Memoria total (Amos Decker 1)

David Baldacci

Fragmento

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1

Amos Decker recordaría siempre las tres muertes violentas de un azul paralizador. Lo asaltaba cuando menos se lo esperaba, como un cuchillo con gancho para destripar de luz de color. Nunca se libraría. La vigilancia había sido larga e improductiva. De camino a casa, en coche, había esperado disfrutar de unas cuantas horas de sueño antes de volver a peinar las calles. Había enfilado el camino de la modesta casa de dos plantas de veinticinco años de antigüedad y que tardaría al menos la misma cantidad de años en pagar. El suelo estaba resbaladizo por la lluvia y, cuando apoyó el pie, la bota del cuarenta y ocho resbaló un poco antes de adherirse. Cerró la puerta del coche sin hacer ruido, seguro de que todos dormían a esa hora. Forcejeó con la puerta mosquitera de la cocina y entró. El silencio era de esperar, pero no el silencio mortal que reinaba dentro. Entonces no lo había notado y luego se preguntó por qué. Era uno de los numerosos errores que había cometido esa noche. Se había quedado en la cocina para llenar un vaso de agua del grifo, se lo bebió de un trago, lo dejó en el fregadero, se secó la barbilla y entró en la habitación de al lado. Dio un resbalón y en esta ocasión se cayó. Ya le había pasado otras veces porque el parqué era de espiguilla y resbaladizo. Esta vez, sin embargo, sería muy diferente por lo que estaba a punto de ver. Entraba bastante luz de la luna por la ventana delantera como para ver con claridad. Cuando alzó la mano, estaba de otro color. La tenía roja de sangre procedente de algún lugar. Se levantó para determinar de dónde. Descubrió la fuente en la habitación contigua. Johnny Sacks, su cuñado, un hombretón corpulento como él, estaba tendido en el suelo. Se le acercó y se arrodilló con la cara a escasos centímetros de la de Johnny. Le habían rebanado el cuello de oreja a oreja. No hacía falta que le buscara el pulso: no tendría, seguro. Casi toda su sangre estaba en el suelo. Tendría que haber cogido el teléfono y llamado a emergencias de inmediato. Lo sabía perfectamente. Sabía que no había que rondar por el escenario del crimen, y en eso se había convertido su casa gracias al muerto, a quien habían arrebatado la vida de manera violenta. Ahora era como un museo: no había que tocar nada. Su faceta profesional se lo pedía a gritos. Pero no había más que un cadáver. Miró de repente las escaleras y se quedó paralizado mentalmente, invadido por completo por el pánico, sintiendo en las entrañas que la vida acababa de arrebatárselo todo. Así que corrió, creando con las botas una pleamar en el charco de sangre con coágulos. Estaba destruyendo pruebas esenciales, estropeando completamente lo que tendría que haberse mantenido impoluto. En aquel momento le importaba un comino. Siguió la sangre de Johnny escaleras arriba, subiendo los escalones de tres en tres. Jadeaba y el corazón le latía tan rápido y lo notaba tan henchido que era increíble que no se le saliera del pecho. Tenía la mente paralizada, pero las piernas se le movían por su cuenta.

Llegó al pasillo, rebotó en una pared y luego en la opuesta al precipitarse hacia la primera puerta de la derecha. No sacó el arma, ni siquiera se le ocurrió pensar que el asesino podía seguir allí a la espera de que volviera a casa. Reventó la puerta con el hombro y miró desesperado a su alrededor. Nada. No, no era cierto. Se quedó paralizado en el umbral cuando la luz de la mesita de noche iluminó débilmente el pie desnudo que sobresalía del otro lado del colchón. Conocía aquel pie. Lo había sostenido, masacrado y besado de vez en cuando durante muchos años. Era largo y estrecho pero refinado, con el segundo dedo ligeramente más largo que el pulgar. Las venas del empeine, las durezas de la planta, las uñas pintadas con esmalte rojo, todo estaba como debía estar, exceptuando que no tendría que haber sobresalido del colchón a esa hora de la noche. Eso quería decir que el resto de su cuerpo estaba en el suelo y por qué lo estaba, a menos que... Se acercó a ese lado de la cama y miró hacia abajo. Cassandra Decker, Cassie para todo el mundo y, lo más importante, para él, lo miraba desde su posición en el suelo. Bueno, que lo miraba era un decir porque ya no podía ver. Avanzó a trompicones y se detuvo a su lado. Luego, despacio, se dejó caer de rodillas, apoyando los vaqueros en el charco de sangre que se había formado junto a ella. Era su sangre. Tenía el cuello limpio, sin ninguna herida. No era la fuente de la sangre. Lo era la frente, donde se veía un único agujero de bala. Sabía que no debía, pero con el brazo le levantó la cabeza del suelo y se la apoyó en el pecho. La larga melena oscura se esparció por encima de su brazo. El punto de la frente estaba ennegrecido y ampollado debido al calor de la bala. Una herida de contacto precedida por un beso de la boca del cañón que había durado apenas un segundo antes de que el proyectil acabara con su vida. ¿Estaba dormida? ¿Se había despertado? ¿Había sufrido el terror de ver a su asesino de pie frente a ella? Se preguntó todo eso mientras sostenía a su mujer por última vez. Decker la devolvió a la posición en que la había encontrado y miró aquella cara pálida y sin vida, con el punto ennegrecido en el centro de la frente que sería lo último que recordaría de ella, un punto final definitivo... del todo. Se levantó con las piernas entumecidas. Salió a duras penas del dormitorio y recorrió el pasillo hasta la otra habitación que había en el primer piso. No forzó la puerta. Ya no tenía prisa. Sabía lo que iba a encontrar. Lo que no sabía era el método que habría usado el asesino. Primero, un cuchillo; luego, una pistola. La niña no estaba en su habitación, por lo que tenía que estar en el baño contiguo. La luz del techo estaba encendida y era fuerte. Estaba claro que el asesino había querido que viera bien a esta última víctima. Allí estaba, sentada en el inodoro, sostenida por el ceñidor de la bata atado alrededor de la cisterna. De no ser así habría caído al suelo. Se le acercó. Los pies no le resbalaron. No había sangre. Su pequeña no tenía heridas visibles. Cuando se le acercó más, sin embargo, vio las marcas de ligaduras en el cuello, horribles y amoratadas como si alguien la hubiera quemado. El tipo quizás había usado el cinturón de la bata o quizá las manos. Decker no lo sabía ni le importaba. La muerte por estrangulación no era dolorosa. Era atroz y aterradora. Habría estado mirando hacia arriba, mirándolo mientras le estrujaba la vida. Molly habría cumplido diez años al cabo de tres días. Habían preparado una fiesta, invitado a los asistentes, comprado los regalos y encargado una tarta rellena de chocolate. Se había tomado un día libre para ayudar a Cassie, que trabajaba a jornada completa y lo hacía además casi todo porque el trabajo de él no era de los de nueve a cinco ni mucho menos. Habían bromeado sobre eso. ¿Qué sabía Amos de la vida real? ¿Sabía hacer la compra, pagar las facturas, llevar a Molly al médico? Habían llegado a la conclusión de que no sabía hacer nada de nada. No tenía ni idea. Se sentó en el suelo delante de su hija muerta y cruzó las piernas como le gustaba hacer a ella, con cada pie apoyado en el muslo de la pierna opuesta. Era flexible para ser corpulento. La posición d

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