Flor de sangre (Trilogía de la Resistencia 1)

Louise Boije af Gennäs

Fragmento

Capítulo 1

1

—Bueno —dijo la señora menuda y regordeta al abrir la puerta—. Aquí es donde vas a vivir.

Eché un vistazo al interior del diminuto dormitorio e inmediatamente sentí que el buen humor que me esforzaba por mantener se desmoronaba hasta llegar al nivel del suelo. Había una cama estrecha cubierta con una fina colcha de algodón de color naranja a rayas que me recordó el cubrecama de principios de los setenta de nuestra casa de verano. De repente, la habitación de estudiante del año anterior en Uppsala se me antojó lujosa.

Al lado de la cama había una mesita de noche, y la casera se acercó para tirar del cajón.

—Va un poco duro, pero se puede abrir. El cuarto de baño está en el pasillo, lo compartes con otros dos inquilinos. No uses secador de pelo, la instalación eléctrica no es segura.

La mujer, que se había presentado como Siv, tenía ya una edad. Salió al pasillo y yo eché una última ojeada al dormitorio antes de seguirla: la lámpara de techo de papel exhibía una enorme mancha negra pegajosa en el centro, justo debajo de la bombilla; ¿moscas muertas, tal vez? Suelo de vinilo y una jarapa a los pies de la cama, encima de la cual había dejado el transportín del gato y la maleta roja. Un sillón desgastado bajo la ventana y una cómoda con tres cajones. Armario con llave, de medio metro escaso de ancho.

Siv me esperaba con la puerta del cuarto de baño abierta y tuve que pasar por delante de ella para entrar. Una bañera antigua de color azul claro con una cortina de ducha sucia. Inodoro con el asiento de plástico agrietado, lavabo con grifos de los años setenta (círculo azul para el agua fría, rojo para la caliente). Alfombra de plástico de color rojo sangre en el suelo.

—Si evitas eso vivirás más tiempo, siempre lo digo —dijo, señalando una toma de corriente con los cables al aire.

Luego sonrió para sí misma y fui tras ella por el pasillo.

—Queda por hablar el pequeño detalle del pago —espetó—. Serán seis mil quinientas coronas al mes, por adelantado y en efectivo.

—¿No habíamos redondeado a seis mil? —contesté.

Siv frunció los labios.

—Sí, pero tienes un animal, y hay que prever que puede causar daños y problemas. Quiero quinientas coronas más, por el gato.

Suspiré y metí la mano en el bolso para sacar el sobre y un billete de más de mi delgada billetera. Siv abrió el sobre y contó el dinero con codicia. Justo en ese momento y en ese lugar, bajo la luz titilante de la lámpara fluorescente, sentí que había llegado al Estocolmo de la escasez de vivienda. Lo anhelaba desde que tuve uso de razón: terminar por fin los estudios, dejar la universidad y la ciudad pequeña para mudarme a la capital. Ya estaba allí. El otoño acababa de empezar y mi nuevo trabajo me esperaba; sin embargo, algo rechinaba, algo iba mal; nada era como me había imaginado. Y la sensación de impotencia se extendió por todo el cuerpo.

Siv terminó de contar el dinero y levantó hacia mí sus ojos malvados y diminutos.

—Es correcto —concluyó—. Tienes un estante en el frigorífico, como te indiqué. El horario para utilizar la cocina es de cinco a siete de la tarde, y tendrás que acordarlo con los otros dos. Después de las siete quiero estar tranquila.

—¿Y el wifi? —pregunté—. ¿Está incluido en el alquiler?

—Solo hasta las nueve de la noche —respondió Siv—. Después necesito toda la velocidad.

—De acuerdo —dije en tono grave—. Solo una cosa más: ¿puedo pagar con Swish? Así no tendré que sacar dinero en efectivo.

—Si no te gusta el dinero en efectivo, tendrás que buscar otro sitio donde vivir.

—Entendido.

Siv desapareció escaleras abajo. A través de la ventana al otro lado del pasillo vislumbré parte del centro de Vällingby, con esos ladrillos blancos formando los grandes círculos que tanto recordaba de cuando visitaba a mis abuelos de pequeña. Se usaron en la construcción de Vällingby, durante el plan urbanístico de los años cincuenta y sesenta. Los ladrillos seguían allí, pero mis abuelos ya no; y el plan hacía años que había pasado a la historia.

Me sobrevino un recuerdo del servicio militar: tres horas escasas de sueño, el suelo irregular bajo la delgada esterilla aislante y un sargento fuera de sí recordando a voces que pasaría revista a las cinco de la mañana. No era precisamente una bicoca. Entonces ¿por qué esto me parecía mucho más difícil?

—Te sentará bien irte a Estocolmo —dijo mi madre—. Tendrás que empezar alquilando algo, pero no pasa nada. Poco a poco irás encontrando tu sitio.

Volví a mi habitación y me dejé caer sobre la colcha de color naranja. Los recuerdos se sucedían en mi mente: aquella tarde de mi infancia en la que mi padre había conseguido un nuevo empleo. Yo tendría ocho años y Lina cerca de dos. No es que supiera a qué se dedicaba mi padre, pero entendí que había conseguido otro trabajo. Era evidente: estaban los dos radiantes, mi padre llegó a casa con una centolla fresca para la cena y después nos sentamos todos en la cocina, encendimos unas velas y lo celebramos. Mis padres bebieron vino en vez de cerveza, y nosotras brindamos con refrescos a pesar de ser un día entre semana. Le habían dado un empleo en la Agencia de Cooperación para el Desarrollo, un buen puesto de trabajo que dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores, por lo que a partir de entonces tendría que ir y venir a Estocolmo y viajar a menudo al extranjero.

—¿Ahora te dedicarás a salvar el mundo, querido? —dijo mi madre acariciándole la mejilla.

«Salvar el mundo», recuerdo que pensé. Vi mentalmente la imagen de James Bond, pistola en mano, mientras le perseguían unos villanos.

—Al menos lo intentaré —respondió él sonriendo.

—¿Es muy peligroso? —pregunté, y mis padres se echaron a reír. Lina también, y se puso a dar golpes en la mesa con la cuchara gritando: «¡Peligoso!, ¡Peligoso!».

—No, cariño —me tranquilizó mi padre con ternura—. No es peligroso. Intentaré hacer el bien, eso es todo. Vamos a cooperar para ayudar a personas de otros países que tienen dificultades.

Sonaba bien, aunque yo no entendiera esa palabra tan rara que había dicho. En vez de insistir preferí concentrarme en la centolla.

Un largo maullido me obligó a volver al presente. Simon quería salir, así que cerré la puerta que daba al pasillo y abrí la del transportín.

—Hemos llegado, Simon. Aquí es donde vamos a vivir.

Simon se deslizó por la habitación y se puso a olfatear los nuevos olores. Después saltó encima de la cama y se quedó mirándome con sus ojos verdes y sagaces. De repente bostezó y me fijé en el interior del rosado hueco de su boca, su lengua áspera y sus dientes afilados de aquel blanco reluciente.

«Fiera.»

—Eres un animal salvaje, Simon —dije, rascándole detrás de la oreja.

Simon se desperezó y movió la cola. Luego se hizo un ovillo y se quedó dormido encima de la colcha.

Dormí mal en aquella cama estrecha y, encima, la luz de la luna se colaba por entre las ranuras de las persianas y se esparcía por el suelo y las paredes. Desde hacía seis meses, cada noche me despertaba continuamente, por lo que me resultaba difícil distinguir entre sueño y realidad. Por un momento tuve la sensación de que mi puerta se abría en silencio y vi la claridad de la luz del pasillo, como si alguien me estuviera espiando. Pero cuando, aturdida, me incorporé un instante después, la puerta seguía cerrada y la habitación en penumbra.

A las siete en punto de la mañana sonó el despertador, a la vez que recibía un mensaje de mi madre:

¿Cómo van las cosas, querida? ¿Todo bien?

Contesté:

Estupendamente. Levantada y de camino al trabajo.

Mi madre respondió con un emoticono sonriente y fui al cuarto de baño a ducharme. La puerta estaba cerrada con llave y se oía correr el agua de la ducha. Volví a mi dormitorio y esperé mientras preparaba las cosas que necesitaría durante el día. Un cuarto de hora más tarde, la persona en cuestión seguía en la ducha y empecé a impacientarme. Esperé cinco minutos más y luego llamé a la puerta. Se abrió inmediatamente y un tipo de unos treinta años con bigote me miró enfurruñado. Llevaba un albornoz azul y, por su expresión, parecía estar cansado y furioso. Tenía el cuello envuelto en una toalla rosa con elefantitos de color azul claro, lo que me arrancó una sonrisa. Al parecer, a aquel tipo no le hizo ninguna gracia.

—¡Siempre me ducho a las siete de la mañana! —espetó irritado—. ¡Haz el favor de respetarlo!

—Por supuesto —respondí—. Lo siento. Me llamo Sara y acabo de llegar. Soy la inquilina de la habitación del piso de abajo.

Me miró de pies a cabeza con expresión neutra.

—Jalil —se presentó en tono frío—. Soy de Marruecos.

—Qué interesante —dije—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

De nuevo esa mirada impávida en sus ojos entornados.

—Lo suficiente para saber que no hay que perder el tiempo hablando con los demás a las siete de la mañana —soltó, y después avanzó por el pasillo enfundado en su albornoz.

Lo miré mientras se marchaba. Tenía toda la razón.

El autobús de Spånga llegó puntual, pero el tren de cercanías en dirección a Sundbyberg llevaba retraso; en el andén soplaba un viento gélido. Una decena de personas esperaban de pie, todas en absoluto silencio. La mayoría escuchaba música o miraba la pantalla del móvil. Suspiré profundamente y abrí la página de noticias del Aftonbladet.

Al cabo de un cuarto de hora apareció el tren, prácticamente lleno. Nos apretujamos en su interior, y pensé que llegaría tarde el primer día de trabajo. Al llegar a Sundbyberg me apeé del tren a toda prisa y corrí entre los altos bloques de edificios, hasta que al fin vi la cafetería al otro lado de una pequeña plaza. Entré apresurada y con la respiración entrecortada, apenas podía hablar.

Dos mujeres de unos cincuenta años, una con el cabello teñido de oscuro y la otra de rubio, ya se habían puesto manos a la obra. La rubia era más bien gordita, la morena estaba más delgada que un palo.

—Vaya —dijo la de pelo oscuro sin dejar de mirarme mientras rellenaba el servilletero que había encima del mostrador—. La puntualidad es fundamental en una cafetería.

—Lo siento —jadeé—. El tren... llevaba un cuarto de hora de retraso.

—En esta ciudad siempre llevan retraso —dijo la rubia sonriendo apoyada en la escoba—. Hay que salir con tiempo.

Se acercaron.

—Eva —se presentó la morena, tendiendo la mano.

—Gullbritt —dijo la rubia, y tuve que aguantarme la risa ante ese nombre tan cursi.

«Naturalmente.»

—Bueno —empezó Eva. Luego se anudó el delantal y me lanzó otro igual—. ¿Qué experiencia tienes en este tipo de trabajo?

—Ninguna, en realidad —contesté con torpeza—. Lo indiqué en el mensaje.

—¿Familia?

—Mi madre y una hermana pequeña. Mi padre falleció la primavera pasada en un accidente en nuestra casa de veraneo. Según la policía, probablemente a causa de un derrame cerebral o de un ataque al corazón; además, la cocina de gas tenía algún tipo de avería.

No respondieron. Eva se limitó a mirarme, expectante. De pronto me sentí insegura y seguí parloteando, aunque en realidad no tenía ningunas ganas de hablar.

—Fue un incendio muy grave —añadí—. Toda la casa ardía en llamas y mi padre... bueno, no le dio tiempo a salir. No se sabe si ya estaba muerto o...

Tragué saliva. Gullbritt me miró con gesto compasivo, pero Eva solo entornó los ojos, como si desconfiara.

—Es terrible —comentó—. ¿Y estáis seguras de que no fue intencionado?

—Cállate —dijo Gullbritt mirándola con mala cara, y después se dirigió a mí—. ¡Pobrecilla!

—¿Qué has hecho desde que acabaste los estudios? —preguntó Eva.

Volví a tragar saliva.

—Cuando terminé el instituto hice un curso de formación militar básica y luego adiestramiento de oficiales. Después estudié Ciencias Políticas y Económicas en Uppsala.

La mirada de Eva era aún más desconfiada.

—¿Y qué haces aquí con esa formación?

—Basta ya, Eva, sabes bien lo duro que es para los jóvenes conseguir trabajo —espetó Gullbritt, llevándome hacia la cocina—. Empezarás pelando patatas.

Veinte minutos después yo estaba en plena faena, pela-patatas en mano, junto a una mesa donde había un montón de patatas recién enjuagadas. Debajo de la mesa me aguardaba otro saco enorme. Miré por la ventana y vislumbré un fragmento de cielo entre dos altos edificios. Por el espacio gris se sucedían retazos de nubes oscuras. Para distraerme envié un mensaje a mi hermana Lina, una foto de mí misma sonriendo con coraje mientras levantaba el pulgar, con el montón de patatas y el cielo gris oscuro de fondo. «Work, bitch!», escribí sobre la foto.

Gullbritt estaba a mi lado.

—Ya te he dicho que te pongas los guantes; de lo contrario, enseguida te saldrán ampollas en el dedo pulgar —dijo.

Suspiré, me metí el teléfono en el bolsillo del delantal y seguí su consejo. En ese momento se oyó un fuerte ruido en la mesa de detrás y me volví. Allí estaba Eva con una gran sonrisa, dejando otro saco encima de la mesa.

—¡Zanahorias! —anunció en tono autoritario—. Para cuando acabes con las patatas.

Sonó mi móvil. Era la respuesta de Lina con una foto suya junto a otros compañeros de clase, todos haciendo muecas. En la foto se leía: «La era de la revolución». Sonreí para mis adentros. Por fin Lina volvía a estar contenta.

No paré en todo el día, primero pelando un sinfín de hortalizas y después preparando la comida, atendiendo la caja y fregando una enorme cantidad de cacharros. En la cocina había dos lavavajillas que estuvieron en marcha sin cesar todo el día, pero los cacharros grandes había que fregarlos a mano. A las seis por fin pude volver a casa, aunque ya había anochecido. Según el contrato de trabajo, había hecho demasiadas horas seguidas, pero no me pareció que fuera el momento adecuado para decirlo.

El autobús que iba a Vällingby llevaba bastante retraso y, cuando al fin llegó, no paró porque iba repleto. Eran ya las siete menos veinte cuando entré en la vivienda de Siv, que me recibió en el pasillo ataviada con un vestido estampado de grandes flores y me miró con una sonrisa agridulce. Parecía haberse hecho la permanente en el pelo; tal vez había ido a la peluquería del centro de Vällingby con la primera mensualidad de mi alquiler.

—Dispones de veinte minutos para hacer la cena —dijo—. ¡Después quiero tener la cocina para mí!

En la cocina estaba Jalil, el marroquí del bigote. Iba ataviado con una camisa verde clara y unos pantalones largos de color rojo. Estaba utilizando tres de los cuatro quemadores de la cocina y me dirigió una mirada hosca cuando entré.

—Yo siempre preparo la cena... —empezó a decir, pero le interrumpí.

—Sí, sí —dije enfadada—. ¿Puedes dejarme un poco de espacio para que ponga el agua de la pasta?

Volvió a mirarme malhumorado, pero le ignoré. Cogí una cacerola con agua, la puse encima del quemador y giré la llave al máximo. Hoy cenaría espaguetis con mantequilla y ketchup.

Otra vez.

Aquel iba a ser un largo otoño.

—¿Has tenido un buen día? —pregunté en tono decidido, apoyada en la encimera mientras esperaba que hirviera el agua.

Para mi sorpresa, Jalil me miró sonriente y pude ver que tenía unos ojos muy bonitos. Pinchó con un tenedor un trozo de la verdura que tenía en la sartén y me lo ofreció.

—Disculpa las formas de esta mañana —empezó—. Recién levantado estoy de un humor pésimo, igual que mi madre, no se le puede hablar antes del mediodía. Pimiento frito con chile y comino. Ten un trozo de pan preparado porque está bastante fuerte.

Le devolví la sonrisa.

—Suena de maravilla —dije, cogiendo el tenedor—. Algo fuerte es justo lo que necesito.

Jalil tenía razón, estaba muy picante. Cogí un trozo de pan de un bol que había al lado del fregadero y, cuando estaba a punto de metérmelo en la boca, Jalil se dio la vuelta y me cogió la mano con tal rapidez que el trozo de pan se cayó al suelo.

—¿Qué haces? —pregunté sorprendida—. Me has dicho que...

—¡Ese pan no! —farfulló Jalil mirando de reojo hacia la puerta—. ¡Es el de la vieja! Los demás dicen que le echa raticida y lo deja en el sótano. ¡Procura que tu gato no vaya por allí!

«¿Raticida? ¿En una cocina? ¿Adónde diablos he ido a parar?»

—Mi baguette está encima de la mesa —dijo Jalil—. Será mejor que cojas un trozo.

—Gracias, no es necesario —respondí con voz débil—. Creo que me limitaré a comer mi pasta.

Por la noche, después de cenar y sacar a Simon a dar una vuelta atado con la correa, llamó mi madre.

—¿Cómo van las cosas? —preguntó.

—Más o menos... —respondí, notando de repente lo desanimada y agotada que estaba—. Mejor dicho... no sé por dónde empezar. Aquí todo es un poco raro, la verdad. No se parece en nada al sitio donde creía que acabaría cuando saqué sobresaliente en mi trabajo de fin de carrera.

—No significa que vayas a acabar ahí; se trata más bien de un lugar de paso. No es lo mismo.

—Tal vez —repuse.

—Empieza por el principio —dijo mi madre—. ¿Qué tiene de raro?

Mientras le relataba mi primer día en Estocolmo, se rio unas veces y otras se lamentó. No mencioné el raticida; ya la había preocupado lo suficiente.

—¿No has ido aún al centro de Estocolmo? —se extrañó—. Sé que tienes muchas ganas de ir, pero supongo que cumplirás tu promesa de no pasar por Drottninggatan, ¿verdad? ¡Y no te pongas los cascos, recuérdalo!

—Mamá —respondí con serenidad—. Drottninggatan probablemente sea la calle más segura de Estocolmo hoy en día. ¿Crees en serio que llegarían a atentar dos veces en el mismo sitio?

—Cosas más raras han sucedido —replicó mi madre.

—Recuerda que tengo formación militar. Jefa de grupo.

—¿De qué sirve eso frente a un loco asesino suicida, o un camión fuera de control? —objetó ella.

O una cocina de gas estropeada en una casa de veraneo totalmente normal, podría haber dicho yo, pero me callé.

Me di cuenta de que alguien había encendido el televisor en su habitación y tenía el volumen tan alto que se podía oír absolutamente todo. Suspiré y me dirigí al otro extremo de mi cuarto. No sirvió de nada.

—¿Qué es eso que se oye? —preguntó mi madre—. ¿Has puesto el televisor?

—No —dije—. Es el vecino de la habitación de al lado.

Nos quedamos en silencio un momento. El locutor de televisión estaba hablando del problema creciente de las alergias infantiles. El vecino de la habitación contigua bostezó en voz alta y juraría que hasta le oí rascarse.

—¿Cómo te sientes interiormente?

—Como antes —dije—. ¿Y tú?

—Me sigue pareciendo irreal —respondió—. Dentro de una semana tengo que volver a la universidad después de la baja por enfermedad, pero no sé cómo me sentará.

Mi madre era bibliotecaria y había estudiado Literatura durante un año y medio en la universidad. Trabajaba en la biblioteca principal del campus de Örebro desde hacía muchos años, pero a veces daba conferencias de literatura o de cine. Le encantaba leer, especialmente novela clásica, y nos inculcó el gusto por la lectura a toda la familia. Fue ella la que puso en mis manos a Charles Dickens y a Sofi Oksanen, y gracias a ella nos gustaban las películas de Alfred Hitchcock y de Woody Allen, además de series como Homeland o Modern Family.

—Es importante que vuelvas a trabajar —dije—. Tienes que ponerte en marcha de nuevo.

—Oh, sí —suspiró—. La teoría suena bien, pero hoy he llegado al supermercado y de repente no tenía ni idea de qué hacía allí. Sabía que había ido a comprar, pero no encontraba la lista ni recordaba lo que necesitaba. Por un momento pensé en llamar a tu padre... Hasta que decidí que era hora de volver a casa. No estoy segura de que sea capaz de trabajar.

El vecino bajó el volumen del televisor y se puso a hablar por teléfono. Parecía como si estuviera en medio de mi habitación e intenté tapar mi móvil con la mano.

—¡Hola, Tompa! —le oí decir a voces—. ¡Soy Sixten...! Sí, claro, ¡qué demonios!, ¿quién iba a ser?

Unos segundos de silencio.

—Puedo ir a casa a ayudarte —sugerí rápidamente—. De todos modos aquí no hago nada que valga la pena.

—No —dijo mi madre con decisión—. Quiero que te quedes en Estocolmo y tomes las riendas de tu vida. Después de lo que ocurrió el invierno pasado estás un poco...

—¿Desquiciada?

—No, pero ¡maldita sea!, hay mucho que hacer en el trabajo, ya sabes cómo es —se oyó decir a Sixten.

—Algo parecido —espetó—. Y además está lo de tu padre. Tienes que salir de casa. De lo contrario te quedarás atrapada en el dolor.

«Igual que tú», pensé, pero no dije nada.

—¿Cómo se encuentra Lina? ¿Está en el establo?

—Sí —respondió—. Y por el bien de ella es importante que tú y yo sigamos adelante. De lo contrario volverá a deprimirse.

Lina, mi querida hermana menor, adoraba los caballos. La vi delante de mí, como la recordaba siempre: una chica traviesa de doce años con hoyuelos en las mejillas y flequillo rubio bajo el casco de montar, una personita que haría casi cualquier cosa por alegrar a los demás, ya fueran personas o animales. Lina se balanceaba entre fuertes sentimientos: alegría y tristeza, esperanza y desesperación, pero si lograbas hacerla reír, casi siempre recuperaba el equilibrio. Nos llevábamos seis años de diferencia, pero Lina ya no era una niña de primaria, había cumplido dieciocho años y cursaba el último año del instituto. La primavera pasada había empezado a prepararse para los campeonatos suecos de 2018 del concurso completo de hípica, y se hubiera clasificado en las carreras de prueba, si no hubiera ocurrido lo de mi padre, porque dejó los entrenamientos y cayó en una depresión. Hacía poco que habíamos logrado que volviera a coger las riendas, literalmente, por lo que entendí bien la actitud de mi madre.

—Pero he pensado, ¿qué demonios? ¡Ya es hora de ver a Tompa y salir a tomar unas copas! —voceó Sixten al otro lado de la pared.

Sonaba muy convincente.

—¿Quién grita de ese modo? ¿Hay alguien contigo?

—No, es el vecino de la habitación contigua —aclaré en voz baja—. Aquí se oye todo.

—No suena muy bien —dijo ella—. Todo eso me preocupa... Hablé con Björn el otro día, y él también estaba inquieto por tu situación.

Björn era uno de los colegas de mi padre, que con los años se había convertido en amigo de toda la familia. Tenía algo de playboy, pero después de la muerte de mi padre nos prestó una ayuda increíble. De todos modos, no me agradaba que mi madre le hablara de mí.

—¿Por qué comentas mi situación con Björn? Él no tiene ni voz ni voto en esto —protesté.

—Björn solo quiere que os vaya bien a Lina y a ti —replicó ella—. Se ha portado de maravilla con todo esto, debes admitirlo.

Cuando mi padre falleció en el incendio, la familia se desmoronó, y fue Björn quien se encargó de lo más peliagudo: la identificación, el contacto con la policía y con la funeraria, el obituario en el periódico, el entierro.

—Lo mismo que Fabian —añadió—. Agradezco mucho que los viejos amigos de tu padre nos apoyen y sigan pensando en ti y en Lina ahora que ya ha pasado todo. Quiero que recibamos toda la ayuda y todo el apoyo posibles.

Fabian era el mejor amigo de papá desde la época de estudiantes, y se parecía más a él que Björn, tanto en el físico como en la forma de ser, lo que hacía que me resultara más fácil acercarme a él, a pesar de que fuera más seco que Björn.

—Björn quiere invitarte a almorzar —añadió—. Y hablar contigo del futuro.

—No —dije en tono firme—. En este momento no tengo ganas de ver a ninguno de los dos.

—Pero, Sara... —objetó ella.

—¿Y por qué no ahora? —gritó Sixten—. ¡Maldita vieja amargada!

Se oyeron unas carcajadas roncas y fuertes a través de la pared, como si se estuviera riendo a mi lado.

—Escucha, no te preocupes más por mí —espeté—. ¡Ya me las apañaré! Soy ex militar, ¿te acuerdas? Sé cómo arreglármelas.

—Suenas igual que tu padre —dijo, y pude percibir que sonreía.

Al segundo siguiente estalló en llanto.

—Mamá —dije impotente.

—Entonces ¿el miércoles? —gritó Sixten—. ¿O el jueves? ¡Dile que es muy importante!

—No, no, no es nada —intentó reponerse mi madre en voz baja—. ¡Ya se me pasará!

No había nada que decir. Solo me hubiera gustado poder abrazarla. Y que el imbécil de Tompa accediera a salir con Sixten el jueves para que acabaran de una vez su absurda conversación.

A la noche, cuando el cuarto de Sixten se quedó al fin en silencio y yo estaba a punto de dormirme, sonó de nuevo el teléfono. Era un mensaje de mi madre.

He hablado con Björn y Fabian. Fabian me preguntó cómo estabas y qué estás haciendo ahora. Le hablé de la cafetería y creo que pasará a saludarte. ¡Muy amable de su parte!

Maldije por dentro. No quería visitas en la cafetería ni que me prestaran ningún tipo de atención hasta que saliera de esa extraña burbuja en la que me encontraba desde que la policía se presentó en nuestra casa una mañana soleada de finales de mayo. Y, en realidad, mucho antes de eso. Pero no podía decírselo a mamá. Fabian era al fin y al cabo un poco mejor que Björn.

Genial. Björn quiere que os veáis en el centro. Sara, por favor. ¿Lo harás por mí?

Gruñí tumbada en la cama. Se oyó un gruñido similar al mío, procedente del otro lado de la pared, y me quedé inmóvil unos segundos hasta que entendí lo que era: Sixten estaba roncando. Dejé el teléfono en el suelo, me tapé la cabeza con la almohada e intenté dormir.

En esas circunstancias era difícil negarle algo a mamá, así que el sábado por la mañana fui al centro para ver a Björn. Era la primera vez que tenía la oportunidad de ir al centro de la ciudad desde que me había mudado, y mi madre tenía toda la razón, me moría de ganas de hacerlo. Por eso fui con tiempo: aunque Björn y yo íbamos a encontrarnos a la una, llegué a la salida del metro a las once y media para dar un paseo por Stureplan. La Seta tenía el mismo aspecto que en mis anteriores visitas a Estocolmo, pero ahora la miraba diferente: ahora aquella era mi ciudad, era yo la que vivía allí. Puede que no en Stureplan precisamente, sino en Vällingby, a dieciocho estaciones de metro de distancia, pero en esa ciudad.

Me quedé de pie debajo de la Seta mirando a los que iban y venían a mi alrededor. Por todos lados gente con un buen físico, bien vestida, atractiva, y me vino a la mente el cómico Jim Jefferies, quien según dicen preguntó en una ocasión: «¿En Suecia matáis a todos los niños feos?».

A la derecha estaba el restaurante Sturehof, con su terraza llena a rebosar. Me acerqué y le eché un vistazo a la carta: trucha al vapor, 320 coronas; lucio a la parrilla, 360 coronas; rodaballo, 485 coronas. No me lo podía permitir de ningún modo. Tras un leve suspiro, fingí indiferencia y proseguí mi camino.

Pasé por delante del centro comercial Sturegallerian, que quedaba a mi derecha. Unos cien metros más arriba se encontraba la famosa Taverna Brillo, de la que había leído bastantes cosas. En las mesas de la terraza había mucha gente, pero me armé de valor: me puse de espaldas al restaurante, levanté el móvil delante de mí, me aseguré de que se viera bien el letrero TAVERNA con sus brillantes colores, y pulsé la tecla. En la pantalla apareció una bonita imagen mía, sonriendo con gafas de sol delante de uno de los sitios más populares de Estocolmo. La subí inmediatamente a Instagram y debajo escribí: «¡Por fiiiin he encontrado mi sitio en Estocolmo! ¡Mi nueva vida comienza ahora!».

Luego me senté a una mesa e intenté dar la impresión de que tomar café al sol en la terraza de la Brillo era algo habitual para mí. El chico de la mesa de al lado se inclinó hacia delante y dijo:

—¿Eres nueva en la ciudad?

—¿Tanto se nota? —contesté avergonzada.

Vino la camarera y pedí un café. Debajo de mi foto de Instagram empezaron a aparecer los «me gusta» y los comentarios: «¡Ohhhh, qué suerte!», de Lina; «¡Eres genial, Sara!», de mi amiga Sally, y «¡Cómo me gustaría estar ahí!», de Flisan. No escribió nadie más.

Me acomodé en la silla. El muchacho de la mesa de al lado se había marchado y en su lugar había un par de chicas muy bonitas. Vestían ropa de deporte de marca de pies a cabeza, en plan «sábado de relax»: pantalones de deporte de Nike y camisetas con estampado de tigre de Kenzo. Las sudaderas seguramente eran Montcler, y las zapatillas Vans o Adidas. Arrastré discretamente los pies enfundados en mis gastadas Converse y los escondí debajo de la silla.

Sentí que me envolvía una ola de soledad. ¿A quién intentaba engañar? Mi nueva vivienda en Estocolmo era una diminuta habitación que le alquilaba a una vieja asquerosa en Vällingby, y mi emocionante trabajo consistía en pelar patatas como una esclava en Sundbyberg. En las redes sociales procuraba que mi vida pareciera mejor de lo que en realidad era, aunque no sabía por qué lo hacía. No quería que los demás me compadecieran; la verdad es que anhelaba que llegara el momento de compartir algo bueno de verdad, como cuando estaba en el ejército.

Pero esa etapa había terminado. Ahora estaba sentada en la Brillo, en medio de la gente guapa de Estocolmo, que seguramente también trabajaba y vivía en Stureplan. Yo solo tenía delante una taza de café frío y ni siquiera me atrevía a pedirle a la camarera que me rellenara la taza.

A la una estaba ya de pie en la escalinata del teatro Dramaten esperando a Björn. Por supuesto, él también fue puntual, como de costumbre. Mi padre solía bromear acerca de eso cuando trabajaban juntos, decía que se podía poner el reloj en hora siguiendo a Björn, y que ese era uno de los motivos de que le fuera tan bien en las distintas labores estatales que realizaba. Björn y mi padre se conocieron al comienzo de sus carreras, y siempre se mantuvieron en contacto, aunque nosotras nunca entendimos por qué, ya que nos parecían muy diferentes. Vi llegar a Björn a lo lejos, con su pelo largo de color gris acero peinado hacia atrás como solían llevarlo los yuppies modernos. Iba siempre bien vestido, hoy se había puesto unos vaqueros y un suéter debajo de un abrigo de color beige. Un par de guantes de piel completaban el conjunto.

—Hola, Sara —me saludó con un abrazo—. ¡Me alegro de verte! ¿Vamos?

Björn quería invitarme a almorzar, pero yo prefería dar un paseo por la isla de Djurgården, con la intención de que fuera bastante corto. Seguimos caminando por la explanada de Strandvägen y luego giramos a la derecha para cruzar el puente Djurgårdsbron. A partir de ahí, Björn propuso que fuéramos por la orilla izquierda y enseguida accedí, pensando que así podría poner a Simon como excusa y coger el autobús en la parada de enfrente del restaurante Djurgårdsbrunn. Pasamos enfrente del restaurante Ulla Winbladh y entramos en un camino de gravilla, donde no había tanta gente. Björn me miró de reojo.

—¿Cómo te van las cosas? —preguntó.

—Ya he dicho que bien —aseguré con un gesto inocente—. Me lo has preguntado hace un momento.

—Lo sé, pero ahora quiero una respuesta sincera —dijo, sonriendo.

Dentro de mí, la rabia no hacía más que crecer. Björn y Fabian se consideraban unos excelentes conocedores de personas, por lo que creían saber cómo nos sentíamos «de verdad» los demás, y les encantaba decírnoslo.

¿O tal vez yo estaba más susceptible de lo habitual?

—Me va todo bien —insistí con una sonrisa forzada—. ¿Y a ti?

Mi voz sonó más sarcástica de lo que esperaba. Björn no dijo nada durante unos minutos; anduve a su lado en silencio hasta que me tranquilicé.

—Disculpa —dije luego—. No era mi intención resultar desagradable.

—Sabes que no pretendo entrometerme —se explicó Björn—. Pero tu padre me caía muy bien y quiero asegurarme de que a Lina y a ti os va todo bien, y también a Elisabeth, por supuesto. Si hay algo en lo que os pueda ayudar, estoy a vuestra disposición para lo que sea.

—Me parece estupendo —respondí—, pero en este momento no hay nada en lo que nos puedas ayudar. Si se me ocurre algo, te llamaré.

Seguimos caminando en silencio un buen rato e intenté buscar algo que decir, pero cuando iba a abrir la boca para preguntarle cómo iban sus planes de mudarse al extranjero, vi que un hombre venía caminando hacia nosotros. Su aspecto era bastante corriente, vestía chaqueta y pantalón vaquero; sin embargo, llevaba un sombrero muy raro que no combinaba en absoluto con el resto del conjunto. «El Zorro», pensé sonriendo, e iba a comentarle la ocurrencia a Björn cuando el hombre se acercó a nosotros. Björn se detuvo en seco, y se apartaron unos pasos; hablaron en voz baja. Yo también me detuve, muy sorprendida. ¿Quién era ese tipo y qué quería? ¿Conocía a Björn?

Mi sorpresa aumentó cuando vi que el hombre se acercaba todavía más a Björn y le rodeaba los hombros con el brazo. Era un gesto amistoso, aunque me pareció amenazante. Apretó el brazo alrededor de Björn con fingida amabilidad y lo zarandeó un par de veces sin perder la sonrisa, mientras Björn estaba muy serio, casi pálido.

—Me alegro de verte, Björn —dijo el hombre en voz alta—. Tendrás que cuidarte muy bien de ahora en adelante. Confiamos en ti, ya lo sabes.

Björn no respondió. Tras unos segundos, el hombre le soltó, me miró, hizo un gesto con la cabeza y siguió su camino. Lo miré perpleja mientras se marchaba. Björn hizo un movimiento con los hombros para relajarlos, como si se quitara un gran peso de encima.

—¿Quién era?

—Nadie —respondió Björn—. Un conocido del trabajo. Nadie importante.

Reanudamos el paseo.

—Te noto un poco nervioso —dije al cabo de un rato—. ¿No me lo puedes explicar?

Björn continuó en silencio y luego se detuvo de repente. Yo también lo hice y nos quedamos mirándonos el uno al otro.

Björn tenía la edad de mi padre, sesenta y pocos, pero era evidente que quería parecer más joven. De él sabía que era bastante vanidoso, que iba en moto y que se acababa de separar. Le miré con cierta indiferencia: el cabello largo, el leve bronceado —¿crema autobronceadora?—, que mantenía desde el verano; la ropa cara y de buen corte. Le despreciaba tanto que incluso sentí vergüenza; era ese desdén de la gente joven hacia alguien mayor que se esfuerza en parecer joven. Me sonrojé. ¿Desde cuándo era tan dura? ¿Desde cuándo no tenía ni una pizca de compasión? ¿Ahora me molestaba que él se negara a abrirse y a contestar a mis preguntas? Si yo hacía exactamente lo mismo.

La respuesta siguiente de Björn hizo que desapareciera la poca simpatía que todavía me despertaba.

—No sé si sabrás que tu padre se metió en negocios algo sucios, en cosas en las que es mejor no entrar en detalles.

Lo miré fijamente. Después estallé y le solté en tono distante:

—Que sepas que si en este planeta ha habido alguien absolutamente honrado, ese fue mi padre. El hecho de que tú, según parece, estés metido en líos no es razón para que empieces a hablar mal de él. ¡Y ahora me vuelvo a casa con mi gato!

Björn me lanzó una mirada llena de escepticismo. Sentí dolor de estómago al mirarlo, por lo que me dirigí a paso rápido hacia el Djurgårdsbrunn, pero me alcanzó enseguida.

—Espera, Sara —dijo—. No me he expresado bien. Sé perfectamente que tu padre era una persona muy honesta, pero creo que se vio envuelto en algo sin comerlo ni beberlo.

—¿Y cómo lo sabes? —repliqué entre jadeos debido a la velocidad que llevaba.

—Yo no sé nada —respondió—. Si te soy sincero, solo estoy especulando. Pero prefiero hacerlo contigo en vez de elucubrar a solas.

Me paré bruscamente.

—¿Sabes una cosa? —le espeté, mirándolo directamente a los ojos—. Agradezco tu preocupación, pero respecto a mi padre vas por un camino totalmente equivocado.

Vi el autobús 69 por encima del hombro de Björn.

—De acuerdo —se conformó Björn, levantando las manos en el aire—. Es muy probable que tengas razón y que haya malinterpretado lo de tu padre. No volveré a molestarte.

No respondí; me limité a cruzar la calle y me detuve junto a la parada del autobús. Por el rabillo del ojo vi que Björn volvía a reseguir la orilla, deshaciendo el mismo camino que habíamos recorrido. Iba caminando lentamente, con las manos metidas en los bolsillos y, mientras lo veía alejarse en dirección al bosque, una oleada de remordimiento se apoderó de mí.

Me desperté de repente en medio de la noche. El corazón me latía con fuerza; algo me había desvelado, pero no sabía qué. Hasta que volví a oírlo, era un aullido prolongado, parecido al de un perro. O un lobo.

Me senté en la cama y encendí la lámpara. El aullido procedía del otro lado de la pared. Debía de ser Sixten.

Me levanté, me puse el albornoz y salí al pasillo. No vi a nadie. Los fuertes quejidos de Sixten atravesaban los tímpanos.

Continué por el pasillo y vi luz debajo de la puerta de Jalil. Me acerqué y llamé. La luz se apagó sin que se oyera ningún ruido. No abrió nadie.

Maldije para mis adentros. ¿Es que la gente carecía de empatía? ¿Y si Sixten se estuviera muriendo ahí adentro? Fui hacia la puerta y golpeé tres veces con fuerza.

La puerta se abrió y allí estaba Sixten. Le había visto antes, pero no de ese modo. Era un hombre bajo y rechoncho de unos sesenta años, llevaba una camiseta amarilla y negra con el logo del AIK Estocolmo, que dejaba al descubierto una gran franja de vientre entre el borde de la misma y el pantalón del pijama. Además, me pareció que le faltaban muchos dientes cuando mostró su amplia y maliciosa sonrisa, sujetando la puerta con una mano mientras se rascaba el vientre con la otra.

—Pero ¡mira quién está aquí! —exclamó en tono jocoso—. ¿Quieres entrar?

Lo miré fijamente.

—¿Qué ocurre? —dije—. ¡Son las dos de la madrugada y tú estás aullando como un lobo herido!

Sixten sonrió.

—¡Eso ha estado bien! —contestó divertido—. «Lobo herido.» ¡Lo recordaré!

—¡Pero oye! ¡Estás despertando a toda la casa! ¿Qué estás haciendo? —le reproché.

Sixten miró a ambos lados con gesto burlón.

—Aquí no hay nadie excepto tú y yo, por lo que veo. ¿No vas a entrar? —insistió.

—¿Por qué gritas? —pregunté.

Sixten se encogió de hombros y abrió mucho los ojos.

—¿Porque tal vez soy un veterano de la guerra de Vietnam? ¿O será que, simplemente, me aburro un poco? —bromeó.

Nos miramos durante unos segundos. Sixten se rio en silencio. Luego me volví, me dirigí a mi habitación y oí que Sixten cerraba la puerta detrás de mí.

La puerta de mi cuarto estaba cerrada.

Intenté abrirla empujando con fuerza.

Imposible. Estaba cerrada con llave. Me acerqué más y oí un murmullo de voces al otro lado.

Sin pensarlo dos veces, fui por el pasillo hasta la habitación de la dueña de la casa y llamé con determinación. No respondió nadie, pero la puerta se abrió sigilosamente.

Vi a Siv sentada delante del espejo del tocador, que tenía bombillas amarillas alrededor como los espejos de los antiguos camerinos de teatro. Llevaba un grueso albornoz de color rosa claro y, cuando nuestras miradas se encontraron en el espejo, yo resoplé. Vi que llevaba alrededor de la cabeza una media o un gorro ajustado, y en la mesa de al lado una peluca de rizos marcados colgada en un palo de madera.

Siv llevaba peluca.

—¡Oh, perdón! —exclamé, cerrando la puerta de golpe.

Luego me quedé inmóvil en la oscuridad unos segundos, sin saber qué hacer. Entonces se abrió la puerta y ahí estaba Siv con su aspecto habitual y sus rizos.

—¿Qué quieres? —dijo con acritud—. Son las dos de la madrugada y deseo estar en paz.

—¡No puedo entrar en mi habitación! —dije—. Sixten estaba aullando como un loco, ¿no lo has oído? Tuve que salir. Ahora hay alguien en mi habitación y han cerrado la puerta desde dentro.

Siv me miró.

—¿De qué demonios hablas?

Cogió una llave que tenía colgada en un gancho y se dirigió por el pasillo hacia mi habitación; a continuación, simplemente agarró la manija de la puerta y la puerta se abrió de par en par sin necesidad de usar la llave.

La puerta estaba abierta y la habitación, vacía.

Siv me lanzó una mirada de desconfianza.

—¿Tomas drogas? —me espetó después de unos segundos—. En tal caso ya puedes irte a vivir a otro sitio.

—¡No, no tomo drogas! —contesté desconcertada—. ¡Oí voces en la habitación y la puerta estaba cerrada con llave! ¡Por dentro!

Siv mostró una leve sonrisa de triunfo.

—Pero no lo estaba —dijo en un tono tan suave que me inquietó.

Luego volvió a su habitación y cerró de un portazo.

Yo también entré de nuevo en mi cuarto y cerré con llave; después revisé si faltaba algo o habían revuelto mis cosas. No había el menor indicio de que allí hubiera estado nadie. Me pareció percibir un leve olor a alcohol, pero podían ser imaginaciones mías.

Con los ronquidos de Sixten no podría volver a conciliar el sueño, así que saqué mi neceser y enseguida encontré la cajita que me había recetado el médico de familia.

—No son somníferos —había explicado—, sino simples pastillas para dormir. Puede que te aturdan un poco, así que utilízalas solo cuando realmente necesites descansar.

En el envase se indicaba 1-2 comprimidos. Dudé. Después me metí dos comprimidos en la boca y me los tragué con un poco de agua, finalmente me volví a hundir en la cama y me dormí.

Grandes bolas de fuego amarillas lamían mi ventana. Abrí los ojos poco a poco y, encima de mí, percibí un resplandor amarillento que se elevaba por la pared; oí una especie de crujido que procedía del exterior del edificio.

Un incendio.

¿Estaba la casa en llamas? Por algún motivo tenía la cabeza bloqueada y no conseguía que los miembros me obedecieran. Entraba tanto calor por la ventana que sentía el cuerpo bañado en sudor. Logré salir de la cama, me acerqué titubeando a la ventana y entonces comprendí que, efectivamente, tanto la casa como mi habitación estaban ardiendo. Estaba rodeada de llamas rojas y anaranjadas.

«¿Iba a morir? ¿Iba a arder en llamas igual que mi padre?»

Mi pulso mantenía su ritmo tranquilo y regular, como si fuera imposible que algo lo alterara.

Debería salir al pasillo y activar la alarma contra incendios. Debería alertar a los demás para que avisaran a los bomberos. Debería llamar al 112. Pero no hice nada.

Simplemente me metí otra vez en la cama y me quedé tumbada y quieta mientras miraba las llamas que se elevaban al otro lado de la ventana. Después cerré los ojos y desaparecí de nuevo en la oscuridad.

«¿Volveré a verte ahora, papá?

¿

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