El virus de las palabras

Alena Graedon

Fragmento

Creditos

Título original: The Word Exchange

Traducción: Eduardo Iriarte

1.ª edición: febrero 2015

© Ediciones B, S. A., 2015

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

DL B 3545-2015

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-961-9

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Contents
Contenido
Dedicatoria
Citas
I TESIS
A
B
C
D
Artículo de opinión
E
F
G
H
I
II ANTÍTESIS
J
K
L
Pros y contras de aceptar a Anana Jhonson como miembro de la Sociedad Diacrónica
M
N
O
P
Q
R
III SÍNTESIS
S
T
U
V
W
X
Y
Z
Solo una cosa más
FIN
AGRADECIMIENTOS
virus

Para mis padres, que nunca han desaparecido

virus-1

Aún no estoy tan absorto en la lexicografía como para olvidar que las palabras son las hijas de la tierra, y que las cosas son los hijos del cielo.

SAMUEL JOHNSON,

Prólogo de A Dictionary of

the English Language

—Cuando yo uso una palabra —dijo Humpty Dumpty en tono más bien desdeñoso—, quiere decir justo aquello que quiero que diga; ni más ni menos.

—La cuestión —señaló Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

—La cuestión —repuso Humpty Dumpty— es quién es el que va a mandar; eso es todo.

LEWIS CARROLL,

A través del espejo

De chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche.

JORGE LUIS BORGES,

«El Aleph», de El Aleph

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1

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A

Un viernes frío y solitario del mes de noviembre pasado, mi padre desapareció del Diccionario. Y no solo del gran edificio de vidrio de Broadway donde estaban ubicadas sus oficinas. Esa noche, mi padre, Douglas Samuel Johnson, editor jefe del Diccionario Norteamericano de la Lengua Inglesa, se esfumó del artefacto mismo que él había contribuido a crear.

Eso fue antes de que el Diccionario feneciera, expirando las letras en la página. Antes del virus. Antes de que nuestro idioma se disolviera igual que la nieve al fundirse. Fue antes de que yo estuviera a punto de perder todo lo que amo.

Las palabras, según he llegado a descubrir, son poleas a través del tiempo. Portales de entrada a otras mentes. Sin palabras, ¿qué queda? Costumbres indescifrables. Ritos extraños. Corazones marchitos. Sin palabras, somos huérfanos de la historia. Nuestras vidas y pensamientos borrados.

Antes de que mi padre se desvaneciera, antes de que llegasen los primeros indicios del S0111, había reflexionado muy poco sobre nuestro modo de vida. El mundo cambiante en el que había alcanzado yo la mayoría de edad —lentamente desprovisto de libros y cartas de amor, fotografías y mapas, menús de comida a domicilio, agendas, comentarios en portadas de discos y diarios— era un mundo que había llegado a aceptar. Si me estaba perdiendo cosas, eran cosas que no echaría en falta. ¿Cómo íbamos a echar en falta palabras? Nos estábamos ahogando en un mar de texto. Llegaba uno nuevo, con un repiqueteo, a cada minuto.

Durante toda mi vida, mi padre lamentó la desaparición de las notas de agradecimiento y la caligrafía. El periódico. Las bibliotecas. Los archivos. Los sellos. Incluso llegó a echar en falta los teléfonos móviles que tanto le había costado aceptar. Y naturalmente también lamentó la pérdida de los diccionarios a medida que iban quedando descatalogados. Yo en

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