No mientas

Gregg Hurwitz

Fragmento

mientas-2

Contenido

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Agradecimientos

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Para el doctor Bret Nelson, quien, como futuro médico de Urgencias, tuvo la desgracia de compartir habitación con un aspirante a escritor de novelas de misterio.

Por veinte años de amistad.

Por permitirme abarrotar su sala de espera de heridas ficticias, libro tras libro, guion tras guion.

Y por servir de guía a mis personajes en incontables enfermedades, fracturas, contusiones, apuñalamientos, heridas de bala, patologías, intervenciones quirúrgicas y neumotórax.

Le damos las gracias.

mientas-4

Los hombres no se atribulan por las cosas sino por su modo de entenderlas.

EPICTETO

mientas-5

1

Daniel llevaba cinco minutos, desde que las falsas campanas de iglesia de su despertador habían repicado, disfrutando de las sábanas nuevas, que de tan gruesas parecían mantequilla caliente. Hizo un esfuerzo a fin de despertar del todo y se puso de lado para contemplar a su mujer, Cristina, que dormía tendida boca arriba, con los oscuros bucles sobre la cara, un brazo abierto y el otro doblado por encima de la cabeza como la Venus en su baño de Corot, de piel morena y suave, con las pestañas arqueadas y aquella boca grande siempre dispuesta a sonreír o a soltar alguna ocurrencia; llevaba desabrochada hasta el canalillo la camisa del pijama, lo que dejaba al descubierto los tres puntos azules tatuados en el esternón: las marcas de alineación de la radioterapia, que por fin empezaban a difuminarse.

Esa mañana, por alguna razón, la familiar imagen de aquellos tres puntos lo pilló desprevenido. La emoción se reflejó en su cara. Cristina solía decir que se los quitaría con láser, puesto que hacía ya cinco años que carecían de propósito, pero con el tiempo les había cogido cariño. Eran su pintura de guerra.

De repente recordó cómo se levantaba sin aliento, en plena noche, con el corazón desbocado, incapaz de respirar. Recordó las náuseas que la obligaban a estar en el sofá durante horas, el modo en que se encogía su atlético cuerpo. La cita con el médico, siempre para al cabo de una semana, que había que reprogramar por una u otra razón. Y luego el incidente en la recaudación de fondos, a Cristina en un baño de azulejos pálidos, tosiendo hasta mancharse de sangre el vestido blanco. Su maltrecha elegancia recordaba una paloma abatida a perdigonadas.

La había limpiado con las manos temblorosas mientras ella permanecía de rodillas, inclinada sobre el lavabo, a punto de desmayarse. «Ya tenemos una edad en que cuando alguien enferma no es necesariamente de la gripe», le había dicho.

Hasta entonces su relación había ido viento en popa.

Habían encajado con una inmediata intimidad, riendo de lo que había que reír y serios para lo demás. Habían coincidido delante de un cuadro del Museo de Arte Moderno de San Francisco, admirando ambos la misma obra. Ella había entablado conversación y Daniel le había mencionado que a su madre le encantaba Lautrec y que a él, ya desde muy pequeño, le atraían los colores vivos y atrevidos de las bailarinas. Estaba hablando de la deuda del francés con las xilografías japonesas cuando Cris se mordió el labio inferior, pensativa, y ladeó la cabeza para abarcar con la mirada la hilera de cuadros de la pared. «Ya ves lo excluido que se sentía», dijo, y Daniel se quedó anonadado de admiración. ¿Era aquello amor a primera... conversación? ¿Quién lo sabía? Sin embargo, después de las copas de después de la cena de después del paseo de después de su espontáneo almuerzo en la cafetería del museo, Daniel sabía una cosa: que ella era la primera buena razón que había tenido para querer vivir eternamente.

Y ahora, al cabo de cinco años, sus sentimientos seguían siendo los mismos. Estaba a punto de cumplir los cuarenta y todavía se ruborizaba como un colegial viéndola envolverse el pelo mojado en una toalla o picar cilantro cantando bajito o metiendo el pie en los pantis enrollados.

Le posó una mano con suavidad en el pecho, encima de los tres puntos, y notó los latidos de su corazón. Ahí estaban: uno, y otro, y otro más.

Ella se movió y abrió los párpados, revelando las pupilas castañas. Le sonrió y luego miró hacia abajo, dándose cuenta de que él tenía la mano en su pecho. Frunció el ceño, desconcertada.

—¿Qué notas? —le preguntó.

—Gratitud —repuso.

Daniel corrió por las empinadas cuestas de Pacific Heights con el mismo ímpetu que cuando las encaraba si trataba de ganar peso en su época de luchador del instituto, solo que ahora con las quejas de un cuerpo de treinta y nueve años haciendo las veces de mediador en lo que al ritmo se refería.

Alguien le había comentado en una ocasión que cuando te cansas de pasear por San Francisco, siempre puedes apoyarte en San Francisco. En aquel momento le apetecía apoyarse. En lugar de hacerlo, anduvo a zancadas por Vallejo hasta Presidio y subió corriendo los majestuosos Lyon Street Steps, flanqueado de arriates primorosamente cuidados a la sombra de árboles altísimos. Pasó junto a un grupito de adolescentes que, después de pasar la noche en vela, fumaban cigarrillos y practicaban muecas, y junto a unos cuantos madrugadores a los que reconoció: bolsistas y empleados de banca de inversión que salían a sudar un poco antes de que abriera la Bolsa.

Delante de él, un joven con las pantorrillas dur

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