Gracia

Susana Vallejo

Fragmento

Viento rojo

 

Gracia se quitó los zapatos de tacón y suspiró aliviada.

Soltó los tirantes del vestido y dejó que resbalase hasta sus pies. Era verde, del mismo color de una de aquellas viejas botellas de vidrio que guardaba su abuela en la despensa. El tejido configuró un paisaje plagado de valles y colinas aterciopeladas sobre la parda moqueta.

Apagó el vestido que al momento se convirtió en un campo yermo, seco y árido. Buscó el cargador y lo dejó enchufado sobre el galán de noche.

Cuando Pablo salió del lavabo, la encontró con el camisón ya puesto y las piernas en alto. Con aquel gesto extraño que hacía tiempo había aprendido a reconocer como suyo: las nalgas pegadas a la cabecera de la cama y las piernas extendidas sobre la pared.

—¿Duelen?

Gracia asintió.

—Opérate.

—Ni loca.

Ya lo habían comentado otras veces. Rosa María lo había hecho. Y Patri también. Pero ella no quería ni oír hablar de inyectarse silicona en las plantas de los pies.

—Entonces no te quejes.

—No me quejo. —Ella estiró los dedos.

Pablo se sentó a su lado, sobre la cama. Le cogió un pie, lo acercó hacia él y lo masajeó.

—Si te operases, no te molestarían los tacones.

—Ya. —Ella dejó escapar el monosílabo sin ganas.

—Podemos hacerlo. Tenemos el dinero...

—No es por el dinero.

Le alteraba pensar en que un bisturí podría abrir su carne, aunque fuese un simple corte, de apenas un centímetro, para introducirle una almohadilla de silicona. Sólo imaginar la herida abierta, la sangre brillante, la carne viva, el olor del desinfectante de la clínica... Sólo de pensarlo, se mareaba.

Pablo le acarició la parte superior del pie, desde los dedos hacia el tobillo. Luego se ocupó de la planta y aplicó más presión a su masaje. Acabó chupándole el dedo gordo.

—Mmm... Ha sido una cena muy agradable —murmuró ella.

Él soltó el pie.

—La carne estaba buenísima.

—Muy tierna. Al punto.

—He repetido dos veces.

Gracia sonrió.

—Puig no suelta prenda. Mira que le he insistido para que me pase el nombre de su contacto, pero... no sé dónde puede conseguirla.

—Patri no lo sabe. Yo también se lo he preguntado varias veces. Es su marido quien se ocupa de eso.

—Algún día lo descubriré.

Pablo desapareció por la puerta del baño.

—Mañana iré a ver a mi abuela. —Gracia alzó la voz para que él la oyese.

—No tengo manera de convencerte para que no lo hagas, ¿verdad? —Él asomó la cabeza desde el dintel.

—Tengo que ir al entierro de Vane. ¿Lo entiendes?

—Claro que lo entiendo. Pero ten cuidado, por favor. Y dale un beso a tu abuela de mi parte.

—Ja, ja. Claro que sí... Seguramente me quedaré a dormir con ella.

—Me lo imaginaba.

No volvieron a mencionar el tema, pero cuando apagaron las luces, Pablo la abrazó.

—Gracia, en serio, ¿tendrás cuidado?... Ayer oí que otra vez había revueltas en la ciudad. Mencionaron L’Hospitalet, Sants, Poble Nou... Han sacado a los antidisturbios.

—Es mi barrio. No te preocupes.

—Me preocupo porque te quiero. Buenas noches, princesa.

Bona nit, Pablo.

Cuando Gracia se despertó, él ya se había ido a trabajar. Ella remoloneó en la cama un buen rato antes de levantarse. Luego se duchó. No quería oler a nada, de modo que eligió el agua sin perfumes ni colores. No se secó el pelo. Se lo recogió en una coleta cuando aún estaba húmedo. Buscó la ropa interior más sencilla que tenía y se encaramó en un taburete para alcanzar la caja que guardaba en la parte más alta del armario. De ella sacó unos pantalones vaqueros, unas viejas zapatillas deportivas, una camiseta blanca, muy amplia, y una mochila verde caqui.

Cuando se abrochó los tejanos, sonrió. Había ganado un par de kilos.

Aun sin maquillaje, resplandecía.

Antes de salir, pasó por la cocina. Cogió un paquete del frigorífico y lo guardó en una fiambrera plateada. Luego lo metió en la mochila. En la tableta central escribió un mensaje para la chica: «Limpiar la terraza y encerar. Recoger los tomates. Repasar el baño de arriba». Cuando estaba a punto de irse, garabateó un «¡Gracias!» que se quedó flotando unos segundos en la pantalla antes de desaparecer con un bip.

Gracia se aseguró de cerrar la puerta con varias vueltas y cogió la bicicleta para ir a la estación.

Sólo funcionaba una de las máquinas automáticas expendedoras de billetes. Rebuscó las monedas que necesitaba y que había repartido por diferentes bolsillos de los pantalones y miró los paneles para saber cuándo llegaría el primer tren con destino a Barcelona. Todos estaban apagados.

Cuando era joven, los Ferrocarriles de la Generalitat pasaban las horas pares y solo quedaban unos minutos para las doce. Pero ahora, probablemente, ya no sería así.

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