El expediente Vaterland (Detective Gereon Rath 4)

Volker Kutscher

Fragmento

Vuelve a estar fuera y se desliza a hurtadillas por los bosques, ha abandonado su guarida y se esconde entre los arbustos; nadie lo oirá, nadie lo verá. En el aire flota una apatía amarilla, incluso a la sombra de los árboles percibe el calor del mediodía, el verano ha llegado con fuerza. Los tilos esparcen su aroma y la cebada se despliega por los campos de cultivo cercanos a Markowsken. Tokala se detiene e inspira profundamente. Ahora hasta puede oler el lago y se alegra del baño que lo espera en el agua blanda y fría.

Cuanto más cerca está de su meta, más lentitud adquieren sus movimientos. Es esquivo y cuando se muestra es solo para infundir miedo. Le disgusta que entren en su bosque, le disgusta que griten, que pisoteen las matas sin el más mínimo respeto, le disgusta que muestren desprecio hacia todo lo que para él es sagrado.

Ha colgado un espejo en la cabaña y a veces, antes de marcharse, se frota el rostro con tierra negra hasta que sus ojos resplandecen salvajes, y cuando enseña los dientes parece un depredador. Durante el crepúsculo eso le confiere invisibilidad, pero ahora el sol está en su cénit y ha renunciado a ese camuflaje. De ahí que todavía se mueva con más prudencia, en sus mocasines de piel de alce se desplaza tan silenciosamente como un felino.

Tokala ha de tener cuidado, pues el lago pertenece al imperio de ellos y allí podría tropezar con hombres. No se atreven a entrar en su bosque: ahí tienen miedo, miedo del pantano y miedo al Kaubuk.

Kaubuk. Sí, así lo llaman porque no han encontrado ningún otro nombre. Del antiguo nombre, del cual ni él mismo se acuerda, ya hace mucho tiempo que se han olvidado, y no conocen el nuevo, su nombre auténtico, su nombre de guerra, el que adoptó cuando hace muchos inviernos dejó el mundo de ellos.

Tokala.

El zorro.

Como un zorro se hurta por los bosques, se esconde en su madriguera y lo dejan en libertad. Le permiten que se dedique a sus asuntos; nadie se entromete en el mundo del otro, es un acuerdo tácito desde hace años. El mundo de ellos es peligroso, pero a veces tiene que arriesgarse, tiene que internarse por las noches en sus ciudades y pueblos, cuando necesita libros, petróleo o algunos frutos que no crecen en el pantano.

Su cautela no es exagerada. Casi ha llegado al lago, pero oye tararear una melodía y se detiene en medio de un gesto, presta atención. Es la voz de una mujer, una melodía indefinida. Lentamente se desliza a su escondite en la orilla. Tokala la ha reconocido, ha reconocido su voz incluso antes de vislumbrar a través del ramaje el vestido de verano blanco y rojo.

Niyaha Luta, así la llama él.

Ya la vio una vez, hace unas pocas semanas, en el mismo lugar, y también entonces se quedó encogido en su escondite, sin osar moverse. Sabía que ella no podía verlo en la penumbra de la espesura del bosque, y, sin embargo, parecía mirarlo directamente cuando levantaba la vista del libro. Notó que no se había escapado sola de la ciudad cuando un sonido y un timbre metálico penetraron en su guarida y poco después salió del bosque un hombre con una bicicleta. Se veía que ella estaba esperándolo. Y entonces lo besó. En efecto, fue ella quien lo besó a él, no al revés, y Tokala tuvo claro que no era la primera vez que se veían, que su encuentro no era casual.

En ese momento salió del escondite y se retiró a la oscuridad del bosque.

Y ahora ella vuelve a estar ahí y Tokala se acuclilla en su escondrijo, ve su vestido, un estampado de plumas rojas sobre un blanco resplandeciente, ve sus piernas desnudas balanceándose en el agua. Está sentada sobre el tronco iluminado por el sol que sobresale del lago, justo como entonces, y de nuevo lee un libro.

Las ramas crujen cuando del bosque sale un hombre. No es el de la bicicleta, sino otro. Por la expresión del rostro de la mujer, Tokala percibe que no lo esperaba. Cierra el libro como si él la hubiera sorprendido haciendo algo prohibido.

—Así que es aquí por donde andas dando vueltas —dice el hombre.

—No ando dando vueltas por aquí, leo.

—¡Lees! ¿En plena naturaleza, cuando todos están en la ciudad, incluso los campesinos de Jewarken y de Urbanken, para cumplir con sus deberes patrióticos?

Esos días se habla mucho de la patria. Tokala no entiende lo que dicen. Ni por qué lo persiguen hombres de uniforme cuando lleva dos botellas de petróleo de Suwalken o sal a cambio de sus pieles. Para él no hay ninguna diferencia entre desplazarse por el bosque de Markowsken o el de Karassewo, pero ellos se comportan como si fueran tan distintos como el cielo y el infierno. La frontera. No sabe a qué se refieren con ello. El bosque es el mismo a ambos lados, y Tokala nunca comprenderá por qué un árbol es prusiano y el siguiente polaco.

Se oye un chapoteo cuando el hombre se introduce en el agua y se dirige a Niyaha Luta.

—¡Mira que internarte tanto en el bosque! ¿No tienes miedo de perderte en el pantano? ¿O de que te coja el Kaubuk?

—Ya no soy una niña a la que se asusta con eso.

—No, ya no eres una niña, eso sí es cierto. —El hombre la mira de un modo que a Tokala no le gusta—. Eres una mujer adulta. Ahora hasta tienes derecho a votar.

—He votado justo después de ir a misa, si eso es lo que te preocupa.

Quiere hablar alto y con firmeza, Tokala lo nota, pero en su voz resuena un leve temblor.

—Lo que me preocupa... —resopla el hombre desdeñoso—. Y después no tenías nada más urgente que hacer que venir aquí a caballo...

Ella mira a su alrededor, con miedo. Como si temiese que de un momento a otro fuera a salir del bosque el hombre de la bicicleta. Tokala se acurruca en su escondrijo, tan angustiado como ella.

—¿Se debe quizá a que junto al molino cuelga un pañuelo rojo de la barandilla del puente?

Ella no responde y el hombre se acerca más al tronco en el que está sentada y señala la corteza.

—Alguien ha grabado aquí un corazón —señala.

—¿Ah, sí?

Su voz vuelve a ser animosa. El valor de la desesperación.

—A punto, eme punto —dice él, escarbando con los dedos en la madera— y al lado, jota punto, pe punto. Recién grabado.

Ella no dice nada, pero Tokala distingue el miedo en sus ojos.

—A punto, eme punto... podrías ser tú, palomita. —Con el dedo índice sigue las letras de la corteza—. Pero ¿quién es jota punto pe punto? —pregunta.

Tokala observa cómo el miedo de la mujer se transforma lentamente en ira.

—¿Qué me estás diciendo? —le increpa—, ¿qué demonios me estás diciendo?

—¡Que te has echado un admirador del bando contrario, eso quiero decir! ¡Y lo que pienso de ello!

Ahora el hombre vocifera. Tokala se tapa los oídos en su escondite, pero los gritos penetran en ellos.

—¡Yo nunca te he prometido nada!

La mujer ha bajado de un salto del tronco y ahora está

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