Reamde

Neal Stephenson

Fragmento

 

LA GRANJA FORTHRAST

Noroeste de Iowa

 

ACCIÓN DE GRACIAS

 

Richard procuraba no apartar la mirada del suelo. No todas aquellas bostas de vaca estaban congeladas, y las que lo estaban podían torcerle un tobillo. Había limitado su equipaje a una mochila, así que se abría paso entre los montículos verdes y marrones con unas zapatillas flexibles negras de la talla 44 que podías prácticamente doblar por la mitad y guardarte en el bolsillo. Podría haber ido al Walmart esta mañana a comprar unas botas. La reunión, sin embargo, se habría percatado de semejante extravagancia y le habría dado demasiada importancia.

Dos docenas de parientes estaban desplegados a lo largo de la verja de alambre de espino a su derecha, disparando al barranco o recargando. La tradición había empezado como entretenimiento para que algunos de los chicos más jóvenes se desfogaran durante la tortuosa espera del pavo y la tarta. En los viejos tiempos, después de volver a la casa del abuelo tras la misa de Acción de Gracias y haberse quitado las chaquetas y corbatas en miniatura, salían corriendo por la puerta y corrían casi un kilómetro hacia los pastos, seguidos por unos cuantos hombres mayores para asegurarse de que las cosas no se salieran de madre, y disparaban sus pistolas calibre 22 y sus carabinas Daisy contra el riachuelo. Hombres adultos ahora con hijos propios, aparecían para la reunión con escopetas, rifles de caza y pistolas en la trasera de sus todoterrenos.

La verja estaba oxidada, pero sus postes de madera naranja de Osage no se habían podrido. Richard y John, su hermano mayor, la habían emplazado hacía cuarenta años para impedir que el ganado se escapara al riachuelo. La corriente era tan estrecha que un adulto podía cruzarla de una zancada, pero el ganado no estaba hecho para dar zancadas, ni para la inteligencia, y siempre podía encontrar algún modo de meterse en líos en las orillas empinadas que se desmoronaban fácilmente. Esa misma característica hacía que fuera un campo de tiro ideal. El verano había sido seco y el otoño frío, así que el riachuelo corría poco profundo bajo una capa de hielo fina como el papel, y la orilla al otro lado levantaba gotas de tierra suelta cada vez que detenía una bala. Esto facilitaba a los tiradores corregir la puntería. A través de sus protectores para los oídos, Richard podía oír las voces de los mirones que se ofrecían a ayudar.

—Estás unas tres pulgadas por debajo. Seis pulgadas a la derecha.

El estampido de las escopetas, el chasquido de los calibres 22, y el pow, pow, pow de las pistolas semiautomáticas quedaban reducidos a un leve repiqueteo por los componentes electrónicos de los protectores, duros auriculares de los que sobresalían los mandos para el volumen, que había metido en la bolsa ayer, casi a última hora.

Siguió estremeciéndose. El sol, ya bajo, se reflejaba en la turbina de viento de sesenta metros de altura en el campo al otro lado del riachuelo, y sus aspas proyectaban largas sombras como guadañas sobre ellos. No dejaba de sentir la súbita llegada de una lanzada de oscuridad que lo cubría sin efecto y continuaba su camino para ser seguida por otra y otra más. El sol parpadeada con el paso de cada hoja. Todo esto era nuevo. En sus días de juventud, solo estaban los elevadores de grano que demostraban la existencia de un mundo más allá del horizonte, pero ya habían sido sustituidos y humillados por esas torres faraónicas que alzaban sus cabezas sobre la pradera, lo único en el paisaje que había sido capaz de inspirar asombro. Algo en el hecho de que estuvieran en movimiento, en un lugar donde todo lo demás estaba casi patológicamente inmóvil, llamaba la atención; siempre parecían saltar hacia ti desde detrás de las esquinas.

A pesar del viento, los pequeños músculos de su rostro y cuero cabelludo (los padres de los dolores de cabeza) estaban relajados por primera vez desde su regreso a Iowa. Cuando estaba en el espacio público de la reunión (el vestíbulo del Ramada, la granja, el partido de fútbol en el patio) siempre sentía que todo el mundo lo miraba. Aquí era distinto: había que atender a tu propia arma, asegurarte de que los cañones siempre apuntaban al otro lado de la verja de alambre. Cuando Richard se veía, era durante tersas conversaciones de uno en uno, mantenidas CLA-RA-MEN-TE a través de la protección de los auriculares.

Los parientes más jóvenes, los cuñados recientes y los primos lo llamaban Dick, un nombre que Richard nunca había usado por su asociación, en su juventud, con Nixon. Atendía por Richard o por el apodo Dodge. Durante el largo viaje hasta aquí desde sus casas en las afueras de Chicago o Minneapolis o St. Louis, los padres informaban a los niños de quién era quién, algunos de ellos incluso mostraban copias en papel del árbol familiar y dosieres de fotos. Richard estaba seguro de que cuando se internaban en su rama del árbol familiar (y era una rama larga, recta y sin bifurcaciones) tenían en los ojos una cierta mirada que los chavales podían leer en el espejo retrovisor, un tono de voz que en esta parte del país decía más de lo que se permitía decir a las palabras. Cuando Richard los encontraba en la línea de tiro, podía verlo en sus rostros. Algunos no querían mirarlo a los ojos. Otros lo hacían de manera descarada, como para hacerle saber que lo habían calado.

Aceptó un calibre 12 abierto de manos de un tipo recio con sombrero de camuflaje a quien reconoció vagamente como el segundo marido de su prima segunda Willa. Manteniendo el rostro y el cañón del arma hacia la verja, los dejó mirar la espalda de su parka de esquí mientras se mordía el guante de la mano izquierda y metía un par de balas en los calientes cañones. Varios metros más allá, justo donde la tierra se perdía en el barranco, alguien había colocado un puñado de calabazas sobrantes de Halloween, la mayoría de las cuales ya habían sido convertidas a tiros en pulpa para relleno de pasteles y esparcidas por las hierbas marrones muertas. Richard cerró el rifle, lo alzó, acomodó la culata contra su hombro, echó adelante el peso de su cuerpo y apretó el primer gatillo. El retroceso lo golpeó, y la base de una calabaza saltó por los aires dando vueltas. La alcanzó con el segundo cañón. Entonces abrió el arma, sacó los casquillos calientes, los dejó caer al suelo, y le entregó la escopeta a su dueño con un gesto apreciativo.

—¿Cazas mucho allá en tu Schloss, Dick? —preguntó un hombre de unos veintitantos años. El hijastro de Willa. Lo dijo en voz alta. Era difícil decir si era por los tapones de gomaespuma naranja que cubrían sus oídos o por sarcasmo.

Richard sonrió.

—Nada de nada —respondió—. Casi todo lo que aparece de mí en la Wikipedia está equivocado.

La sonrisa del joven desapareció. Parpadeó, observando los protectores electrónicos de doscientos dólares de Richard, y luego bajó la mirada, como buscando bostas de vaca.

Aunque la entrada de Richard en la Wikipedia había estado tranquila últimamente, en el pasado había estado repleta de guerras de correcciones entre gentes misteriosas, conocidas solo por sus IP, que parecían querer recalcar aspectos de su vida

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