El índice del miedo

Robert Harris

Fragmento

Índice

Índice

Cubierta

El índice del miedo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Agradecimientos

Biografía

Notas

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

A mi familia

Gill,

Holly, Charlie, Matilda, Sam

Capítulo 1

1

Aprended de mí, si no a través de mis preceptos, al menos a través de mi ejemplo, el peligro que supone la adquisición de conocimientos, y cuánto más feliz es el hombre que cree que su pueblo natal es el mundo que aquel que aspira a una grandeza mayor de lo que su naturaleza permitirá.

MARY SHELLEY, Frankenstein (1818)

El doctor Alexander Hoffmann, sentado junto a la chimenea de su estudio, en Ginebra, con un puro a medio fumar, apagado, en el cenicero que tenía a su lado y con una lámpara de resorte Anglepoise cerca del hombro, pasaba las páginas de una primera edición de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre de Charles Darwin. El reloj de pie victoriano del pasillo daba la medianoche, pero Hoffmann no lo oía. Tampoco se fijó en que el fuego estaba casi apagado. Dirigía hacia el libro toda su formidable capacidad de atención.

Sabía que lo había publicado John Murray & Co. en Londres en 1872 en una edición de siete mil ejemplares impresa en dos tiradas. También sabía que la segunda tirada había introducido una errata —«htat, qeu»— en la página 208. Como en el volumen que tenía en las manos no aparecía aquel error, dedujo que debía de pertenecer a la primera tirada, lo que aumentaba considerablemente su valor. Le dio la vuelta y examinó el lomo. La cubierta era la original, de tela verde con letras doradas, y los extremos del lomo solo estaban ligeramente gastados. Era lo que en el gremio de los coleccionistas de libros se conocía como «un ejemplar en muy buen estado»; su valor debía de rondar los quince mil dólares. Estaba esperándolo cuando volvió a casa de la oficina esa noche, nada más cerrar los mercados de Nueva York, poco después de las diez. Sin embargo, lo raro era que aunque él coleccionaba primeras ediciones científicas y había hojeado ese libro online, y hasta tenía intención de comprarlo, no lo había encargado.

Lo primero que pensó fue que debía de haberlo comprado su mujer, pero ella lo había negado. Al principio él no la creyó, y la siguió por la cocina mientras ponía la mesa, tendiéndole el libro para que lo examinara.

—¿De verdad que no me lo has comprado tú?

—De verdad, Alex. Lo siento. No he sido yo. ¿Qué quieres que te diga? A lo mejor tienes una admiradora secreta.

—¿Estás completamente segura? ¿No es nuestro aniversario ni nada? ¿No se me ha olvidado regalarte algo?

—Por el amor de Dios, no lo he comprado yo, ¿vale?

El libro había llegado sin ningún mensaje a excepción de la tarjeta de una librería holandesa: «Rosengaarden & Nijenhuise, Libros antiguos médicos y científicos. Fundada en 1911. Prinsengracht 227, 1016 HN Amsterdam, Países Bajos». Hoffmann había pisado el pedal del cubo de basura y había recuperado el plástico de burbujas y el grueso papel de envolver marrón. La dirección del paquete, impresa en una etiqueta, era correcta: «Doctor Alexander Hoffmann, Villa Clairmont, 79 Chemin de Ruth, 1223 Cologny, Ginebra, Suiza». Lo habían enviado por mensajero desde Amsterdam el día anterior.

Después de cenar —pastel de pescado y ensalada verde preparados por el ama de llaves antes de marcharse a su casa—, Gabrielle, nerviosa, se había quedado en la cocina para hacer unas cuantas llamadas de último minuto relacionadas con su exposición, que se inauguraba al día siguiente, mientras que Hoffmann se había retirado a su estudio llevándose consigo el misterioso libro. Una hora más tarde, cuando Gabrielle asomó la cabeza por la puerta para decirle que se iba a la cama, él seguía leyendo.

—Procura no tardar mucho, cariño —le dijo—. Te espero despierta.

Hoffmann no contestó. Ella se demoró un momento en la puerta y lo observó. Todavía parecía joven para sus cuarenta y dos años, y siempre había sido más guapo de lo que él creía, una cualidad que ella encontraba atractiva en los hombres, además de poco común. Gabrielle había acabado por comprender que no se trataba de que fuera modesto. Al contrario: se mostraba sumamente indiferente hacia cualquier cosa que no lo atrajera intelectualmente, un rasgo por el que se había ganado la fama entre sus amigos de ser un grosero de tomo y lomo, y eso también le gustaba a Gabrielle. Tenía la cara, tan norteamericana y tan prodigiosamente infantil, suspendida sobre el libro; la luz del fuego se reflejaba en los cristales de sus gafas, que, hincadas en la mata de pelo castaño claro de su cabeza, parecían devolverle una mirada de advertencia a Gabrielle. Ella lo conocía demasiado bien para interrumpirlo. Suspiró y subió al piso de arriba.

Hoffmann sabía desde hacía años que La expresión de las emociones en los animales y en el hombre era uno de los primeros libros con fotografías que se habían publicado, pero era la primera vez que veía aquellas ilustraciones. Las láminas en blanco y negro representaban a modelos de pintores victorianos y a internos del manicomio de Surrey expresando diferentes emociones —pena, desesperación, alegría, desafío, terror—, pues aquello quería ser un estudio del Homo sapiens

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