1.
Hace un calor del demonio.
Son las diez de la noche pero el termómetro no baja de los treinta y cinco grados. A pesar de los manguerazos del camarero, el asfalto sigue hirviendo y contribuye a mantener un ambiente tórrido y asfixiante. Camino lleva una camisa verde oliva y una falda blanca de lino que realza sus piernas bronceadas. La estira cuanto puede para evitar el contacto con la butaca de plástico que se le pega al culo. Se ha recogido el largo cabello rubio en una coleta y se ha puesto unos pendientes verdes a juego con la blusa. Hace menos de media hora que ha salido de casa recién duchada, pero ya ha roto a sudar de nuevo. Se mira bajo las axilas y comprueba disgustada que se le han formado los cercos oscuros que tanto detesta. Saca el abanico del bolso y trata de airearlos, pero se detiene con disimulo cuando divisa a Paco en la distancia. A él no parece pasarle factura el calor. Va lidiando con sus dos muletas con destreza. Lleva una camisa floreada al más puro estilo hawaiano y un pantalón corto con bolsillos a los lados. No está acostumbrada a un estilo tan informal, aunque reconoce que le sienta bien. Como siempre que le ve, se le hace un nudo en el estómago y se vuelve terriblemente torpe. Para aparentar normalidad, agarra el botellín y lo vacía de un trago. Después juega con él, pasándoselo de una mano a la otra mientras Paco acaba de llegar.
Tras salir del coma, los doctores fueron muy cautos sobre la posibilidad de una recuperación total. Uno incluso llegó a decir que no volvería a andar; se equivocaba. Al inspector Arenas no le gana nadie a testarudo y él estaba decidido a reponerse. Así que eso es justo lo que está haciendo. Ella sonríe al ver cómo se esfuerza en los últimos pasos. Ahora se da cuenta de que él también está sudando a mares, pero no aparenta importarle lo más mínimo. Le parece increíble el cambio operado en solo un par de meses.
—Estás más gordo —le suelta por todo saludo cuando alcanza la terraza del bar.
—Falta me hacía —Paco sonríe. Eso en boca de Camino es un halago. Ni sabe ni quiere hacerlo mejor—. El hospital me dejó en los huesos, parecía un puto esqueleto.
—Tampoco es que hayas sido nunca un luchador de sumo.
—Pues tú en cambio estás muy bien.
Camino se sonroja. Según los cánones de belleza actuales, le sobran diez o quince kilos. A ella esos estándares sociales le importan un pimiento. Ya hay bastantes reglas que obedecer en la vida de adulta como para autoimponerse alguna más. Además, le gusta su cuerpo de curvas generosas compatible con una buena forma física. Pero aún no se acostumbra a los nuevos modos del inspector. Antes jamás le hubiera lanzado ni medio piropo. También con respecto a ella se ha obrado un cambio desde que salió del coma. Y eso es algo que le da mucho vértigo, aunque se acerca al borde del precipicio cada vez que puede y mira de frente a sus propios miedos. Está dispuesta a vencerlos.
—¿Qué tal el fin de semana? —Paco lanza la pregunta al aire, como si fuera poco más que una fórmula de cortesía, pero está lejos de serlo y Camino lo sabe. Lo ve en el fondo de sus ojos. Curiosidad, intriga, y algo más que atisba y no acierta a descifrar. ¿Celos?
—Normal, lo de siempre —dice ella con una mueca de quitarle importancia.
—¿Saliste a bailar?
—Había campeonato de salsa en el Azúcar. Quedamos los terceros.
—No está mal. ¿Qué se cuenta Víctor?
Víctor es el compañero de baile de Camino. Hacen una pareja desigual. Él, con diez años menos, espigado y finolis; ella, tosca y regordeta, muy distinta a las jóvenes esbeltas que frecuentan la academia. Pero cuando se juntan los dos, se compenetran como nadie y a menudo acaban cediéndoles el centro de la pista.
—Ha roto con su novio. Tuve que emborracharme con él después de los bailes.
—Qué coraje, lo que hay que hacer por los amigos.
—Lo que haga falta —Camino hace una seña al camarero para que traiga otros dos botellines.
—Pues se ve que os pillasteis una buena cogorza, todavía se te notan las ojeras.
—¿Cuándo vuelves al tajo? —ella cambia de asunto. Lo cierto es que se ha despertado esta mañana en la cama del speaker que animó la competición, un cubano mestizo de pelo afro que la hipnotizó con su forma de moverse y con los mojitos que aparecían en sus manos como por arte de magia. Desde que Paco salió del coma había dejado a un lado su parte más promiscua, y ahora se siente rara. Se ha despertado con un remordimiento absurdo y ha salido pitando del piso del cubano, que estaba preparando un desayuno al estilo de la isla y se ha quedado con un palmo de narices y el mandil puesto sobre los slips de superhéroe.
—Dame un respiro, anda. No hace ni dos meses que me mandaron a casa.
—Ni hablar. Vuelve ya, estoy harta de ser la jefa.
—Pues yo creo que se te da bien.
—No digas tonterías.
—De hecho, creo que deberías seguir así.
—¿Así, cómo?
—Como hasta ahora. Coordinando el Grupo de Homicidios.
Camino entorna los ojos. Deja pasar unos segundos, el tiempo de calibrar las palabras del inspector.
—¿Y tú? —dice, temiéndose la respuesta.
—Yo ya estoy viejo. Es hora de pasarme a la fila de atrás.
—Pero bueno, ¿es que esa bala que tienes ahí metida te está friendo el cerebro?
—La bala está quietecita. Y que siga así.
Camino se muerde el labio. A veces se pasa de bruta.
—Perdona. Pero, ¿puedo saber a qué viene eso?
—Solo estoy pensándolo.
—Pues no lo pienses más. Te necesitamos.
Paco da un trago a su cerveza y coge la carta. Estudia el listado de raciones como si acaso no se las supiera ya de memoria.
—¿Unas puntillitas?
—Adobo —ella le mira desafiante.
—Las dos cosas.
—Tú mismo. Ya verás qué pechá nos vamos a pegar —Paco sabe tan bien como ella que las raciones son enormes. Pero no será Camino quien se acochine. Si quiere pedir, que pida. Y que se ponga gordo.
—Estupendo —dice él mientras llama al camarero por su nombre de pila y sonríe satisfecho. Ha logrado su objetivo: aparcar el tema.
Camino se percata demasiado tarde. Intuye que no tiene que apretarle más, pero no le ha gustado lo que ha oído. Ella cuenta los días para que Paco Arenas regrese a la Brigada y tome los mandos del Grupo de Homicidios. No es solo que a ella no se le dé bien dirigir un equipo, es que le echa muchísimo de menos. Y así, al menos tendrá la excusa de verle a diario.
—Ya se ha jubilado Teresa —deja caer como quien no quiere la cosa.
—¿Ya?
—Cumplió los sesenta y cinco la semana pasada.
—Vaya, cómo pasa el tiempo. Estaría feliz.
—Como unas castañuelas. Dice que va a dedicarse a ser abuela a tiempo completo.
—Pues tiene para entretenerse.
—Ya lo creo. Ocho polluelos. Por cierto, está organizando una barbacoa en su casa. Vendrás, ¿no?
—No lo sé.
—Vamos, tienes que ir. Todos están deseando verte así de recuperado.
Paco frunce el ceño. La verdad es que le apetece reunirse con su equipo. Y despedir por todo lo alto a la mujer policía más veterana de Sevilla. Pero teme que traten de convencerle igual que Camino. Y, aunque a ella aún no se lo reconozca, lo tiene decidido. Ya ha pasado demasiados años de su vida entregado a la profesión. Le faltó poco para no contarlo, y no quiere ponerse en riesgo de nuevo. Quiere vivir, y quiere tomar las decisiones que siempre fue relegando.
—Me lo pensaré. ¿Quién vendrá en sustitución de Teresa?
—Ya ha venido, empezó el martes pasado. Eva Gallego. Evita, quiere que la llamen. Como si tuviera seis años.
—¿Y qué tal?
—Un poco desaboría. Y habla como una señorita, toda fina ella. Además, está muy verde.
—Habrá que enseñarla.
—He pensado en poner a Fito de pareja con ella —en los últimos tiempos, Camino se ha acostumbrado a contarle las decisiones a Paco y dejar que le dé su opinión. Es lo que tanto necesitó cuando él entró en coma y a ella le asignaron de forma provisional la Jefatura del Grupo de Homicidios. Se sintió terriblemente sola, sin su amigo y su mentor. Así que ahora que puede, se aprovecha.
—¿A Fito? ¿Por qué a él?
—Por ser subinspector. Es el único que no es de la escala básica.
—Si ese es tu criterio, Fito no es el único.
—¿Yo? —ella ve por dónde va—. Lo que me faltaba. Adiestrar a una pipiola.
—Es lo que hice yo contigo.
—Yo no estaba tan verde.
—Que te lo crees tú.
Camino suelta un bufido que hace reír al inspector.
—Viene de Seguridad Ciudadana, pero parece que viene de Dora la exploradora.
—No seas mala.
—Que no, que cada vez entran más perdidos, de verdad.
—Eso mismo decía yo.
La carcajada de Paco se oye en toda la terraza.
—Menos guasa, tú. Ya sabes que no tengo paciencia para esas cosas. Y con el hablar redicho que se gasta, me saca de quicio. No la aguantaría ni media jornada. ¿Ves como tienes que volver? Tú enseñas a la pipiola y yo sigo a lo mío.
—Claro, claro. Anda, cuéntame con qué estáis ahora.
A eso el veterano no se puede resistir. Dieciocho años en Homicidios son muchos años.
—Nada importante. Algunos casos antiguos sin resolver, alguna que otra desaparición.
En ese momento ve a Rafa, el hijo de Paco, acercarse con el perro. Ella achina los ojos. Siempre aparece. Está segura de que le manda Flor, a quien nunca le ha gustado Camino y de la que no se fía nada. Y hace bien.
—Hola —saluda Rafa cohibido.
—Hola. Dile a tu madre que voy en un rato, ¿vale?
—Vale. Voy a dar una vuelta a Mago.
—Muy bien, hijo. Hasta luego —Paco acaricia al perro, un mastín canela de orejas caídas y pelaje tupido que mueve la cola feliz de haberlo encontrado.
El chico se despide con una mano y tira de la correa, pero Mago quiere quedarse con ellos. Se hace un silencio embarazoso hasta que Rafa consigue retomar su paseo y perderse en la distancia. Lo rompe Camino un minuto más tarde, intentando aparentar normalidad.
—¿Qué tal está Flor?
Paco se revuelve incómodo en su silla. Le sale un tono demasiado frío.
—Bien, como siempre.
Permanecen callados. Ninguno sabe cómo seguir. Antes nunca les había hecho falta pronunciar muchas palabras para entenderse. Ahora ni siquiera las palabras llegan. Es más, parece que entorpecen.
Como cada vez que Rafa se deja ver, el clima de confianza se ha roto. Y como siempre que eso ocurre, Paco acaba mirando el reloj y diciendo lo mismo. Siempre lo mismo.
—Se ha hecho tarde. ¿Quedamos el domingo que viene?
2.
Tres de la mañana.
A pesar de que el sol se ocultó hace bastantes horas, el calor sigue siendo sofocante. Sin embargo, las tres personas que van en el todoterreno negro están cubiertas de arriba abajo. Pantalones largos, camisetas de manga larga, botas de campo por encima de los tobillos. Todo de un riguroso negro, como la noche de luna menguante elegida para la ocasión.
Recorren un camino polvoriento desde hace varios minutos. En el interior del coche no se oye otra cosa que el suave rugido del motor y el golpeteo nervioso de unos dedos en el volante. Las uñas repiquetean sin tregua de una forma que irritaría a cualquiera, pero nadie se queja dentro de ese vehículo. Cada uno está a lo suyo, quizá sumido en qué pasará si algo sale mal, quizá tan solo concentrado en la tarea que tienen por delante. Al girar en una curva pronunciada, el copiloto hace una seña al conductor, que asiente de forma casi imperceptible. Apaga el motor y continúa en punto muerto por una ligera cuesta varias decenas de metros más. Cuando el automóvil se para por sí mismo, echa el freno de mano y mira a los otros dos, que asienten al unísono. El copiloto abre una mochila y extrae de ella tres pares de guantes de látex. Entrega dos de ellos a sus compañeros, que se los enfundan sin pérdida de tiempo. A continuación saca tres pasamontañas y repite la operación de reparto. Ahora sus rostros permanecen tapados, dejando solo a la vista seis ojos graves pero decididos. El conductor señala su reloj. Los otros dos consultan el suyo. Las miradas no dejan lugar a dudas: ha llegado el momento. Sin más, salen del coche y se dirigen hacia su objetivo.
3.
Laura le da la vuelta a la almohada.
Está empapada en sudor, igual que ella. Lleva tres horas caracoleando en la cama y ya no sabe cómo ponerse. Se resigna a la certidumbre de que el sueño hoy no va a acompañarla y enciende el flexo. Sus ojos buscan el teléfono y, aunque anticipa el resultado vano de su acción, igualmente lo agarra, comprueba que funciona, que no ha recibido nada, y llama por enésima vez al móvil de su marido. La señal de apagado le hace sentir la misma desazón que el resto de las veces anteriores. ¿Dónde está Gerardo? Repasa cada momento que han estado juntos desde que se levantaron y sigue pensando que no había nada raro en él. Al contrario. Todo sucedió como tenía que suceder. Se despertaron e hicieron el amor con ternura, igual que cada domingo. No es que hayan entrado en la rutina tediosa de esas parejas que relegan el sexo a los fines de semana, pero los domingos son especiales para los dos. El único día en el que ella no tiene que madrugar y pueden regalarse una mañana donde las prisas no tengan cabida, de caricias y mimos, de sexo pausado, de lamer y morder y chupar y gemir y frotar y bajar y subir y cambiar de posición y volver a empezar y mirarse a los ojos mientras se funden el uno en el otro y sonreírse como si fueran dos adolescentes que se acaban de enamorar pero con la ventaja de conocer al milímetro el cuerpo del amante. Después de un orgasmo pletórico y simultáneo, entrenado en los años de experiencias conjuntas, se quedaron abrazados dormitando un rato más y luego él le dio un beso en los labios, le dedicó una mirada apreciativa a su cuerpo desnudo y se levantó a preparar el café y las tostadas permitiendo que ella remoloneara durante unos minutos. Cuando todo estuvo listo, la llamó desde la cocina y ella apareció con una camiseta de él y el sueño aún prendido a las pestañas. Desayunaron viendo las noticias, otro futbolista que ha defraudado a Hacienda, otro naufragio de una barca en el Mediterráneo, otra inundación en un país caribeño que necesitará años para rehacerse de la catástrofe. Ella hizo un comentario triste y Gerardo apagó el televisor. «A mí nadie me va a amargar el desayuno contigo», dijo besándola de nuevo y rellenando las tazas de ambos, y ella sonrió y contestó que tenía razón, que solo contaban ellos dos, y le puso una cucharada de azúcar extra a cada uno para endulzarlo más, porque sí, porque la vida se componía de momentos como ese y era de una grisura tremenda afligirse por algo que no podía cambiar. Gerardo la miró de esa forma que solo la mira él y le dijo que es por esas cosas por las que la quiere cada vez más.
Los domingos son los días más concurridos en el restaurante que regenta Gerardo, de modo que él siempre anda por allí un par de horas antes de que los platos comiencen a servirse. Se duchó, se arregló las patillas y salió de casa pertrechado con una gran sonrisa. Llevaba unos pantalones chinos cámel y un polo rojo de Ralph Lauren a juego con las abarcas. Estaba tan impecable como siempre.
Ella dedicaría el resto de la mañana a sí misma, cuidándose y consintiéndose lo que no había podido durante la semana. Se extendió una mascarilla facial, se hizo la pedicura y preparó un baño de sales aromáticas en el que se solazó durante una hora larga. El plan era tumbarse en la terraza a terminar una novela romántica que la tenía arrebatada y después, cuando dieran las cuatro, acercarse al restaurante. Para esa hora el jaleo habría disminuido y Gerardo podría sentarse con ella a degustar un arroz con pulpitos, el plato estrella de la casa y también el preferido de ambos. Pero cuando salió de la bañera vio que el móvil parpadeaba con esa cadencia cansina que acaba venciendo el deseo de ignorarlo. Comprobó que la llamada provenía del restaurante y la devolvió con una sonrisa en los labios que se le quedó congelada, porque a su «dime, cariño» no contestó Gerardo. Era Mateo, el jefe de sala, y preguntaba por su marido. Le esperaban desde hacía mucho y no eran capaces de dar con él. Ella le confirmó que había salido un par de horas antes. Y ahí era donde se perdía la pista.
Ahora Laura alcanza el papel que yace sobre su mesita de noche y lo relee con angustia. Es la denuncia que ha puesto en la policía. «No esperes a que pase el tiempo, las primeras horas son cruciales, denuncia cuanto antes.» Está harta de oírlo en las campañas pagadas con el dinero de los ciudadanos. Pero a la hora de la verdad, nadie la ha tomado en serio. «¿Que no ve a su marido desde esta mañana?» «Espere un poco, mujer.» «¿Seguro que no habían discutido?» Ha tenido que insistir mucho para dejar interpuesta esa maldita denuncia, y no ha escatimado ni un solo detalle. Ni la pulsera de hilo trenzado con los colores de la bandera española, ni el premolar torcido que nunca quiso arreglarse, ni la cicatriz que le dejó la operación de la rodilla izquierda. Porque por mucho que le digan, ella sabe que no es una desaparición voluntaria. A su marido le gusta su vida. Le gusta ella, le gusta su negocio, le gusta todo, carajo. Se lo repite como un mantra, hasta que, poco a poco, el tono monótono y el cansancio emocional van haciendo mella y acaban adormeciéndola. Para cuando despuntan los primeros rayos de luz, Laura está soñando con que Gerardo vuelve a casa. Con que el día de ayer fue solo una pesadilla y lo que ahora se proyecta en su cerebro es la única realidad. A la que necesita aferrarse con todas sus fuerzas.
4.
Las tres sombras apenas se distinguen en la noche.
Pero si uno se fija, podrá advertir las diferencias. Mientras que la mayor ronda los dos metros y es grande y corpulenta, la más pequeña no excede en mucho el metro y medio de altura. Las tres, sin embargo, se mueven con agilidad entre la arboleda. Orillan un cobertizo descuajeringado y continúan hasta llegar a la altura de la valla. La bordean y localizan el lugar en el que alguien ha abierto con unas tenazas un agujero a ras de suelo de unos cuarenta centímetros, suficiente para pasar reptando a través de él.
Una vez dentro del recinto, avanzan en fila india hasta el edificio señalado. La sombra más pequeña saca de su mochila una ganzúa y una llave de tensión. Manipula con pericia la cerradura hasta forzarla. Al abrir la puerta, la claridad blanca que emana del interior las ciega por un instante. Se separan unos metros hasta permitir que sus pupilas se autorregulen. Cada paso, cada gesto parece estudiado y planificado a la perfección. Se introducen en la nave, en la que focos de gran potencia las trasladan a una realidad diferente, donde es pleno día. Donde la noche de la que provienen ni siquiera existe.
Es un lugar de todo punto artificial. La temperatura y la luz se ajustan de forma automática, así como la humedad y la ventilación. No tiene nada que ver con lo que hay de puertas para afuera. Tecnología punta en mitad de la nada. Todo está sistematizado, mecanizado. Todo menos la mierda. Porque a esas alturas, las tres llevan el calzado hasta arriba de mierda.
—¡Aquí! ¡Rápido, vamos!
Abren las compuertas y decenas de gallinas salen en estampida. Es como si hubieran destapado un grifo a presión. Hay cinco pisos de jaulas en batería, unas encima de las otras. En cada jaula hay en torno a quince gallinas confinadas, en un espacio tan reducido que no pueden ni tan siquiera extender las alas. Tienen los picos mutilados y las patas heridas por las bases de alambre que las separan del piso inferior. En una sincronización perfecta, las sombras van abriendo compuerta tras compuerta. El ruido ahora es ensordecedor. Las aves corren con todas sus fuerzas, aleteando y cacareando. Traspasan la puerta de entrada y salen, por primera vez en su vida, al campo abierto.
Las tres sombras las siguen. Saben que ellas también tienen que huir como las gallinas, pero, por unos segundos, se permiten observarlas. Observar a esos seres escapar de la esclavitud, del hacinamiento, de una vida miserable que no es ni siquiera vida, porque, hasta entonces, han sido tratadas como mercancía que explotar produciendo un huevo tras otro. Ahora, por fin, son libres. Y presenciar ese trance les parece de una belleza sin igual. De una satisfacción interior que pocas cosas más les depararán en sus anodinas existencias. Pero se acabó. El tiempo apremia. A un nuevo gesto, las tres corren, sumándose a la fuga para desandar el trayecto. En el mundo quedan muchos más animales que liberar.
Lunes, 7 de octubre
5.
Camino entra en la sala de briefing.
Mira la cafetera con pena: está vacía. Desde que Teresa se jubiló, nadie le toma el relevo en el arte de prepararla cada mañana. Fito sostiene un vaso de plástico con el brebaje inmundo de la máquina que hay en la primera planta. Lupe ha empezado a traerse el termo de casa. Pascual se pilla un capuchino en el Starbucks de Puerta de Jerez y se cruza la avenida dando un paseo al tiempo que se lo bebe, como los yanquis. Y la nueva..., de la nueva mejor ni hablar. No toma café. Camino no se fía de la gente que funciona sin café. Todo lo más que le ha visto prepararse es una infusión de rooibos. Al menos podía beber té de toda la vida.
—Buenos días —la inspectora alza la voz para hacerse oír entre el parloteo.
Todos le devuelven el saludo y van abandonando las conversaciones. Les ha reunido para repartir las tareas, pero últimamente Sevilla está tranquila.
Hace un calor impropio de octubre. Los meteorólogos no dejan de hablar de una nueva ola de calor. La sala está caldeada ya a esas horas. Camino se agobia nada más entrar.
—¿Qué pasa con el aire acondicionado?
—Sigue averiado.
—No hay café, no hay aire.., ¿así cómo quieren que trabajemos?
—Al menos tampoco hay muertos —se consuela Pascual Molina, el oficial grandullón, con dos metros de altura y unos ciento diez kilos de peso. Pero ni su tamaño ni el bigote de guardia civil tardofranquista imponen demasiado en cuanto uno le mira a los ojos y comprueba que tiene una cara de buenazo que no puede con ella.
—Con este calor a ver quién mata.
Eso último lo ha dicho Evita Gallego. Sus compañeros se giran a mirarla. Cómo se nota que es nueva en Homicidios. Pero parece que, más que nueva, es recién nacida. Todo el mundo sabe lo que ocurrió en Sevilla durante la última ola de calor. Aún perduran los ecos del caso que tuvo en jaque a la ciudad entera.
—Matar no matan, pero atracan granjas. El calor afecta a las molleras —dice Águedo. Se acaba de incorporar de una baja por haberse torcido el tobillo surfeando durante el permiso de paternidad, y Camino todavía no sabe muy bien cómo abordarle.
—¿Granjas? —Lupe le mira distraída.
—¿No lo has visto en el periódico? —Águedo teclea en su ordenador y busca la noticia en el apartado «Provincia» de El Diario de Sevilla. Después lo voltea y se lo alcanza a su compañera.
—«Allanamiento de granja industrial.» —Lupe lee en voz alta—: «En la noche de ayer, varios encapuchados se introdujeron en las instalaciones que el Grupo Huevos Martínez tiene en el término municipal de El Viso del Alcor y procedieron a la suelta de las aves de su propiedad. Aunque parte de ellas han podido recuperarse, se estima que en torno a ochenta gallinas ponedoras continúan extraviadas, lo que supone una merma económica para la empresa, que ya anunció el mes pasado que con la nueva normativa impuesta por la Unión Europea sus beneficios disminuirían ostensiblemente...»
—Espera, espera —Fito la interrumpe con una sonrisa de oreja a oreja—. O sea, que los notas se han metido en la granja y han dejado a las gallinas en libertad. ¡Putos cracks!
—¡Exacto! ¡La liberación de las gallinas ponedoras! —Águedo prorrumpe en una carcajada estruendosa.
—De verdad, ni que no hubiera problemas en el mundo —Lupe cabecea, atónita—. Ya podían emplear su tiempo en algo útil. Ayudar en un comedor social o echar la tarde con viejitos que no tienen a nadie. Pero... ¿rescatar gallinas? ¿En serio?
—Esa granja ya ha sido objeto de polémica otras veces —tercia Pascual—. Las tienen en unas condiciones deplorables.
—Qué puesto estás.
Camino se empieza a aburrir, así que ha usado su tono más mordaz. Pero Pascual quiere aclarar el tema.
—Yo siempre compro huevos con el código cero. Si me pilla mi hija con otros, me tira la tortilla a la cara.
—¿Código cero? ¿Y eso qué demonios significa? —pregunta Fito.
—De producción ecológica. A medida que sube el número, menos derechos para las gallinas.
—Bueno, ya está bien. Una cosa es que no haya asesinos sueltos por las calles y otra que nos pasemos la mañana hablando de huevos.
—Para una vez que estamos tranquilos, jefa.
—No habrá muertos, pero hay desaparecidos. Cuatro más en el último mes —Camino lanza la carpeta de cartulina marrón al centro de la mesa. Fito la recoge y comienza a hojearla.
—Este es nuevo.
—Lo denunció ayer su mujer. Salió de casa por la mañana en dirección al trabajo pero nunca llegó.
—Se iría de picos pardos, seguro que le tenía harto.
Las cabezas se giran hacia Águedo. Sabe que, desde que en la Brigada hay mayoría de mujeres, debería andarse con más ojo. Pero se divierte con esas bromas.
—Harta estará tu mujer de ti, que te pillaste la paternidad para coger olas.
—Es que en Cádiz se estaba más fresquito. Además, de vez en cuando la ayudaba.
—¿La ayudabas? —a Lupe se la ve dispuesta a tirársele a la yugular.
Camino pone los ojos en blanco. Se siente como una maestra de primaria. Todo el día riñendo, todo el día espoleando para que se centren. «Que vuelva Paco, por Dios.»
—Ya vale. Hay que repasar el historial de todos y ponerse con el último.
—No son crímenes de sangre —apunta la nueva.
—¿Cómo?
—Yo creía que aquí se investigaban crímenes de sangre. Por eso pedí este destino. Estas personas solo están desaparecidas, se habrán cansado de la vida familiar. Pasa todos los días.
—Qué cobardes, y se van sin decir nada —se crece Lupe.
A Camino se le empieza a calentar la sangre. Mira que habla poco la redicha, pero cuando lo hace, lo borda. Y encima va Lupe y la apoya.
—A ver, Gallego.
—Me llamo Evita.
—Aquí te llamas Gallego. Esa es una de las primeras cosas que tienes que aprender. Que, mientras yo sea la jefa, te llamas como me parezca y haces lo que yo diga. Y que aquí se investiga lo que a mí se me ponga en los ovarios investigar. ¿Estamos? —Evita baja la cabeza con gesto enfurruñado—. ¿Estamos? —Camino alza la voz. Los demás miran sus notas, su móvil, un cuadro en la pared de enfrente. Les falta silbar.
—Estamos.
—Entonces vamos a investigar esos casos.
La inspectora coge de nuevo la carpeta. Está pensando en cómo hacerlo cuando el subinspector alza la voz.
—Solo el cinco por ciento de las desapariciones están consideradas de alto riesgo.
¿Fito también? Camino no da crédito. Ese policía pagado de sí mismo le hizo la vida imposible cuando comenzó a coordinar el Grupo de Homicidios, pero creía que las cosas se habían limado entre ellos. Su suspiro resuena en toda la estancia.
—¿Qué quieres decir, Alcalá?
—Nada, que la nueva tiene parte de razón. La mayoría de los desaparecidos lo son por voluntad propia.
—Pues hoy nos vamos a dedicar a descubrir si estos también lo son. ¿Algo más que objetar? —repasa a todos con expresión crispada. No se oye ni un parpadeo—. Muy bien, pues en marcha. Alcalá, ponte con el último desaparecido. Estudias el expediente y le haces una visita a la mujer de ese hombre, a ver si es verdad que se ha fugado —Camino se queda pensativa un momento—. Vete con él, Quintana.
Lupe asiente sin disimular su satisfacción. Cuando empezó a trabajar en Homicidios, solo hacía el papeleo. Le costó mucho que la inspectora confiara en ella, y sabe que su implicación determinante en el caso Progenie la ayudó a que cambiara la forma de verla. No es que el engreído de Fito sea su compañero predilecto, pero es subinspector y un tipo serio en lo profesional. Está segura de que si deja a un lado los prejuicios, podrá aprender mucho de él.
Evita la mira recelosa. «Qué suerte», piensa. Tenía la esperanza de que la mandaran con Fito, aunque fuera solo para recrearse la vista, que a ella con su novio le va bien. Pero el subinspector le parece el hombre más atractivo del planeta. Con esa mandíbula cuadrada oscurecida por la barba de un día, esos ojos penetrantes que conjuntan tan bien con la sonrisa cínica y el humor ácido que rara vez abandona. Y su cuerpo tampoco lo pone fácil, la camiseta se pega a sus bíceps como cualquier mujer hetero en la Tierra desearía hacer. Y ese culo... Qué culo tiene ese hombre.
—Águedo, tú te pones con el segundo desaparecido —prosigue la inspectora, ajena a lo que pasa por la cabeza de la nueva—. Hale, a currar.
—¿Y yo? —la mente de Evita regresa a la sala al darse cuenta de que no le han encomendado nada.
Camino lo piensa un segundo antes de decidirse. Se acuerda de la conversación con el inspector Arenas. Evalúa las opciones. Ella valora mucho los consejos de Paco. Mucho. Pero no tanto como para cargar con la nueva.
—Te quedas con Águedo a ayudarle en lo que necesite. Y vas tomando nota de todo —después mira a Pascual—. Molina, tú conmigo. Vamos a tener una charla con los padres del primer desaparecido, que ya lleva mucho tiempo sin dar señales.
—¿Con los padres? No recuerdo que fuera menor.
—Tiene cuarenta y dos años, pero vivía con ellos.
—Con cuarenta y dos tacos —Lupe reniega y suelta un juramento. Solo de pensar que su Jonás pueda emular esa hazaña se le ponen los pelos de punta.
—Sí, mi alma, es lo que hay. En este país no sueltan la teta de mamá hasta la jubilación —y con una media sonrisa, como si le hubiera leído el pensamiento—: Prepárate para lo que te espera.
Ahora sí, Camino da por zanjado el reparto de tareas y se pone en pie. Pascual la sigue y se alegra de que los cambios no hayan ido con él, temía que con la irrupción de una persona nueva se reorganizara el equipo. Se ha acostumbrado a ser el adjunto de la jefa y a todas sus excentricidades. No es que puedan considerarse amigos, pero le ha tomado algo parecido al afecto. Para bien o para mal, Camino Vargas está ya dentro de su zona de confort.
6.
—Aquí es.
Camino pulsa el timbre y ambos oyen el ruido de pasos cansados. Les abre una mujer de unos setenta años con pelo corto blanco y mirada amable. Está algo obesa. Lleva pantalones de tela ligeros, camisa de sisa apretada de la que emergen unos brazos rollizos y sandalias de esparto. Ropa de manufactura barata pero que ella porta con una elegancia modesta.
—Buenos días. Camino Vargas, inspectora del Grupo de Homicidios de la Brigada Provincial. Él es el oficial Pascual Molina.
A la mujer le tiemblan las rodillas, le cambia la expresión y parece que va a desfallecer. Pascual se da cuenta de lo que pasa por su mente y se apresura a aclararlo.
—Aún no sabemos nada de su hijo. Solo queremos hacerles unas preguntas para ayudar a encontrarlo.
—Gracias a Dios. Entren, por favor.
Pasan a un salón humilde, de sillones vencidos por el uso y muebles atestados de fotografías. De pie hay un hombre de aproximadamente la misma edad de la mujer. Tiene una barriga que se muestra en todo su esplendor por encima del cinturón, cabello aún negro veteado de canas sobre unas orejas de soplillo, barba cerrada y aspecto de hombre rudo.
—Papá, vienen a hablar de Gabi.
—¿Papá? —Pascual está confuso.
—Perdone, es mi marido —aclara la mujer—. Desde que tuvimos al niño nos empezamos a llamar así. Gabi nos sigue diciendo papá y mamá, y entre nosotros, pues también. La fuerza de la costumbre.
Camino cruza una mirada elocuente con Pascual. Si le siguen tratando como a un bebé, no le extraña que no se haya ido de casa con cuarenta y dos tacos.
—Me llamo Manuel. Siéntense. Mamá..., ejem, María, ponles un café.
Ella se va a la cocina sin rechistar.
—Han descubierto algo, ¿verdad? —suelta en cuanto se queda a solas con los policías.
—¿Cómo?
—Mi hijo. A mí pueden decírmelo. ¿Qué ha pasado?
—No sabemos nada, Manuel —Camino contesta a medias entre el enfado y el desconcierto—. Si lo supiéramos, no se lo ocultaríamos a su mujer.
—Pues deberían. Tiene la tensión alta, estas cosas hay que llevarlas con mucho tacto. Bueno, ¿qué quieren que les cuente?
—Su hijo vive con ustedes, ¿es así?
—Por desgracia, sí.
—¿Por desgracia?
—Que un hijo no sea capaz de hacer su vida es un fracaso para los padres, ¿no creen? Pero con este no hay manera. Primero que si la burbuja inmobiliaria, luego que si el paro, que si la depresión... Siempre hay una excusa.
—¿Está deprimido?
—Eso dice. Porque no encuentra trabajo. Entre nosotros, yo creo que tampoco lo busca mucho.
La señora llega con los cafés servidos en unas tacitas color ámbar del irrompible Duralex. Camino las ha visto toda la vida en casa de su madre, de sus tías, de sus vecinas, de las madres de sus amigas y de cualquiera que tuviera un mínimo de sentido común porque sabía que eso sí que era una inversión segura y no comprar un piso sobre planos.
A María, como buena mujer de su época, no le ha quedado otra que aprender a hacer varias cosas a la vez, y no ha perdido ripio de lo que se ha dicho mientras ella se encargaba del papel de anfitriona. Retoma la última frase de su marido.
—No digas eso, papá. Gabi se esfuerza. Es solo que la cosa está muy mal, ¿verdad, señora inspectora?
Camino se queda callada. Como no quiere soltar ninguna grosería y no sabe qué decir, se dedica a morderse una uña. Pascual contesta en su lugar:
—Bien no está, tiene usted razón. Y cada vez peor para los curritos y mejor para los de siempre.
La mujer parece satisfecha con la respuesta. Les acerca los cafés, comenzando por Pascual.
—Pues eso. No es que a nosotros nos sobre, pero aquí al menos tiene un techo. Y un plato sobre la mesa nunca le va a faltar.
—Así está el tío, redondo —se queja el padre.
Camino y Pascual se miran de reojo. Es verdad. Los padres están de buen año, pero por las fotos el hijo se ve más gordo que un gato castrado. No caben dudas sobre su genealogía. Además de la obesidad, le cayeron las mismas orejas que al padre.
—Ni las lavadoras, ni la plancha, ni la güifi esa de los cojones. Eso tampoco le falta —continúa él—. Así no hay quien se independice.
—Ya basta, Manuel. Además, a mí no me cuesta nada.
—¿Que no te cuesta? Si tienes la tensión por las nubes, mujer.
—¿Qué hay de su entorno más cercano? —Camino les interrumpe con brusquedad. No ha ido allí para ver discutir a esos dos—. ¿Alguna novia, amigos con los que salga de forma habitual?
La mujer la mira agradecida por el cambio de tema.
—Mi Gabi no es de esos que están siempre ennoviados.
—Ni siempre ni nunca —precisa el padre.
—¿Nunca les ha presentado a ninguna pareja?
—Dice que está bien así. Y yo le creo, ni que hiciera falta tener a alguien todo el día pegado —María mira de reojo a Manuel, que no se da por aludido.
—¿Y otro tipo de amistades?
—No tiene muchos amigos, al menos que nosotros conozcamos. Es muy reservado para sus cosas.
—Su marido nos ha dicho que anda un poco desanimado.
—Nunca ha sido la alegría de la fiesta, esa es la verdad. Pero desde aquello, menos todavía.
Manuel la regaña.
—María, no te metas en camisa de once varas.
—¿A qué se refiere? —indaga Camino.
—Nada, cosas del pasado —asegura el padre.
—¿Qué sucedió?
—Le echaron del trabajo en el que estaba fijo. Para una cosa que había hecho a derechas... Desde entonces ha ido dando tumbos.
—No lo llevó nada bien —María lo suelta en tono compungido.
—Claro, es lógico —dice Pascual, siempre conciliador.
Camino vuelve a enderezar la conversación:
—Cuéntennos el día a día de su hijo.
—Pues es que no hay mucho que contar, porque mi Gabi es un chico muy tranquilo. Se levanta como a media mañana, desayuna y se pone con el ordenador. A la una baja a por el pan, se toma una cañita en el bar de abajo y sube a comer. Luego por la tarde se encierra en su habitación con sus películas. Es muy..., ¿cómo se dice?
—¿Vago? —susurra Camino a Pascual, que le pega un codazo indisimulado. María les mira con extrañeza.
—¿Cinéfilo? —se apresura a decir el oficial.
—Eso. Y ya no le vemos el pelo hasta la hora de cenar.
—¿No sale a buscar trabajo? —pregunta Camino sin delicadeza.
—Ahora desde el ordenador se puede hacer de todo. Echa los currículos por ahí. Por eso necesita internet.
—Mucho cuento —se oye el murmullo de fondo de Manuel.
—Entonces, ¿no sale nunca? Por las noches y tal.
—Muy de vez en cuando.
—¿Dónde va?
—No le pregunto, no soy una madre de esas metomentodo. Es su vida privada.
—María, tráeme un poco más de azúcar —ordena el marido.
Ella le mira molesta. Por un momento parece que va a negarse, pero no lo hace. Se levanta y va hacia la cocina. El padre no pierde el tiempo. Les lanza una mirada de águila vieja y lo suelta en un susurro:
—Yo creo que se va de putas.
—¿Cómo dice?
—A ver, no tiene mujer ni novia a la que agarrarse. Y con esas pintas que se gasta tampoco lo pone fácil. Un hombre tiene sus necesidades, ¿sabe?
—No, no sé —Camino se contiene como puede. No soporta las machotadas y menos si son de ese estilo viejuno. Le dan ganas de pegarle un capón.
—Porque usted no es un hombre. Será policía y todo eso, pero hombre no es.
—Pero ¿cómo sabe que «se va de putas»? —Camino lo dice arrugando la frente. Hasta la expresión le molesta.
—¿A dónde va a ir si no? Todos lo hemos hecho alguna vez, cuanto más un solterón como él —le hace un guiño cómplice a Pascual—. Dígaselo a su compañera, anda.
—Que le diga qué.
—Pues que todos vamos de vez en cuando. ¿Es que usted no lo ha hecho nunca?
Pascual le clava una mirada severa durante unos segundos.
—Nunca.
Camino sonríe para sus adentros. Ese es su Molina. Marcial, rígido, cumplidor de todas las normas morales y legales. Insoportable a veces, pero hoy le plantaría un beso por darle en las narices a ese cavernícola.
—Mentiroso —le dice el hombre con tono infantil. Pero antes de que Pascual pueda darle la réplica, le hace un gesto para que calle—. Chssss, que vuelve mi mujer.
María le deja el azucarero delante de malas maneras y se vuelve a acomodar. También ha traído una bandejita de cartón dorado, de esas que solo se reutilizan en las casas humildes. Viene hasta arriba de tejas caseras. Camino saliva solo con verlas.
—¿Por dónde íbamos?
—¿Se le ocurre algo que pueda facilitar la búsqueda de su hijo? —dice la inspectora mientras alcanza la primera teja y la moja en el café.
—Pues que estoy segura de que le ha ocurrido algo, que mi Gabi no se iría así como así. Pero eso lo dije cuando desapareció, y ya hace casi un mes.
—¿Está de acuerdo con eso, Manuel? —pregunta Pascual, abochornado al ver a su jefa comiendo a dos carrillos.
—Pues claro, menudo chollo de vida tiene montado.
—Además, no se llevó nada —continúa María—. Ni siquiera sus pastillas. Salió a por el pan y ya no volvió.
—¿Qué pastillas?
—Tiene de varios tipos.
—¿Podríamos verlas?
—Supongo que sí, están en su habitación.
—La acompañamos y echamos un vistazo.
Camino sabe que en el dormitorio de alguien se esconde su verdadero ser. Solo hay que disciplinar la mirada para descubrirlo. Se sacude el azúcar en polvo, pilla una última teja y se levanta.
—Como usted diga. Yo no he entrado desde que se fue, salvo para pasar la aspiradora. Ya le digo que soy muy respetuosa.
Recorren un pasillo estrecho y oscuro. La puerta del fondo está cerrada. En ella hay una pegatina gigante en la que se lee «privado» y en el picaporte uno de esos letreros de los hoteles que se giran según la directriz sea «no molestar» o «arregle la habitación».
—Pues sí que vive como en un hotel —a Camino le ha espantado tanto que lo suelta sin pensar.
Pascual le lanza una mirada en forma de mudo reproche, pero a la madre no parece importarle. Esboza una sonrisa triste.
—Son cosas de Gabi.
María abre la puerta con cautela, como si corriera el riesgo de importunar a su hijo. Camino va con menos remilgos. Se abre paso y se planta en mitad del cuarto. Es una habitación pequeña, no alcanzará los seis metros cuadrados. Una cama individual de noventa centímetros, en la que a duras penas puede caber ese gordinflón, está de espaldas a la ventana dominando la estancia. Tiene una colcha de un ganchillo primoroso, varios cojines color pastel y un par de peluches que desentonan con el resto de la decoración: pósteres de mujeres hipersexualizadas con pechos como globos y tangas minúsculos. A la inspectora se le dibuja una mueca de desagrado. Aquello parece un taller mecánico de los noventa. Delante de la cama, estratégicamente montada en la pared, hay una pantalla gigante y, en la mesita de noche, el proyector y el portátil configuran todo lo necesario para las sesiones de cine de Gabriel.
—¿Y qué género de películas dice que le gusta a su hijo?
—Ay, inspectora, yo en eso tampoco me meto.
María va directa a la mesilla y abre el tercer cajón. Bajo una pila de revistas manoseadas Playboy y Penthouse aparecen los medicamentos. Coge una por una las cajas y se las muestra a los policías, que las miran sorprendidos. Benzodiacepinas de varios tipos, estimulantes y analgésicos opiáceos. El pack completo del hombre que no encuentra su sitio en el mundo.
Pascual anota cada uno de los nombres en su libreta.
—De acuerdo, gracias —dice cuando acaba. Mira a la inspectora y sabe que está pensando lo mismo. Si el pobre Gabriel se metía todo