Sesenta kilos

Ramón Palomar

Fragmento

Prólogo

El muy cabrón de don Anselmo Antúnez Cabrera, alias Frigorías, les había emparejado para su único y exclusivo provecho. El viejo Frigorías, uno de los gerifaltes del narcotráfico de la costa mediterránea, sabía hurgar en la psicología ajena y destripar los pliegues de sus lacayos provocando situaciones que probaran sus redaños, su fidelidad, sus futuras aptitudes para negocios de mayor envergadura.

Hasta ese momento, Charli y el Nene habían trabajado por separado actuando de meros recaderos o en tareas de vigilancia frente a las olas, con una caña de pescar a modo de disimulo dominguero y un móvil para avisar si acaso se aproximaba una lancha marítima o una patrulla terrestre de la Guardia Civil. Ambos brujuleaban en el escalón más bajo, sucio y peor pagado del engranaje ilegal. A Charli, en vista de su corpulencia y de sus brutales virtudes, labradas en gimnasios mohosos de película de fina grasa empapando las paredes y de linimento a flor de piel, a veces le encargaba que diese algún susto, o mejor algún sustito, a un moroso sin agallas, y Charli, en esos casos, presentía que le estaba chequeando para otras misiones de enjundia. Al Nene ni eso. Al Nene le maltrataba como a un bufón, pero le gustaba que permaneciese en su órbita porque le suponía una lealtad de lebrel.

Sí, Frigorías controlaba la naturaleza humana y detectaba hasta dónde podía llegar alguien si le apretabas las clavijas ofreciéndole el premio justo en el momento adecuado. Por eso un día les reunió en su amada trastienda del burdel Rojo y Negro para soltarles un rollo patafísico sobre la línea que debían cruzar para convertirse en buenos chicos, en muchachos con aspiraciones, en hombres con pelotas que podían dejar atrás la mierda de los recados para ganar pasta en serio. Pero eso sólo sucedería si superaban la prueba. ¿Querían superarla?

¡Y claro que querían! Los dos lo estaban deseando porque conocían su estado de carne de cañón prescindible y sospechaban que, como en cualquier multinacional, si no ascendías estabas muerto porque te convertías en un momio.

—Me pregunto si sois de estómago delicado o si vuestras tripas están a prueba de malos olores —les dijo Frigorías, enigmático.

Y como no acertaron a responder, el viejo jefe de verbo fácil continuó dándole a la lengua para hechizarles con sus conjuros callejeros de promesas vagas pero largamente remuneradas.

—No hace falta que os cuente cómo consigo mi material. No os importa. Me llega por varias vías, basta con eso. Como no desprecio ningún cauce, a veces unos amigos del otro lado del charco me envían mulas repletas de paquetitos sorpresa en sus intestinos. Luego los cagan y yo convierto esas bolsas de felicidad en dinero contante.

El Nene y Charli escuchaban la lección magistral sin intuir dónde desembocaría la cháchara de Frigorías, pero atendían las palabras como alumnos aplicados porque se sentían hombres dotados de inmensas pelotas.

Frigorías pidió un San Francisco en su versión alcohólica, con un fortificante chorro de ginebra. No eran ni las doce de la mañana y en la rebotica del Rojo y Negro no se movían ni las cucarachas, que vivían felices bajo el calor de los motores de las neveras de las barras.

—El caso es que una de esas mulas, pobre capullo, en fin, ¿qué le vamos a hacer?, ha reventado porque un paquetito se abrió y su polvo mágico le ha matado. Sí, le ha matado, y espero que al menos el pobrecillo no haya sufrido.

Charli sintió un escalofrío. El Nene ni se inmutó. El San Francisco con ginebra llegó de la mano de un camata ojeroso que todavía no lucía la pajarita del uniforme nocturno. Frigorías le arreó un trago. Puro almuerzo de campeón. Auténtica vieja escuela. Genuino rock de Bruno Lomas, que era lo que escuchaba don Anselmo Frigorías, jactándose además de haberlo conocido y de haber gozado de cierta amistad etílico-mañanera con él porque durante una temporada vivieron en el mismo barrio y coincidían temprano en el bar de la esquina para obsequiarse con pelotazos de macho a mediodía.

—Una desgracia lo de este chaval —prosiguió—. Pero al menos, ¿qué le vamos a hacer?, he tenido suerte porque al tipo le reventó el cuerpo cuando ya había cruzado la frontera y nos tenía que entregar lo nuestro.

Charli y el Nene seguían sin entender. Anselmo chasqueó la lengua tras degustar de nuevo su bebida. Un cubito de hielo crujió al derretirse.

—Bueno, ¡al lío! El caso es que ese fiambre está ahora mismo en un almacén, una especie de nave industrial, metido en un congelador de esos que las familias numerosas usan para guardar sus pizzas o sus helados o lo que coño guarden, y necesito a dos tíos con cojones para que lo saquen de allí, lo rajen, metan sus manos dentro de esa pizza gigante ultracongelada y me traigan esos paquetitos con una coca original de pura tiza que quita la cabeza aunque la corte luego al cincuenta por ciento al reprensarla.

»Y me he acordado de vosotros...

Charli y el Nene se miraron tratando de averiguar qué podía contestar el otro, porque si uno aceptaba y el otro se negaba, el que se negase ya podía buscarse la vida en otra parte, y mejor bien lejos, porque don Anselmo Frigorías digería muy mal las negativas.

—A mí me parece que no os pido nada del otro mundo —continuó Frigorías, cortando el silencio—. No os pido que matéis ni nada por el estilo. Pensad que, en vez de un chaval, es un perro o un calamar, ya te digo. O mejor aún: un cerdo, que en algún sitio leí una vez que el cerdo y el hombre, por dentro, ¡fíjate tú, la hostia lo que descubren!, son casi iguales. O sea, que le rajáis, cogéis lo mío, tiráis el cadáver por ahí, lo quemáis o lo que mejor os convenga y ya está. Os daré mil euros a cada uno, y si veo que funcionáis, que tenéis los suficientes cojones, luego os avisaré para otras cosas menos sucias y siempre pagando mucha pasta.

»La movida es fácil, sólo se trata de tener cojones. Vosotros, ¿cómo andáis de cojones?

A Charli aquella violación necrófaga le repugnaba. Esa especie de abracadabrante autopsia bestial le repelía porque, en cierto modo, consideraba que profanaba algo sagrado. Cuartear a un muerto para recuperar algo no estaba bien, desde luego que no. Si uno palmaba, como mínimo tenía todo el derecho del mundo a pudrirse con lo que escondiese para que los gusanos y las larvas le homenajeasen dándose un festín. Pero cuando escuchó decir «Vale» al Nene supo que él también pringaría. Y por supuesto, pringó. Frigorías les adelantó los detalles y allá marcharon para cumplir con su primera y fúnebre misión.

Aquella nave industrial encerraba coches viejos de neumáticos convertidos en cacao de caucho, motos robadas y despiezadas con tres centímetros de polvo sobre el chasis, paneles de herramientas solidificadas sobre unas paredes grasientas, un foso burbujeante de moscas como el nicho abierto de un muerto... y el congelador. El famoso congelador de las pizzas familiares. Un enorme féretro blanco con un motor que emitía un ronroneo mustio. Un congelador cuya inmaculada blancura chocaba con el color a óxido predominante, y por eso parecía emanar de él algo malv

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