Un fuego azul

Pedro Feijoo

Fragmento

1. El buen vecino

1

El buen vecino

Martes, 24 de diciembre

Son las diez de la mañana. El ascensor del número 12 de la calle Ecuador tarda una eternidad en completar el recorrido. Tan solo es un viaje de seis pisos hasta la planta baja, pero la cabina se demora como si tuviera que descender desde el mismo cielo. Cuando por fin llega a su destino, la puerta todavía tarda un poco en abrirse. Tanto como lo que le lleva a su único ocupante a empujar la pieza de hierro y cristal traslúcido. Por fin abierta, del interior asoma la barriga de un hombre corpulento. La gorra que le cubre la cabeza apenas deja adivinarle en el rostro: una gruesa montura de pasta con cristales oscuros, una barba blanca, corta y afeitada sin demasiado esmero, y una expresión grave, concentrada. Avanza con lentitud, como con torpeza, y cualquiera que no lo conociese podría achacarle a su edad la razón para esa manera de moverse. Pero no, no es por eso. Porque por más que aparente otra cosa, en realidad este hombre no es tan mayor. Poco más de setenta años. Setenta y tres, para ser exactos. Aunque, puestos a decir la verdad, también cabría señalar que han sido setenta y tres años de pura vida desatenta, malos cuidados y peores hábitos, eso sí.

Por fin fuera del ascensor, el viejo suelta la puerta, y esta golpea con fuerza contra su marco. Y aunque ya debería estar acostumbrado, porque al fin y al cabo es el ascensor del edificio en el que, por lo visto, lleva viviendo media vida, el hombre aún se vuelve, sobresaltado, para echarle un vistazo por encima del hombro con aire reprobatorio. Uno de esos dejes de viejo gruñón, como si semejante estruendo le pareciera toda una impertinencia por parte de la puerta. Comienza a rezongar por lo bajo, pero no tarda en abandonar el gesto crispado en cuanto se da cuenta de que no estará solo por mucho tiempo: fuera, en la calle, alguien se ha detenido ante el portal.

Se trata de una mujer joven, que llega empujando el carrito de un bebé. Incómoda, frena el cochecito con una mano mientras, con la otra, rebusca en el bolso con gesto agobiado. Domingo sonríe al comprender (esa capacidad que tienen las llaves para no aparecer nunca en el bolso de una mujer), y le hace una señal para que no se preocupe, que ya él se encarga.

Con tanta agilidad como puede (más bien poca), baja los cuatro escalones que le separan de la entrada y abre el portal para dejarle el paso franco a la chica. Ella se lo agradece con una sonrisa rápida al tiempo que avanza empujando el carrito hasta el pie de las escaleras, y el viejo le responde con otro gesto amable. Pero el suyo es diferente. Se trata de una sonrisa que, él lo sabe bien, va tan cargada de amabilidad como de algo más. Ese «algo» en el que cualquier caballero español habría advertido los últimos rescoldos de una antigua galantería. Al fin y al cabo, Domingo es un viejo zorro, un truhan curtido en mil batallas amorosas. O por lo menos así es como a él le gusta recordarlo.

—Buenos días, ¡y feliz Navidad!

La mujer le devuelve la sonrisa, si bien la suya parece distinta. Impostada.

—Eso será mañana, ¿no le parece? Aunque bueno, tampoco me haga demasiado caso, que nosotros no somos mucho de ese tipo de celebraciones...

Desconcertado, a Domingo se le congela la sonrisa en el rostro.

—¿Ah, no? Vaya, ¿y eso por qué? —pregunta sin dejar de sacudir la cabeza—. No me digas que sois testigos de Jehová, o algo de eso.

—Pues no —responde ella, molesta, con una mueca—, no somos nada «de eso». Pero tampoco creemos que haya por qué dejarse arrastrar por todas estas campañas de consumismo tan salvaje, ¿no le parece?

Domingo arquea las cejas.

—¿Consumismo, dices...? —El viejo esboza una sonrisa perpleja, como si de pronto tuviera la sensación de que le están gastando una broma—. ¡Pero mujer, si es Navidad!

Pero la chica no le devuelve la sonrisa.

—Lo sé —responde con gesto seco—. Pero yo no tengo la culpa.

Sorprendido, Domingo no sabe muy bien qué decir.

—Sí, claro... Oye, ¿quieres que te ayude a subir las escaleras? —se ofrece, más por cambiar de tema, al tiempo que ya echa las manos a la estructura del cochecito.

Pero la mujer, rápida, vuelve a atajarlo con un ademán.

—No se preocupe —rechaza con una nueva sonrisa, aún más forzada que la primera—, ya estamos más que acostumbradas a hacerlo todo solas.

Y así, sin dar la oportunidad al anciano de reaccionar, la mujer levanta el carrito y sube los escalones. No es que sea precisamente una maniobra fácil, pero ella ha dejado claro que prefiere hacerlo así. Y Domingo, todavía con la sonrisa congelada en el rostro, comprende que la charla ha llegado a su fin.

«Vaya...»

El viejo murmura una despedida de cortesía y se da la vuelta, dispuesto a salir a la calle. Abre el portal y avanza un par de pasos hacia el exterior, dejando que la hoja se cierre a su espalda. Curiosamente, al contrario de lo que sucede con la puerta del ascensor, la del portal tarda bastante en cerrarse, lenta y suavemente. Pero, con todo lo que se demora, él aún sigue ahí.

El viejo no se mueve.

Con la espalda pegada a la puerta de aluminio y cristal, Domingo echa un par de vistazos. Primero a su izquierda, luego a su derecha. Al cielo, al frente, y de nuevo a uno y otro lado. No se relaja hasta estar por fin seguro de no apreciar nada que se pueda considerar como una amenaza. Entonces, se ajusta las solapas del abrigo sobre el pecho, y echa a andar.

Con paso firme, sin apenas levantar la mirada del suelo, el anciano desciende por la calle Velázquez Moreno; luego gira a la izquierda al llegar a la de Policarpo Sanz, sin entretenerse con nada ni con nadie hasta llegar a la pastelería Arrondo, justo frente al teatro García Barbón.

—Buenos días —saluda con gesto serio.

—¡Hombre! —Mucho más risueña que él, la mujer al otro lado del mostrador le dedica una mirada desenfadada mientras continúa ordenando una remesa de pasteles en el expositor—. ¡Buenos días, don Domingo, y feliz Navidad!

Pero Domingo no comparte el entusiasmo de la pastelera.

—Eso será mañana, ¿no te parece?

—Bueno, hombre, pero tampoco hay por qué escatimar buenos deseos, ¿no? ¿Qué, qué va a ser? ¿Algo especial para compartir esta noche con la familia, tal vez?

Pero el viejo no contesta. Aprieta los labios, y se limita a concentrarse en la contemplación del expositor, cargado con todo tipo de dulces y pasteles.

—Pues mira —responde al fin—, hoy me voy a llevar un milhojas de estos que tienes aquí. —Señala con el dedo índice, flaco y huesudo—. El de la derecha, el más grande.

Esta vez es la dependienta la que se queda en silencio. Inclina la cabeza, buscando en la dirección en la que el hombre señala, golpeando el cristal del expositor con la uña, y frunce el ceño, esbozando una sonrisa cansada.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos