Lagos de maldad (Trilogía de la Resistencia 2)

Louise Boije af Gennäs

Fragmento

Capítulo 1

1

Estaba sola en el oscuro túnel. Vislumbré una luz tenue a lo lejos y me di cuenta de que era la única salida. Las paredes del túnel, pintadas con grafitis, parecían arquearse sobre mí y, aunque sabía que era imposible, tenía la sensación de que cada vez estaban más cerca.

Vi que un hombre caminaba en mi dirección. Parecía más joven desde lejos, pero aun así lo reconocí. Llevaba una gran herramienta que no distinguía bien y me miraba sonriendo con amabilidad mientras se acercaba con paso decidido.

Era Fabian.

Intenté gritar y echar a correr; sin embargo, permanecí allí, petrificada. Cuando estaba a poca distancia de mí noté que la cabeza de Fabian estaba inclinada, formando un ángulo extraño respecto al cuerpo. En ese momento se detuvo.

—Es el cuello —dijo con una leve sonrisa sin que yo le preguntara nada—. Me lo he fracturado.

De repente se puso serio, abrió mucho los ojos y levantó la herramienta que llevaba. En ese momento distinguí que lo que elevaba por encima de su cabeza, con el filo en mi dirección, era un hacha enorme y brillante. Unos segundos después vi que una gran cantidad de sangre le empezaba a correr por las mejillas mientras me miraba con los ojos desorbitados y un gesto aterrador.

Chilló con todas sus fuerzas mientras el hacha empezaba a caer sobre mí.

El grito retumbó en las paredes del túnel.

Me incorporé en la cama con el corazón latiéndome a toda velocidad. Noté que tenía el camisón húmedo por el sudor y me levanté para quitármelo.

Otra vez.

Palpé las sábanas. La almohada estaba mojada, pero se le podía dar la vuelta, y aunque las sábanas estaban húmedas, eso no impediría que siguiera durmiendo. Me agradó la idea de no tener que cambiarlas otra vez.

Me puse un pijama seco. Luego fui a mi pequeña cocina, saqué un vaso del armario y abrí el grifo. Dejé correr el agua para que saliera fresca mientras miraba los tejados de los edificios de Kungsholmen que había al otro lado del patio. Era una noche de luna llena y parecían sumergidos en su luz.

Al día siguiente iba a acudir a una importante entrevista de trabajo en McKinsey y sabía que tenía que dormir, pero antes de volver a la cama quería tranquilizarme.

Las láminas de los techos de hojalata resplandecían bajo la luz de la luna. Suele decirse que las personas sensibles tienen más pesadillas cuando hay luna llena, aunque yo no estaba del todo convencida de ello, ya que las mías iban y venían sin que aparentemente influyera nada exterior. A veces dormía mal varios días seguidos y otras podía pasar casi una semana sin tener una pesadilla. El efecto más significativo de esto eran mis cambios de humor, unas veces por falta de sueño y otras por haber dormido demasiado.

Me pregunté cuánto tiempo durarían mis pesadillas.

Casi siempre era Fabian el que aparecía en ellas. Otras veces lo hacía Bella y mi padre se presentaba a intervalos regulares, aunque en su caso no solía manifestarse en pesadillas. Su presencia me llenaba de alegría y cariño, y sus sueños solo adoptaban la forma de una pesadilla de modo excepcional cuando lo veía expuesto a amenazas o violencia.

Miré al patio. En medio de la noche, la señora de los pájaros cuidaba sus gansos a la luz de la luna. Antes incluso de mudarme al apartamento de la calle Pipersgatan que acababa de adquirir, el presidente de la comunidad, un hombre alto y robusto de risa chillona, me lo advirtió:

—En esta casa hay una señora muy rara que siente fijación por las aves —dijo—. Pero no te preocupes: es totalmente inofensiva. La llamamos «la señora de los pájaros».

Me la encontré el mismo día que llegué a casa, mientras estaba haciendo la mudanza e iba de camino al ascensor con mis cosas y con Simon dentro de su transportín. Las puertas del ascensor estaban abiertas y el interior abarrotado de bolsas y cajas de cartón, por lo que ella apareció resoplando después de haber tenido que bajar a pie desde el tercer piso. Al principio yo no sabía quién era, solo vi a una mujer rellenita de unos sesenta y cinco años ataviada con un abrigo y un sombrero elegante, y con los labios pintados de color rojo intenso. En aquel momento me pareció bastante normal y corriente, a pesar del maquillaje y del potente aroma de su perfume.

Ambas nos detuvimos delante del ascensor, le tendí la mano y entonces atisbé sus cejas debajo del sombrero: estaban pintadas y resaltaban como dos arcos negros sobre sus ojos.

—Hola —saludé—. Me llamo Sara y estoy mudándome al cuarto piso. Lamento molestar ocupando el ascensor, pero este es el último viaje que hago.

La mujer ignoró mi mano tendida y miró fijamente a Simon. Entornó los ojos e hizo una mueca.

—¡Vaya! —exclamó—. Un gato.

Se marchó sin despedirse y yo me quedé allí mirándola mientras percibía el aroma de su intenso perfume y, como envuelto en el mismo, otro olor también penetrante. Pero ¿a qué? En ese momento se me ocurrió que ella debía de ser la señora de los pájaros. Metí rápidamente el transportín de Simon en el ascensor y subimos al cuarto piso, hasta mi nuevo hogar.

Habían transcurrido varias semanas desde mi marcha de Estocolmo a toda prisa y mi regreso a Örebro con mamá y con Lina. Después de abrir el sobre que contenía el sello con las siglas FLA, que Lina encontró en la alfombra de nuestra casa la misma noche en que murieron Fabian y Björn, sentía pánico y no quería salir de casa. Estaba apenada y angustiada por las muertes de Björn y de Bella, pero también por lo que le había ocurrido a Micke y a Fabian. Mi madre, Lina y yo celebramos juntas la Navidad, pero yo no tenía ganas de visitar a nadie, ni siquiera a Sally. Iban reforzándose las sospechas que tenía tanto de ella como de Andreas y, cuando alguno de los dos me llamaba, no les cogía el teléfono.

Pero una tarde de finales de diciembre, Sally llegó a casa en moto y más o menos me obligó a que la acompañara al Naturens Hus, nuestro antiguo restaurante favorito. Mamá y Lina me animaron a que fuera y de repente me vi sentada tras ella en su moto, tal como había hecho tantas veces.

Me gustó notar la caricia del aire en el rostro y ver pasar lugares conocidos, aunque en ese momento el entorno era básicamente aguanieve en vez de las praderas que se veían en verano. De pronto noté un alivio que hacía tiempo que no sentía. Mi vida no había terminado a pesar del tiempo que había pasado rodeada de dolor, pánico y acontecimientos incomprensibles. Además, tal vez Sally y Andreas no estaban involucrados, después de todo.

—Agradable, ¿verdad? —gritó Sally a su espalda, acelerando un poco.

—Sí —respondí también a gritos—. ¡Muy agradable!

Dimos una vuelta por la ciudad bajo el temprano atardecer invernal, pasamos por la zona de Wadköping, hogar de muchos artesanos, y por el Stadsparken, y después Sally siguió por Oljevägen hasta

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