de diciembre de 1959. Ha contemplado, eso sí, una secuencia semejante en alguna película o incluso ha podido leer una descripción parecida en cualquier novela, ya que hay muchas por las que transitan trenes. La escena, además, no tiene nada de extraordinario y si no fuera por la indumentaria de esa mujer, por el sombrero en desuso y la maleta de cuero demasiado grande y sin ruedas, cuyo peso llama la atención, usted mismo aseguraría que en cualquier andén de sus viajes se ha encontrado con una mujer joven y guapa arrastrando el equipaje. Yo, al menos, he visto muchas. Hace casi dos años que soy adicta a las estaciones, en especial a las del sur de Francia, a los trenes que enlazan Barcelona con Portbou

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