De terrores y otras alegrías

Yolanda Díaz de Tuesta

Fragmento

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Flores para los muertos

Para Jorge, era un trabajo sencillo.

La vieja no pagaba mucho, cierto, pero saltar la tapia del cementerio suponía un esfuerzo mínimo y el traslado de las flores, las grandes coronas, los hermosos ramos, no dejaba de ser un agradable paseo. Incluso le permitía sonreír, en el camino de vuelta, a la chica que había empezado a hacer la calle junto a la tasca de Alberto.

Siempre llegaba con las sombras, como si la noche tomara forma en su piel oscura. Era morena, de grandes ojos y largas piernas, líneas cimbreantes que hubieran debido tener mejor destino que el de ser tocadas por toda clase de pieles a cambio de unas pocas monedas. No hablaba su idioma, lo supo la tercera noche al preguntarle su nombre y recibir una risita nerviosa por respuesta y él jamás pagaba por un servicio; era una cuestión de principios que no pensaba romper, ni siquiera por ella.

No les quedaba, por tanto, más que la sonrisa, el lenguaje internacional de las expresiones luminosas. En eso, se entendían perfectamente.

Jorge no podía decir cuándo aquel encuentro se había vuelto importante. Quizá lo fue desde el principio, desde el mismo instante en que se hicieron reales el uno para el otro, llenándose de color, de facetas y detalles, superponiéndose al gris decorado que formaba el mundo. Adoraba la sonrisa de aquella muchacha, era su única conexión con esa parte de las relaciones humanas que tan extraña le parecía. Amor, afecto, amistad, cariño… Muchas veces se había preguntado qué sensación provocaban realmente aquellos términos tan valorados por la mayoría de la gente y solo ahora empezaba a intuirlo. Antes pensaba en ellos con desdén; ahora, con auténtica codicia. ¡Le resultaban tan raros y fascinantes! Él se había criado en la calle, había tenido que luchar duramente por cada bocado, por cada noche bajo techo, por huir del frío y de la miseria. No es que en esos momentos fuera rico, ni mucho menos, pero se estaba haciendo un hueco en el mundo, la clase de huecos que se buscan por la fuerza los que nada tienen. Hubiera podido conseguir mucho más en menos tiempo, pero no era tonto y sabía que los vivos eran muy celosos de sus pertenencias.

Él prefería robarle a los muertos.

Las flores. Las deliciosas, aterciopeladas, perfumadas flores de los muertos…

Alguna vez, se había acercado a los ramos de rosas en la floristería de Elvira, a sus jazmines, a sus crisantemos, a sus gladiolos solitarios. No olían igual, en absoluto. Estaban allí, a disposición de cualquiera; eran flores iluminadas fieramente por la luz del sol, destinadas a festejar cumpleaños o la existencia de una pasión, o para adornar un templo, o cualquier otra cosa que atañía únicamente a los vivos. Solo las Elegidas, las arrastradas por la fuerza del destino a la oscuridad de las sombras, las obligadas a traspasar la línea entre mundos, eran capaces de emitir aquel perfume único que le envolvía en sus paseos nocturnos, del cementerio a la casa de la vieja.

Y en la casa de la vieja.

Allí, a la luz de las dos velas que apenas conseguían contener las hambrientas sombras contra las esquinas, las flores tenían un perfume más intenso todavía, de ser posible. Virulento, penetrante, denso… brutal. Tras pagarle con las monedas que sacaba sigilosamente del armario situado en el centro de la habitación, arrastrada por aquel anhelo, aquella urgencia incomprensible, la vieja hacía caso omiso de su presencia y empezaba a arrancar los pétalos, a llevar a cabo su extraño ritual, mirando de vez en cuando hacia el armario, como vigilando que siguiera allí.

Jorge la observaba en silencio, entre fascinado y repelido, intentando deducir las razones de tal proceder. ¿Sería algún conjuro? ¿Alguna clase de magia insólita? A su pesar, Jorge, Catedrático de las Calles, Doctorado en Puños, Experto en Todas las Formas del Dolor, temía a la vieja. Temía sus ojos blancos que parecían ciegos pero que lo veían todo. Temía su tacto reseco, sus uñas rotas siempre manchadas de tierra negra y el olor dulzón que emitía. Era como si las flores la envolvieran, sofocantes, y se pudrieran lentamente sobre su piel, fermentándose en una esencia tan odiosa como sugestiva.

Más de una vez se había preguntado si no estaría ya muerta, si no sería la tierra de sus uñas tierra de su propia tumba, prueba de haber escarbado con desesperación para escapar y volver al ámbito de los vivos. Pero era tan absurdo… Jorge creía firmemente en la línea, en la zona de nadie que separaba los mundos. Solo las flores podían traspasarla.

La vieja arrancaba uno a uno los pétalos de las hermosas coronas, con cuidado exquisito, tratando de no romperlos. Los iba pegando en la pared asegurándose de no dejar nunca espacios vacíos, usando como engrudo su espesa saliva. Jamás ningún pétalo osó soltarse tras ser añadido al grupo con aquel pegamento repugnante. Y ella murmuraba con su voz rasposa, llena de espinas: «Flores para los Muertos. Flores para las Almas Perdidas. Flores para Aquellos de los que Nada queda…».

A la luz del día, recordarlo hasta le inspiraba algo de hilaridad. Bajo el tembloroso palpitar de las velas, resultaba total y absolutamente aterrador. Así, sin más, sin términos medios, sin palabras que pudieran suavizarlo. Aterrador por lo tétrico, por lo inexplicable, por lo absurdo que era todo. Las paredes, las cuatro paredes del pequeño cuartucho, estaban casi completas. Podía haber terminado al menos tres, de hecho, pero seguía una línea, igual que seguía un ritual, y cuidaba de continuar las hileras por los cuatro lados con precisión milimétrica.

Jorge se sentía enfermo y se iba.

Se decía que solo era un trabajo y trataba de no pensar más en ello. Pasaba el día en la Oficina del Paro, la versión mortal del Purgatorio de las Almas en Pena; en la tasca de Alberto, el Cielo Ilusorio para quienes solo quedaban los sueños distorsionados en el fondo de un vaso vacío; y en la calle, el mundo hostil del asfalto y de la espalda, donde nadie conocía a nadie, donde todos buscaban la manera de ser más fuertes que el contrario.

Y, con la llegada de una nueva luna, reiniciaba su rutina.

Una noche, al regresar con las flores, vio a la chica apoyada contra la pared, junto a su esquina habitual. Supo que estaba llorando por la forma suave en que vibraban sus hombros, aunque algo le dijo que lo hubiera intuido en cualquier caso. Jorge cargaba con una enorme corona en la que una cinta juraba «NUNCA TE OLVIDAREMOS». Estaba formada por decenas de pequeñas rosas blancas, que habían sido puras, inmaculadas bajo la luz del sol, pero que ahora mostraban los colores del hueso, la esencia de la muerte, el perfume intenso del otro lado. ¿Acaso no pertenecía ella también, en parte, al otro lado? Era un ser como él, sin lugar en el mundo de los vivos pero aún no aceptada entre los muertos, una criatura mixta, perdida en la estéril tierra de nadie. Vivían y morirían porque sí, y nadie los recordaría. Solo se tenían el uno al otro.

Jorge sintió una extraña congoja. Extrajo una rosa de la corona y se acercó a la muchacha. Piel negra, golpeada, un labio roto, un ojo morado. Durante unos segundos, ella lo miró sin verlo. Luego, al reconocerlo, sorbió las lágrimas y sonrió. Jorge hubiese querido matar con sus propias manos a quien le había hecho eso, pero no tení

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