M34 (Flash Relatos)

Eduardo Vaquerizo

Fragmento

cap-5

1

En la época en la que lo conocí había sido retirado del servicio. Yo trabajaba para la policía transjudicial europea como evaluadora delegada en el distrito 34. Era un trabajo que odiaba, en un ambiente que odiaba, en un distrito en el que no quería estar. Aquel día, además, llovía a mares, hacía frío. Para terminar de arreglar las cosas, había un aviso de migración radioactiva desde las zonas muertas de la meseta y era obligado el uso de máscaras. No eran los modelos modernos de ahora, que apenas pesan, sino dispositivos de diseño militar que te tapaban media cara y con las que apenas se podía respirar con comodidad.

Por si fuera poco me había venido la regla y me dolían los ovarios. Una vez más, me arrepentí de no haberme implantado un supresor como hacían el resto de mujeres de mi generación, como hacían mis hermanas y mis amigas. Pero yo no quería nada dentro de mi cuerpo, ninguna prótesis, ninguna aplicación artificial aunque su firma biológica fuese casi tan leve como la de un antihistamínico. Era una naturista convencida. Sí, yo también me preguntaba qué hacía una naturista trabajando en un departamento de evaluación de prótesis neurales, pero supongo que entre mis capacidades de entonces no se encontraba la de la coherencia. Había decidido convertirme en naturista en la universidad aun cuando había escogido especializarme en neuroprotésica. Supongo que me creía más lista que nadie y que estudiando esa ciencia podría encontrar sus puntos débiles.

Ingenua.

Será mejor que no me ande por las ramas o no terminaré este testimonio nunca.

El directorado sur me había asignado el caso de Roberto Lezcona. Era un implantado que había disparado a la cabeza a un traficante de órganos en el curso de una redada en el puerto, con el resultado de destrucción cerebral completa. Debía evaluarlo antes de que le devolvieran al servicio activo y le permitiesen volver a usar un arma. Era un encargo directo de clase A que me había llegado a mi ordenador anulando el período de descanso asignado. Fastidiada, me tomé un par de pastillas de analgésico y me dispuse a cruzar la ciudad desde mi casa en el casco viejo hacia la central en Gorliz. Mientras el coche elegía su trayecto en el dédalo de túneles medio inundados por la lluvia, leí su expediente en la base de datos de personal de la transpol.

Roberto, aún no he hablado de él. Todo el tiempo que pasé a su lado tuve la sensación de que algo se me escapaba, algo importante. Desde el primer momento resultó una resbaladiza anguila psicológica, una rareza, un tour de force para un analista y sí, también, una continua frustración.

Fue un error mío, un grave error de método. Comencé a comprenderlo cuando ya era tarde y todo daba un poco igual.

Pero mejor no adelantar acontecimientos.

Roberto Lezcona tenía, cuando lo conocí, cuarenta y dos años y era de complexión delgada; era rubio, de pelo lacio y largo, barba rala y poco cuidada; ojos de un azul desvaído, como sin intención, como los de un mar demasiado tranquilo; ojos acuosos a punto de inundarse de lágrimas o justo después de haberlo hecho. Me estaba esperando en la sala de entrevistas, apoyado en una silla, distraído con la vista perdida en el infinito. Cualquiera hubiera supuesto que miraba una proyección holográfica en la córnea, como hacíamos todos cuando esperábamos, pero no, él no, simplemente aguardaba, plano, inocuo, casi insensible.

Me acerqué y le tendí la mano. Tuve la sensación de agarrar un pescado muerto, frío e inerte.

—Buenos días. Me llamo Susana del Río. Me han asignado su evaluación. —Ningún signo de estar nervioso, ni una sonrisa de cortesía, un gesto de amabilidad, un inclinarse hacia delante, alguna galantería inconsciente—. Primero debo explicarle que mi trabajo aquí será completamente científico y mis criterios, los de la directiva médica sobre salud laboral en la UEx.

—Bien.

—¿Su nombre es Roberto Lezcona?

—Así es.

—Nació en Barakaldo en el 2036, antes de la contaminación.

—Diez años antes, concretamente.

—¿Qué recuerdos guarda de aquella época?

—Muy pocos.

Nos quedamos mirándonos. Él no mostraba tensión en absoluto. Parecía capaz de continuar ahí sentado, frente a mí, horas y horas sin decir nada, esperando que yo volviera a preguntar. A la sensación de hastío e incomodidad se le unió la certeza de que aquel hombre me iba a suponer un fastidio, que lo hacía de forma deliberada para tocarme las narices. Luego recordé su condición e hice un esfuerzo por volver a la profesionalidad de la que me estaba alejando, de la que me alejaría tantas veces en su presencia.

—¿Cuáles son?

—Recuerdo un viaje a Madrid para ver a unos familiares, una ciudad extendiéndose kilómetros y kilómetros bajo la panza del avión. Recuerdo que la comida no venía en latas con seguro geiger. Jugábamos en el exterior de mi casa, en el patio del colegio y no había alarmas ni máscaras. Lo siento, no recuerdo mucho más.

Era algo común a los de su generación, recuerdos parciales, traumas, el inicio de muchas neurosis por evolución de conflictos no resueltos. Se había perdido mucho en la contaminación y aún pagábamos mentalmente por ello. Solo que en su caso no parecía sufrir trauma alguno, eran recuerdos parciales porque el resto había sido borrado por el accidente.

—¿Tiene pesadillas, sueños recurrentes, obsesiones?

—No. ¿Quizá debería?

—Las pesadillas y los sueños recurrentes no son voluntarios. No obstante si quiere imaginarse alguno y contármelo también me servirá.

—No, señorita, solo quiero colaborar con su investigación.

Y me sonrió, y era una sonrisa auténtica, una sonrisa cautivadora. Fue como encontrar un nido con pollitos en medio de un erial, algo extraño, completamente fuera de lugar.

—¿Acaba de activar un módulo de personalidad?

—Por supuesto, ¿no debería? No he recibido instrucciones al respecto.

La sonrisa desapareció, sustituida por un semblante largo y serio, duro.

—No, actúe como actuaría normalmente. ¿Tiene algún promedio de personalidad que use de forma habitual?

—No.

Me lo quedé mirando, sus ojos tenían un tinte de dureza que no había antes. Era como intentar aprehender agua, se me escapaba constantemente. Encendí mi ordenador con un movimiento de la muñeca y comencé a mover los dedos de la mano derecha. Me sujeté el extensor sobre la oreja y en un par de segundos tenía la lectura de su prótesis neural proyectada sobre la córnea.

Era como contemplar un mar encrespado. Cada curva medía la actividad de zonas específicas del cerebro, el córtex prefrontal, los lóbulos parietales, incluso zonas profundas del cerebro que normalmente no se sustituyen por prótesis.

Había cometido el error de considerar aquello un caso más, uno sencillo, y no lo era en absoluto. Accedí al mapa de su cerebro. En él estaban pintados en rojo las zonas sustituidas. Solo había unas cuantas zonas en verde, el tejido original no destruido por el disparo ácido: el cerebelo, algunos lóbulos parietales, zonas completas del hemisferio derecho y casi nada del izquierdo.

Estaba viendo el mapa de un vegetal, de un candidato a la eutanasia, de un cerebro incapaz de sostener la consciencia, apenas una

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos