No confíes en nadie

S.J. Watson

Fragmento

El dormitorio me es ajeno. Desconocido. No sé dónde estoy, ni cómo he llegado hasta aquí. Ignoro cómo volveré a casa.

He pasado la noche aquí. Me despertó la voz de una mujer —al principio pensé que se encontraba en la cama conmigo, hasta que comprendí que ella estaba leyendo las noticias y yo escuchando una radio despertador— y cuando abrí los ojos me descubrí aquí. En esta habitación que no reconozco.

Una vez que mis ojos se acostumbran a la penumbra, miro a mi alrededor. De la puerta del ropero cuelga una bata —femenina, aunque propia de una mujer mucho mayor que yo— y sobre el respaldo de una silla, frente al tocador, descansa un pantalón azul marino cuidadosamente doblado, pero no alcanzo a vislumbrar mucho más. La radio despertador parece complicada, pero le doy al botón que parece tener más probabilidades de silenciarla.

En ese momento oigo una inspiración trémula a mi espalda y caigo en la cuenta de que no estoy sola. Me doy la vuelta. Veo una masa de piel y pelo moreno salpicado de blanco. Un hombre. Tiene el brazo izquierdo sobre las mantas, y un anillo de oro en el cuarto dedo de la mano. Ahogo un gemido. Este tipo no solo es maduro y con canas, pienso, sino que encima está casado. No solo me he tirado a un hombre casado, sino que lo he hecho en la que imagino es su casa, en la cama que normalmente debe de compartir con su esposa. Me recuesto e intento serenarme. Debería darme vergüenza.

Me pregunto dónde está la esposa. ¿Debería preocuparme que pueda volver en cualquier momento? Me la imagino en la otra punta del dormitorio, gritando, llamándome zorra. Medusa. Cúmulo de serpientes. Me pregunto cómo voy a defenderme si realmente aparece, o si puedo siquiera. No obstante, el tipo que yace en la cama no parece preocupado. Se ha dado la vuelta y sigue roncando.

Trato de no mover ni un pelo. Por lo general soy capaz de recordar cómo he llegado a este tipo de situaciones, pero hoy no. Probablemente estaba en una fiesta, o en un bar, o en una discoteca. Debía de llevar un buen colocón. El suficiente para no recordar nada en absoluto. El suficiente para haberme acostado con un hombre casado y con pelos en la espalda.

Retiro las mantas con la mayor suavidad posible y me siento en el borde de la cama. Antes que nada necesito ir al cuarto de baño. No hago caso de las zapatillas que tengo a mis pies —follarse al marido es una cosa, pero nunca podría ponerme los zapatos de otra mujer— y, descalza, salgo sigilosamente al pasillo. Consciente de mi desnudez, temo equivocarme de puerta, toparme con un inquilino, o con un hijo adolescente. Compruebo, aliviada, que la puerta del cuarto de baño está entornada. Entro y corro el pestillo.

Utilizo el retrete, tiro de la cadena y me doy la vuelta para lavarme las manos. Cuando voy a alcanzar el jabón percibo algo extraño. Al principio no sé qué es, hasta que lo veo. La mano que coge el jabón no parece mi mano. Tiene la piel arrugada y los dedos rollizos, las uñas descuidadas y comidas, y luce, como el hombre al que acabo de dejar en la cama, una alianza de oro.

Me quedo mirándola. Muevo mis dedos. Los dedos de la mano que sostiene el jabón también se mueven. Ahogo un grito y el jabón golpea con violencia el lavamanos. Levanto la vista hacia el espejo.

La cara que me está mirando no es mi cara. El cabello no tiene volumen y es mucho más corto que el mío, la piel de las mejillas y la papada cuelga, los labios son delgados, la boca se curva hacia abajo. Suelto una exclamación muda que, de no haberla controlado, habría derivado en un alarido, y en ese momento reparo en mis ojos. Tienen arrugas, cierto, pero los reconozco como míos. La persona del espejo soy yo pero veinte años mayor. O veinticinco. Puede que incluso más.

Imposible. Empiezo a temblar y mis dedos se aferran al borde del lavamanos. Otro alarido trepa por mi pecho y esta vez sale en forma de grito ahogado. Me alejo del espejo y es entonces cuando las veo. Fotografías. Pegadas con celo a la pared, y al espejo. Imágenes intercaladas con papelitos engomados de color amarillo, notas escritas con rotulador, húmedas y con las puntas levantadas.

Elijo un papelito al azar. «Christine», dice, y una flecha señala una fotografía donde aparezco yo —este yo nuevo, este yo viejo— sentada en un banco de un muelle junto a un hombre. El nombre me resulta familiar, aunque solo vagamente, como si tuviera que hacer un esfuerzo para creer que es mi nombre. En la fotografía estamos cogidos de la mano y sonriendo a la cámara. Es un hombre guapo, apuesto, y tras mirarlo detenidamente caigo en la cuenta de que es el mismo hombre con el que me he acostado, el que he dejado en la cama. Debajo de la foto aparece escrita la palabra «Ben» y, al lado, «Tu marido».

Ahogo un grito y arranco la foto de la pared. No, pienso, ¡No! No puede ser… Barro el resto de las fotografías con la mirada. En todas salimos ese hombre y yo. En una llevo un vestido horrible y estoy desenvolviendo un regalo, en otra estamos los dos con impermeables delante de una cascada mientras un perrito nos olisquea los pies. Al lado hay una foto donde aparezco sentada junto a él, con la bata que he visto en el dormitorio, bebiendo un zumo de naranja.

Me alejo un poco más, hasta que noto unos azulejos fríos en la espalda. En ese momento vislumbro una luz débil que relaciono con la memoria. Cuando mi mente intenta concentrarse en ella, se disipa como cenizas atrapadas en una brisa, y tomo conciencia de que en mi vida hay un entonces, un antes, aunque no pueda decir antes de qué, y un ahora, y que entre uno y otro no hay nada salvo un largo y silencioso vacío que me ha conducido hasta aquí, hasta él y yo, hasta esta casa.

* * *

Regreso al dormitorio. Todavía tengo la foto en la mano —la foto donde salgo con el hombre junto al que he amanecido— y la sostengo delante de mí.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —le pregunto. Estoy gritando, lágrimas ruedan por mi rostro. El hombre se sienta en la cama con los párpados entrecerrados—. ¿Quién eres?

—Soy tu marido —responde. Su cara somnolienta no muestra el más mínimo atisbo de irritación. No presta atención a mi cuerpo desnudo—. Llevamos años casados.

—¿De qué estás hablando? —digo. Quiero echar a correr, pero no tengo adónde—. ¿Años casados? ¿De qué hablas?

Se levanta.

—Toma —dice. Me tiende la bata y espera a que me la ponga. Él lleva un pantalón de pijama demasiado grande y una camiseta blanca. Me recuerda a mi padre.

—Nos casamos hace veintidós años, en mil novecientos ochenta y cinco. Tú…

Le interrumpo.

—¿Qué…? —Noto que palidezco y la habitación empieza a dar vueltas. En algún lugar de la casa un reloj hace tictac y suena fuerte como un martillo—. ¿Pero…? —Da un paso hacia mí—. ¿Cómo…?

—Christine, ahora tienes cuarenta y siete años —dice. Le miro, miro a ese extraño que me está sonriendo. No quiero creerle, no quiero escuchar lo que está diciendo, pero sigue hablando—. Tuviste un accidente. Un accident

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