Muerte en la nieve

Lucy Foley

Fragmento

Emma

Emma

Tres días antes

30 de diciembre de 2018

Año Nuevo. Nos juntamos por primera vez desde hace mucho tiempo. Mark y yo, Miranda y Julien, Nick y Bo, Samira y Giles, su hijita de seis meses, Priya. Y Katie.

Cuatro días de invierno en una zona remota de las Tierras Altas de Escocia, Loch Corrin. Muy exclusiva: solo acogen a cuatro grupos al año; el resto del tiempo es una propiedad privada. Esta época, como es de suponer, es la más solicitada. Tuve que reservar prácticamente el día después del Año Nuevo pasado, en cuanto abrieron las reservas. La mujer con la que hablé me aseguró que, dado que nuestro grupo ocupaba buena parte del alojamiento disponible, tendríamos el sitio para nosotros solos.

Vuelvo a sacar el folleto del bolso: un tarjetón, de los caros. En él aparece un lago flanqueado por abetos y unas montañas al fondo, cuyas cimas —ahora probablemente nevadas— están tapizadas de brezo rojo. Según las fotografías, el hotel propiamente dicho, el nuevo Lodge, tal como se describe en el folleto, es una gran construcción de cristal, ultramoderna, creada por un arquitecto de renombre que recientemente diseñó el pabellón de verano de la Serpentine Gallery. Creo que la idea es que se funda con las aguas plácidas del lago, que refleje el paisaje y la silueta inquebrantable de la gran cumbre, el Munro, que se alza por detrás.

Cerca del hotel, empequeñecidas por él, se distingue un grupo reducido de residencias que parecen estar apiñadas para mantener el calor: son las cabañas. Hay una para cada pareja, pero nos juntaremos para las comidas en el pabellón de caza, el edificio de mayor tamaño situado en el centro. Aparte de la Cena de las Tierras Altas de la primera noche —«un escaparate de productos locales y de temporada»—, cocinaremos nosotros. He pedido comida especialmente para mí, por lo que envié una larga lista por adelantado —trufas frescas, foie-gras, ostras...— para el banquete que tengo previsto preparar en Nochevieja y que me tiene muy emocionada. Me encanta cocinar. La comida une a las personas, ¿verdad que sí?

Esta parte del trayecto resulta especialmente espectacular. Tenemos el mar a ambos lados y, muy de vez en cuando, la tierra se desvía hasta tal punto que parece que basta un movimiento en falso para acabar cayendo por el precipicio. El agua es de color gris pizarra y está embravecida. En lo alto de un acantilado, las ovejas se juntan formando un grupo como si quisieran mantener el calor. Se oye el ulular del viento, que a menudo sopla enfurecido contra las ventanillas y hace que el tren se estremezca.

Me parece que todos los demás se han quedado dormidos, incluso la chiquitina, Priya. De hecho, Giles está roncando.

«Mirad —tengo ganas de decir—, ¡mirad qué bonito!»

He organizado este viaje, por lo que me siento un poco «responsable»: estoy preocupada por si la gente no se lo pasa bien, por si algo sale mal, pero también me siento orgullosa, desde ya, por los pequeños triunfos... como este, la belleza salvaje que se observa al otro lado de la ventanilla.

No me extraña que casi todos estén dormidos. Nos hemos levantado hoy muy temprano para coger el tren. Miranda estaba especialmente cruzada a esas horas intempestivas. Y luego todos se han puesto a empinar el codo, por supuesto. Mark, Giles y Julien fueron a por el carrito de bebidas pronto, más o menos a la altura de Doncaster, aunque no eran más que las once de la mañana. Se emborracharon, se pusieron cariñosos y algo escandalosos (los ocupantes de los asientos contiguos no parecían molestos, sin embargo). Dan la impresión de ser capaces de recuperar una sincera camaradería a pesar de los años transcurridos y del tiempo que hace que no se han visto, sobre todo tras un par de cervezas.

Nick y Bo, su novio norteamericano, no están tan integrados en este club de jóvenes, porque Nick no formaba parte de su grupo en Oxford... aunque Katie ha dicho en alguna ocasión que hay algo más, cierta homofobia no declarada por parte de los demás chicos. Ante todo, Nick es amigo de Katie. A veces tengo la extraña impresión de que no le caemos especialmente bien, que nos tolera solo por ella. Siempre he sospechado que existía cierta frialdad entre Nick y Miranda, probablemente porque los dos tienen una personalidad fuerte. No obstante, esta mañana los dos parecían uña y carne, corriendo por el vestíbulo de la estación, cogidos del brazo, para comprar «sustento» para el viaje. Han regresado con una botella de Sancerre a la temperatura ideal, que Nick ha sacado de una bolsa isotérmica ante las miradas de envidia de quienes bebían cerveza.

—Nick quería comprar gin-tonics de esos en lata —nos dijo Miranda—, pero no le he dejado. Tenemos que empezar tal como lo pensamos continuar.

Miranda, Nick, Bo y yo tomamos un poco de vino. Incluso Samira decidió dar un trago en el último momento:

—Hay nuevos estudios que afirman que se puede tomar vino durante la lactancia.

Katie al principio hizo un gesto de negación con la cabeza, enarbolando una botella de agua con gas.

—Oh, venga ya, Kei-tiii —suplicó Miranda, con una sonrisa que desarmaba mientras le tendía un vaso—. ¡Estamos de vacaciones!

Es difícil resistirse a Miranda cuando intenta convencerte de hacer algo, así que Katie lo cogió y, por descontado, dio un tímido sorbo.

El alcohol ayudó a relajar algo el ambiente; nos hicimos un poco de lío con los asientos al subir al tren. Todo el mundo estaba cansado y enfadado mientras intentábamos aclarar la confusión de mala gana. Resultó ser que uno de los nueve asientos de la reserva estaba, por alguna razón que se nos escapa, en el vagón contiguo. El tren estaba a reventar, la gente empezaba las vacaciones, por lo que no había posibilidad de cambio.

—Obviamente, es el mío —dijo Katie.

El caso es que ella va sola, ya que no tiene pareja. En cierto modo, puede decirse que en estos momentos es más intrusa que yo.

—¡Oh, Katie! —exclamé—. Me sabe muy mal... me siento como una idiota. No sé cómo ha podido pasar. Estaba convencida de haber hecho todas las reservas en el centro del vagón, para asegurarme de que íbamos todos juntos. El sistema debe de haberlo cambiado. Mira, ven y siéntate aquí... Ya iré yo ahí.

—No —contestó Katie, levantando la maleta con dificultad por encima de las cabezas de los pasajeros que ya habían tomado asiento—. No tiene sentido. No me importa.

Sin embargo, su tono sugería otra cosa. «Joder —pensé—. No es más que un viaje en tren. ¿Tanta importancia tiene?»

Los ocho asientos restantes estaban encarados entre sí con sendas mesas en medio en el centro del vagón. Justo detrás había una mujer mayor sentada al lado de un adolescente con varios piercings, dos personas que viajaban solas. No parecía probable que pudiéramos hacer algo para arreglar el desaguisado. Pero entonces Miranda se inclinó para hablar con la

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