Viento rojo

Raymond Chandler

Fragmento

Viento rojo

1

Soplaba viento del desierto aquella noche. Era uno de esos Santa Anas calientes y secos que bajan por los pasos de montaña, te rizan el pelo, te ponen los nervios de punta y hacen que te pique la piel. En noches así, todas las borracheras terminan en pelea. Las mujercitas dóciles palpan el filo del cuchillo de trinchar y estudian el cuello de sus maridos. Puede pasar cualquier cosa. Hasta te puedes tomar un vaso grande de cerveza en una coctelería.

Yo me estaba tomando uno en un sitio nuevo y pretencioso enfrente del edificio de apartamentos donde vivía. Llevaba abierto aproximadamente una semana y no estaba haciendo nada de negocio. El chico que atendía la barra tenía veintipocos años y pinta de no haberse tomado una copa en su vida.

Solo había otro cliente, un borrachín en un taburete de espaldas a la puerta. Tenía delante un montoncito de monedas de diez centavos cuidadosamente apiladas, un total de unos dos dólares. Bebía whisky de centeno solo en vasos pequeños y estaba completamente absorto en su propio mundo.

Me senté al otro extremo de la barra, agarré mi vaso de cerveza y dije:

—Desde luego, sabes medir la espuma, amigo, hay que reconocerlo.

—Acabamos de abrir —dijo el chico—. Hay que ir haciendo clientes. Ya ha estado aquí antes, ¿verdad, señor?

—Ajá.

—¿Vive por aquí?

—En los Apartamentos Berglund, en la acera de enfrente —dije yo—. Y me llamo John Dalmas.

—Gracias, señor. Yo me llamo Lew Petrolle. —Se acercó a mí inclinándose sobre la barra barnizada y oscura—. ¿Conoce a ese tipo?

—No.

—Debería irse a casa, creo yo. Yo tendría que llamar a un taxi y mandarlo a su casa. Se está bebiendo lo de la semana que viene por adelantado.

—En una noche como esta… —dije yo—. Déjalo en paz.

—Eso no le va a sentar bien —opinó el chico, mirándome con gesto severo.

—¡Whisky! —graznó el borracho sin levantar la mirada. Chasqueó los dedos como si no quisiera desequilibrar sus montoncitos de monedas golpeando en la barra.

El chico me miró y se encogió de hombros.

—¿Debería…?

—Es su estómago, no el mío.

El chico le sirvió otro whisky solo, y creo que lo rebajó con agua agachándose detrás de la barra, porque cuando se levantó con el vaso parecía tan culpable como si le hubiera dado de patadas a su abuela. El borracho no prestó atención. Levantó unas monedas de su montoncito con el cuidado y precisión de un cirujano de primera operando un tumor cerebral.

El chico volvió y sirvió más cerveza en mi vaso. Fuera, el viento aullaba. De vez en cuando abría unos centímetros la puerta de vidriera. Y era una puerta pesada.

—Para empezar, no me gustan los borrachos —dijo el chico—, y en segundo lugar no me gusta que se emborrachen aquí, y en tercer lugar no me gustan para empezar.

—Eso lo podría usar la Warner Brothers —dije yo.

—Ya lo han hecho.

En aquel momento nos llegó otro cliente. Un coche frenó con un chirrido en el exterior y la puerta batiente se abrió. Entró un tipo que parecía tener algo de prisa. Sujetó la puerta e inspeccionó rápidamente el local con unos ojos inexpresivos, brillantes y oscuros. Tenía buena planta, moreno, atractivo, de la variedad de cara estrecha y labios apretados. Vestía de oscuro y un pañuelo blanco asomaba coqueto por el bolsillo; y se le veía sereno pero también bajo algún tipo de tensión. Supuse que sería el viento caliente. Yo me sentía parecido, solo que no tan sereno.

Miró la espalda del borracho. El borracho estaba jugando a las damas con sus vasos vacíos. El nuevo cliente me miró a mí y después miró la hilera de semirreservados que había al otro lado. Todos se hallaban vacíos. Se nos acercó (pasando de largo por donde el borracho estaba sentado, bamboleándose y murmurando para sí mismo) y le habló al camarero:

—¿Has visto por aquí a una señora, amigo? Alta, guapa, pelo castaño, con una chaquetilla bolero estampada y vestido azul de crespón de seda. Lleva un sombrero de paja de ala ancha con cinta de terciopelo.

Tenía una voz tensa que no me gustó.

—No, señor. Aquí no ha entrado nadie así —dijo el chico de la barra.

—Gracias. Ponme un escocés solo, y date prisa, ¿quieres?

El chico se lo puso, y el tipo pagó, se lo bebió de un trago y empezó a marcharse. Dio tres o cuatro pasos y se detuvo, delante del borracho. El borracho estaba sonriendo. Sacó una pistola de algún sitio, tan deprisa que semejó una mancha borrosa. La sostenía con mano firme y no parecía más borracho que yo. El tipo alto y moreno se quedó muy quieto, después sacudió un poco la cabeza hacia atrás y volvió a quedarse inmóvil.

Un coche pasó zumbando por la calle. La pistola del borracho era una automática de tiro al blanco del 22, con un punto de mira grande. Hizo un par de chasquidos secos y soltó una volutita de humo, muy poca cosa.

—Adiós, Waldo —dijo el borracho.

Después nos apuntó con la pistola al camarero y a mí.

El moreno tardó una semana en caer. Se tambaleó, se volvió a enderezar, agitó un brazo y se tambaleó de nuevo. Se le cayó el sombrero y por fin se dio de narices en el suelo. Después de estrellarse, se movió menos que una capa de hormigón recién vertido.

El borracho bajó del taburete, se metió sus moneditas en un bolsillo y se deslizó hacia la puerta. Se movía de lado, con la pistola paralela al cuerpo. Yo no llevaba pistola. No se me ocurrió que fuera a necesitarla para tomar una cerveza. El chico de detrás de la barra no se movió ni hizo el menor sonido.

El borracho empujó un poco la puerta con el hombro, sin dejar de mirarnos, y después salió de espaldas. Cuando la puerta se abrió del todo, entró una fuerte ráfaga de aire que alborotó el pelo del hombre caído en el suelo.

—Pobre Waldo —dijo el borracho—. Seguro que le he hecho sangrar por la nariz.

La puerta se cerró. Yo eché a correr hacia ella… debido a mi larga experiencia en hacer lo que no hay que hacer. En este caso, no tuvo consecuencias. El coche que había fuera soltó un rugido y cuando yo llegué a la acera no era más que una borrosa luz roja que doblaba la primera esquina. Tomé el número de la matrícula de la misma manera en que gané mi primer millón.

Había gente y automóviles yendo y viniendo por la calle como de costumbre. Nadie actuaba como si se hubiera disparado una pistola. Y aunque alguien lo hubiera oído, el viento hacía suficiente ruido para que los disparos secos y rápidos de unos cartuchos del 22 sonaran como un portazo. Volví a entrar en la coctelería.

El chico todavía no se había movido. Estaba plantado con las manos planas sobre la barra, un poco inclinado y mirando la espalda del tipo moreno. El moreno tampoco se había movido. Me agaché y le palpé la arteria del cuello. Ya no se movería nunca más.

La cara del chico tenía tanta expresi

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