Toni Romano V. Bares nocturnos

Juan Madrid

Fragmento

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Contenido

Portadilla

Créditos

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Dedicatoria

Para mi amigo el profesor

Nazache’e Noumbissi

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Aquella noche, Silverio San Juan se había bebido ya tres vermús mientras escuchaba, apoyado en el mostrador de zinc de Casa Camacho, a Valentín, un albañil con barba y viejo amigo de la infancia, narrarle sus aventuras con las mujeres. Le contaba algo acerca de una chica que había conocido recientemente. Una de esas que trabajaba en la Junta de Distrito como profesora de cerámica, le parecía a él, enseñando a las amas de casa y a los jubilados a fabricar vasos y platos. La chica le había contratado para una chapuza (alicatar el cuarto de baño) y al abrirle la puerta había aparecido en bragas.

Silverio le había preguntado si eran bragas de verdad o pantaloncitos cortos de esos que suelen ponerse en casa algunas mujeres para estar cómodas. Valentín no estaba seguro, pero de todas maneras eso le había impresionado y tenía intención de averiguar si lo de las bragas, o el pantaloncito corto, era una insinuación o una cuestión de carácter.

—Tienes que tener cuidado con eso —añadió Silverio—. Una agresión sexual te puede costar cara. Ándate con tiento, Valentín. Se ponen a gritar y la has jodido.

—No, hombre, claro que no. De agresión nada. Mira, he pensado empezar por darle conversación, ¿entiendes? Para tantear el terreno... Le digo si le gusta tal o cual película y de ahí puedo seguir con escenas fuertes, ¿lo pillas?

—¿Y qué película vas a elegir?

—¿Cuál película? Bueno, cualquiera del cine español. En todas salen tías y tíos en pelotas enseñándolo todo. Sexo explícito, se llama, lo he leído en alguna parte. Yo creo que eso se debe a que ya no se folla como antes.

—¿Quién?

—¿A qué te refieres?

—¿Que quién no folla como antes?

—¿Que quién no folla? Joder, pues la gente, el personal, sobre todo los jóvenes. Pasan de eso, les va más el blablablá..., ¿entiendes? Las tías andan salidas, no hay más que verlas. Y el asunto se debe a que sus maridos y sus novios pasan de ellas. Te digo yo que ya no se folla como antes.

—¿En serio? ¿Quieres decir que antes se follaba más? ¿Qué quieres decir con eso de antes?

—¿Que qué quiero decir? Joder, Silverio, tío, antes quiere decir antes. Está muy claro. Por ejemplo, tú y yo, sin ir más lejos. ¿Es que no follábamos más cuando éramos chavales? Vamos, no jodas, Malasaña entonces era la leche, ¿es que no te acuerdas? Las tías se te tiraban encima y nosotros íbamos a lo que íbamos. Todos esos bares nocturnos abiertos la noche entera, todo ese cachondeo.

—Ahora es parecido, ¿no? Quiero decir, también hay discotecas y bares nocturnos, ¿no? Incluso yo creo que ahora hay más.

—Pero son diferentes, Silverio. El personal va a los bares a otra cosa, a jugar, por ejemplo, ¿es que no te has fijado? Fíjate en La Manuela, se llena de jóvenes que se ponen a jugar a eso que llaman juegos reunidos. Se sientan cuatro o cinco, piden refrescos y toda la noche juega que te juega. Pregúntaselo a Jesús, anda, verás lo que te dice. La bohemia ha muerto. Nosotros somos los penúltimos.

Silverio desconectó. La mayoría de sus antiguos amigos del barrio, gran parte de ellos convertidos en albañiles, fontaneros y electricistas, opinaban que Malasaña ya no era lo que era antes, veinte años atrás, cuando ellos tenían catorce o quince años. Quizá tenían razón, aunque él no estaba seguro. En aquellos años era corriente contemplar a los que ellos pensaban que eran la bohemia, la gente de la movida, pulular por el barrio. Suponían que todo ese personal eran escritores, poetas, pintores, músicos y gente del teatro y del cine que abarrotaban los bares hasta altas horas de la madrugada charlando y bebiendo. Ahora el barrio se había llenado de boutiques finas, restaurantes posmodernos, peluquerías unisex y empresas de diseño. Habían rehabilitado los pisos viejos, y un cuchitril de menos de cincuenta metros costaba más de trescientos mil euros.

Bueno, todo cambiaba, sí. ¿Para qué preocuparse de eso? Precisamente ahora, Valentín le estaba contando lo que le había pasado a un colega que instaló un calentador en un piso ocupado por chicas. Aquello había sido la caraba, vamos, el desmadre.

Casa Camacho era un bar alargado, de poca capacidad, que solía llenarse de vecinos del barrio. Allí las cervezas y el vermú eran más baratos y mejores que en ningún otro sitio. Las paredes estaban recubiertas de azulejos, el mostrador era de zinc y todavía conservaba las antiguas tinajas del vino a granel junto a aquellos simpáticos cartelitos del estilo de «Hoy no se fía, mañana sí» o «Bebe para olvidar, pero no te olvides de pagar».

Silverio vio en el otro extremo del mostrador, cerca de Ángel, uno de los dueños del bar, a un sujeto que había cruzado la mirada con la suya un par de veces. Nada importante, a su juicio, esas cosas pasaban. Se fijó: un hombre con gabardina, gordo y ancho de hombros con la parte superior de la cabeza completamente sin pelo.

Otra vez lo volvió a mirar. Y parecía sonreírle. Caramba.

Silverio lo observó de espaldas y luego de perfil. Gastaba un bigotito fino, anticuado, como trazado por un tiralíneas, y un flequillo que le caía sobre la frente, dándole un extraño aspecto juvenil. Y era cliente. Lo había observado hablar con Ángel.

Pero no estaba seguro. Se fijó un poco más. Un hombre en la cincuentena, quizá con algunos años más. Con el cabello form

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