1
Me llamo Rose. Rosie Maldonne. 95 65 90. No, no es mi número de móvil. Son mis medidas. Parece que estoy cañón. No sabría deciros, porque no tengo espejo de cuerpo entero.
No me pega llamarme Rose. Pero es lo único que me dejó mi madre. Por eso me horroriza que me llamen Rose. Creo que solo ella tenía ese derecho. Así que me hago llamar Cricrí. Es aún más patético y no viene a cuento, lo sé. Pero al menos no me da ganas de llorar. Porque mi madre murió cuando yo tenía dieciséis años. Desde entonces la echo de menos cada día.
Debo decir que éramos uña y carne. Me lo enseñó todo: cómo redactar una solicitud de Renta de Solidaridad Activa (bueno, antes se llamaba Renta Mínima de Inserción); cómo sobornar a los empleados de la oficina de empleo (bueno, antes se llamaba Asociación para el Empleo en la Industria y el Comercio) cuando el papeleo va para largo; cómo mandar a la mierda a un tío que te birla la pasta y se dedica a follar por ahí; cómo depilarse con azúcar caliente y teñirse el pelo con henna, y cómo sacar partido a un sujetador escotado, a poder ser rojo.
Aquel día decidí llamar a Mimí (Mimí es diminutivo de Émilie) para pedirle que me prestara dinero, puesto que las crías y yo ya no teníamos ni para comer. Mimí es una amiga. Es rica, porque tiene un trabajo a jornada completa, lo que no es mi caso. Solo a ella puedo pedirle este tipo de cosas.
El teléfono sonó un momento y Mimí contestó. Pero en cuanto empecé a hablar, me cortó. Al parecer, yo no sabía administrar mi presupuesto. Y sobre todo aún no le había devuelto lo que le debía.
—Pero, Mimí, ¡te digo que no tiene nada que ver! La última vez fue porque no estuve al loro con la compra del súper, compré un montón de chorradas para la casa, pero esta vez es sencillamente por la vuelta al cole, el fin de semana y todo eso, y además la ayuda se ha retrasado, es cuestión de unos días, nada más… Venga, Mimí, no te hagas de rogar… Sí, cariño, ya lo he visto, ya has terminado de hacer caca. ¡Oh! Muy bien, cielo… No, Mimí, no te lo digo a ti, estoy hablando con Emma, que estaba en el orinal… No, no es de retrasada mental, tengo que felicitarla por algo de vez en cuando, ¿no?… Espera, no, espera, cariño, no, no es pintura, ¡Emma!… Ha decidido pintar el taburete con… Sí, lo sé, no te interesa lo más mínimo, te horrorizan los críos… Bueno, en fin, ¿puedes pasarme la pasta o no? ¡¡¡EMMA!!! ¡BASTA! ¡NO! ¡NO! ¡EMMA! ¿ME OYES?… Sí, perdona, ah, de verdad no puedes… Bueno, tengo que dejarte, ya te llamo, ¿okey?
Colgué y grité:
—¡Mala pécora, cacho pija, gilipollas!
—Mamá, haz dicho palabrotaz —se ofendió Sabrina, la mayor, siempre inflexible con el protocolo de la expresión oral.
Pasé de ella olímpicamente y seguí centrándome en mi rabia.
—Sé perfectamente que tiene al menos seiscientos euros en una cuenta vivienda, ¡y dice que no puede prestarme dinero! ¡Emma, para! Vamos, ven aquí y deja de pringar de mierda al gato. No, tampoco te la untes en la cara. Venga, a la ducha, arreando que es gerundio.
Émilie se lo pule todo en ropa, es que es soltera. Lo guapo es que me la pasa cuando se cansa de ella, que es a menudo… Por eso me veréis siempre súper bien vestida, y a primera vista todo el mundo se engaña. Lo veo cuando voy a hablar con la asistente social, que babea con mis trapitos. Minifaldas de cuero rojo, corsés de raso naranja y zapatos de cuña rosa chillón. Se muere de envidia. Poco le falta para tragarse la dentadura postiza… En general eso no me ayuda.
Dejé a Sabrina, la mayor, ante un cuaderno de colorear y fui a vigilar a las gemelas (no son gemelas, pero las llamo así porque tienen la misma edad), que estaban en la ducha. Entonces vi que no había agua caliente. Seguro que algo había petado en la instalación eléctrica.
Por si fuera poco, Pastís (mi gato) protestaba porque solo le había dado un culo de leche agria con tres cortezas de pan.
En fin. Nada nuevo. La rutina. Porque no suelo tener potra. Cualquiera diría que mi apellido está gafado. Maldonne. Es el apellido de mi padre. Se casó con mi madre cuando se quedó embarazada. Un mes antes de que diera a luz, la dejó tirada. Al parecer se piró a Canadá. De todas formas, me la pela. Nunca lo conocí.
Maldonne. En francés es una expresión que empleamos cuando jugamos a cartas. Si alguien las ha repartido mal, decimos que ha hecho un maldonne. Es exactamente lo que pasó conmigo. Desde el principio de mi vida todo se repartió mal.
Si mi apellido hubiera sido Madonne, por ejemplo, la cosa habría sido distinta. ¿¡Me habría convertido en una estrella del pop, como Madonna!? ¿Quién sabe? De momento, podría apellidarme Rosie Malaventura, que vendría a ser lo mismo.
Por ejemplo, nunca he encontrado nada. He conocido a un montón de gente que me ha contado con todo detalle lo que había encontrado: que si a la mujer de su vida, al príncipe azul, el sofá de sus sueños, una caja llena de papeo cuando vivían en la calle, incluso la dirección exacta de la seguridad social… Pero yo no. Nunca he entendido por qué. ¿El destino? ¿El azar? ¿Hay una única razón? Y si la busco, ¿la encontraré? Estamos en lo mismo. Lo dudo.
Sin embargo, me gusta que todo tenga sus razones, aunque nunca las encuentre, ni de esto ni de lo demás. Y no es que no busque. Me paso la vida buscándolas, siempre con el mismo resultado.
NADA.
Además, otra de mis particularidades es que tampoco gano jamás.
Se puede apostar lo que se quiera conmigo, que siempre pierdo.
Aunque…
La vida está llena de sorpresas, ¿no?
A mí, que nunca desespero por nada, el destino iba a darme la razón.
Porque esta vez haría las dos cosas de golpe: encontrar Y ganar.
Como soy incorregible, al principio incluso creí que mi suerte había cambiado. Como en esas historias de la rueda de la fortuna. Una vez arriba y otra abajo.
Por supuesto, habría debido desconfiar…
2
Aquella noche, tumbada en la cama, oí esta frase de mi madre: «¡Hay que salir adelante, no hay que estancarse, hay que moverse!».
Ni siquiera sabía si lo estaba soñando o no. Di vueltas y más vueltas en la cama. Y eso que se supone que descanso por las noches.
Claro, luego, por la mañana, era incapaz de despertarme. Y se me había metido en la cabeza la letra de una canción: Queremos mhmh… no podemos, no no no / mhmh… despertarnos, no no no / Lo único que podemos es no poder.
Imposible dar con el nombre del cantante. Pero lo seguro era que a mi madre le encantaba esta canción. Solía cantarla cuando aún estaba viva, y también ahora me daba la impresión de que la que cantaba era ella, de que me acunaba.
Por eso sé que mi madre sigue conmigo. Me envía canciones. Es nuestra manera de comunicarnos. El mensaje suele ser muy claro, lo capto a la primera. Aunque no siempre es así.
Desde que me quedé embarazada por primera vez, a los diecinueve años, me las apaño como puedo.
Empiezo a hacerme vieja. Veinticuatro años. Bueno, casi veinticinco. Tengo tres hijas que no dejan de crecer. Dos mías, la tercera me tocó por aquellas cosas de la vida. Y luego están los que se quedan a veces bajo mi techo durante un tiempo indeterminado…
Las crías montaban un follón tremendo. Yo resistía con todas mis fuerzas, con la cabeza debajo de la almohada. Soñaba que ya me había levantado para no tener que hacerlo.
Al final, cuando saltaron sobre mí a gritos, no me quedó más remedio que reconocer que no estaba dormida.
La verdad es que no tenía ganas de afrontar el día que me esperaba. Porque sabía que en casa no quedaba nada que comer. Es un drama decir algo así en pleno siglo XXI y en Francia, pero era la pura verdad.
Y en cuanto a la casa, es una manera de hablar. En realidad no vivimos exactamente en una casa, sino en una caravana. Modelo Caravelair 1985. Está junto a la antigua estación abandonada, en medio de un solar precioso. Está plagado de amapolas en verano, margaritas en primavera y florecillas azules a veces. El resto del tiempo es todo barro. Puse planchas hasta la puerta para poder acceder a mi «residencia» sin enfangarme. A las niñas les encanta el sitio.
Como, pese a mi mala suerte crónica, soy optimista, abrí el armario llena de esperanza. Se me cayó el alma a los pies. Solo quedaban unas rebanadas de pan.
La canción seguía dándome vueltas en la cabeza: Mhmh mhmh… no podemos, no no no / mhmh… no no no / mhmh… no podemos, no no no / No, lo único que podemos es no poder / Uou uou.
No podía evitar pensar que el último día de las vacaciones de verano había empezado fatal. Este año la vuelta al cole era el martes, 4 de septiembre. Me pregunto por qué un martes, si los niños no tienen clase el miércoles.
Habría querido tener cruasanes para desayunar con las niñas, pero bueno… Tosté el pan, acabamos con el culo de mermelada, y las crías se quedaron contentas. A ellas todo les parecía bien. Pero yo estaba muy quemada.
En realidad, a quien le apetecía un cruasán caliente con un buen café era a mí.
Desde hacía dos meses, cuando llegaba el subsidio, ya no me quedaba dinero ni para comprar café. Y a mí, sin café, no hay por dónde cogerme. Sin mi carburante principal me dan taquicardias.
Ataques de ansiedad, sí. Y el burro de Ahmed, el tendero, ya no quiere fiarme porque le debo demasiado.
Y mejor no hablar de los demás colmados del barrio. Son franceses. Si esperas que se fíen de ti, ¡vas apañado! La lista de todo lo que no podíamos hacer me daba vueltas en la cabeza: ganar, dormir, soñar, gastar, ser felices… no podemos, no no no / Lo único que podemos es no poder.
En fin, por lo demás, aparte de la pasta, todo iba bastante bien. Si no hubiera sido por lo del papeo, que me atormentaba, me habría levantado con buen pie y con ánimo.
Decidí prolongar el fin de semana y no llevar a las niñas a la guardería. Cuando las cosas van mal, siempre intento dormir por la mañana, porque sé que después las tendré todo el día y me tocará currármelo. Con tres crías pequeñas no siempre es fácil, aunque las mías son bastante divertidas.
No es por decirlo, pero es el único aspecto de la vida en el que tengo suerte. La famosa excepción de la regla. Cuando veo a los chavalines pegándose y a las tontas del culo que vienen a buscar a sus retoños al colegio, a cuál más insoportable…
A su lado, mis niñas son de verdad geniales. Sé que suena parcial, pero es la verdad pura y dura.
¡Por no hablar de mi gato! Si creyera en la reencarnación, diría que es Einstein. No insisto porque sé que hablar de tu gato es cargante. Todavía peor que los que cuentan sus sueños. O quizá no. No hay nada peor que los que cuentan sus sueños.
En cualquier caso, el objetivo del día era conseguir pasta, y conociendo mi mala suerte crónica, empezaba derrotada de antemano…
3
Mi primera esperanza se había desvanecido con la llamada a Émilie. ¡Podría haberme pasado al menos quince euros! Nanay. ¡Con una tacaña como ella, ya me puedo esperar sentada!
El problema es que es la única persona con pasta que conozco. Seguro que no es tan mirada con los clientes que se hace a fin de mes; solo de vez en cuando. No es mi caso. Desde que mi abuela dejó la calle, en la familia eso es tabú. Bueno, entre las mujeres de la familia. Estamos por la libertad sexual. La auténtica.
Pero debo decir también que Mimí tiene otro curro. Declarado. Camarera en el Sélect, como yo, aunque ella con contrato indefinido a jornada completa, y yo en negro y a salto de mata. Voy solo cuando puedo, y eso con las tres crías no es muy a menudo.
El Sélect es un bar del casco antiguo. Al jefe, Toni, le caigo bien porque le gustaría acostarse conmigo. No digo que no me guste, para ser un viejo; tiene treinta y cuatro años… La verdad es que nunca me lo he planteado en serio. Mi instinto me dice que si acepto, ya no me querrá como camarera en negro, así que no me conviene. Con eso me saco algún dinerillo, que me viene bien para un montón de cosas. Lo principal es que me deja hacer los horarios a mi aire, y es muy útil cuando se tienen críos.
Y además algunos sábados por la noche Toni trae un grupo al Sélect, y la última vez los músicos eran muy majos y me dejaron pegar cuatro gritos con ellos. Me chifla cantar. En mí es una segunda naturaleza. Canto desde que me levanto hasta que me acuesto. ¿Quizá por eso mi madre me manda canciones por la noche?
Me despierto con la letra en la cabeza, que luego me da vueltas todo el día. Siempre canciones que le gustaban. Lo que explica que el repertorio esté un poco anticuado. Son mensajes. Que tengo que descifrar. Jeroglíficos. Enigmas. Puzles que montar. Es raro que a lo largo del día no descubra lo que quería decirme mi madre. Todas las soluciones a mis problemas están en las canciones que me envía. Solo hay que tocar la tecla adecuada.
Como siempre, aquel día la única solución fue plantarme en el Sélect con las tres crías. Las dejé en el fondo del bar con cuadernos para colorear.
Curré dos horas, y gracias a eso Toni aceptó soltarme quince pavos. No podemos, no no no / Lo único que podemos es no poder…
A mediodía nos fuimos tan contentas al McDonald’s.
Allí nos encontramos con mi colega Vero. Mi mejor amiga. Ahora mismo solo curra por las tardes, limpia en una mutua o algo así.
Vero es maja, aunque es la Pupas en persona. No sé cómo lo hace la tía para atraerse desgracias, pero es sistemático. O el casero la echa a la calle o su novio la muele a palos. Bueno, cuando digo su novio, quiero decir el de turno, porque en realidad no tiene novio. Yo tampoco, claro, pero no es lo mismo. Ella se pasa el día llorando por no tener novio. A mí me la pela. No lo busco. Todo lo contrario. Son ellos los que me buscan más de la cuenta. Mi problema es más bien cómo quitármelos de encima.
En fin, cuando llegamos, mis hijas corrieron hacia su niño, Simón, y juntos se fueron a jugar a los toboganes y todo eso. No tardé en darme cuenta de que algo no iba bien. A Vero la cara le llegaba a los pies. No quiso decirme nada.
Era la primera vez que ella me escuchaba a mí. Estaba algo ausente, pero me escuchaba. Al final me dijo:
—Si no tienes pasta, puedo pasarte. Me han llegado unos atrasos de la ayuda por vivienda. Mañana iré al banco y te la daré cuando nos veamos en la entrada del Víctor Hugo.
El parvulario Víctor Hugo, situado cerca de la plaza del mismo nombre.
A este parvulario van Sabrina, mi hija mayor, en el último curso, y Simón, el primer hijo de Vero, con los medianos.
Aceptaron meter a Simón con los medianos, pese a su ligero retraso en lenguaje, a instancias de la psicóloga. La verdad es que no le gusta hablar. No sabemos si sabe. Tartamudea un poco. A veces entendemos alguna cosa, y otras, nada de nada. Y cuando se harta, no abre la boca. Solo Sabrina, mi hija, lo entiende siempre, incluso cuando no dice nada. Así que nos traduce.
El caso es que aquel día, en el jardín del McDonald’s, Vero, mi mejor amiga, parecía preocupada. Estaba con Simón, pero no había traído a Pierre, el pequeño, y me extrañó, porque, como solo trabaja por las tardes, por las mañanas no lo lleva a la guardería. Le pregunté por qué no estaba con ella y se echó a llorar.
Me asusté y me preocupé, la verdad. Cuando preguntas por un crío y su madre se echa a llorar, lo primero que piensas es en la leucemia o algo así, y además Vero es tan guapa y tan frágil, con su pelo muy corto y sus grandes ojos, que siempre sientes deseos de protegerla, y yo, al verla llorar, me puse de los nervios.
—¿Qué le pasa? ¡Ay! ¡Vero! ¡Cierra el grifo y cuéntame! ¿Qué le pasa al niño?
—No, no le pasa nada, pero es que soy tan feliz…
—¿Feliz? ¿Cómo que feliz?
Su respuesta me dejó de pasta de boniato. Ante este tipo de situaciones te das cuenta de hasta qué punto nuestro vocabulario es limitado.
Aquel día me di cuenta de que «feliz», por ejemplo, era una palabra que en mi entorno nunca utilizábamos. Como tampoco suerte, alegría de vivir, tranquilidad, felicidad, paz, satisfacción, bienestar, serenidad, facilidad, ligereza e incluso beatitud, vaya, ¿y por qué no? Lo que utilizamos a todas horas es penoso, desgracia, mala pata, miseria, trastada, harta, hasta las narices, hecha polvo, inútil, negada y podrida. Es mi pan de cada día, aunque no me las apaño del todo mal gracias a mi capacidad de improvisación.
Vero era feliz… Por alucinante que pareciera, había conocido a un hombre que estaba loco por ella. Era profe en Alta Saboya, pero se había hartado de la nieve y se había venido al sur. Ya no curraba de profe, pero la había conocido a ella, a Vero, y se había enamorado perdidamente. Ella le confesó la verdad, que tenía dos críos, que el gilipollas de su ex, Michel, no quería divorciarse, que le había cortado la tela del sofá en tiras de dos centímetros, y todo lo demás, pero el tal Alexandre (porque encima se llamaba Alexandre) estaba loco por ella y también por sus hijos, y ese día, por ejemplo, se había llevado a Pierre a dar una vuelta en bici.
—Y mira, ahora, hasta las broncas con Michel me dan igual. Estoy flotando. Vivo en una nube de color de rosa.
—¿Por qué? ¿Has vuelto a ver al capullo de Michel? ¿Ha vuelto? ¿Qué quería? ¿Habéis tenido bronca?
Pero no contestó a ninguna de mis preguntas. Hizo un gesto de desdén con la mano, como si quisiera barrerlas perezosamente.
Y entonces, sonriente, se levantó, me dio dos besos en las mejillas y se marchó con Simón de la mano. Y ni siquiera se volvió una vez a mirarme. ¡Qué fuerte! ¡Alucinante!
Volví a casa pensativa. No todos los días te encuentras con la Felicidad Andante, y estaba de especial buen humor con las crías, así que, cuando se pusieron a desordenarme todo lo que podía moverse en la Caravelair con la excusa de construirse una casita en medio del salón, no tuve el corazón de negárselo. No podemos, no no no / Lo único que / no no no no no no no…
Eso sí, me dio triple trabajo por la noche, después de haberlas metido en la cama, las tres en su pequeño compartimento, para bajar mi litera abatible.
A Pastís se le había ocurrido la brillante idea de subirse a un armario durante todo el cacao, pero en cuanto las crías estuvieron acostadas, se frotó insistentemente contra mis pantorrillas. En otras palabras: «¿Qué hay de comer? ¿Has pensado en mí?». Le di la mitad de mi hamburguesa del mediodía, que había guardado para él, pero no la quiso. ¿No os decía que es un gato excepcional? Sabe reconocer la mierda, aunque se la envuelvas en papel de seda. Se mosqueó y quiso salir.
Creo que pensaba en cazar un ratón. Le abrí la puerta a regañadientes. Como es el único tío de la familia, prefiero que se quede con nosotras por la noche.
De todas formas, menos mal que el padre de Emma me regaló un día esta caravana. Sé que me la dio porque estaba tan mal que ya no le servía para nada, pero me fue muy útil en el momento en que me echaron.
Porque así no me arriesgaba a ir a una mierda de residencia para madres solas con hijos. ¡Antes reviento!
Hay que saber ser agradecido con lo que te ofrece la vida.
Gracias, Caravelair, mi dulce hogar…
Martes
Un poli monísimo
4
Martes de vuelta al cole.
Me desperté con la melodía de Love Me, Please Love Me…
De repente me vino el nombre del cantante del día anterior: Polnareff. Un viejo que a mi madre le encantaba.
Al principio solo tenía la melodía, pero poco a poco me vino la letra, que no me abandonó en todo el día.
No entendía qué mensaje quería darme mi madre con esta canción. ¿Aparte de que, por supuesto, como a todos los que viven solos, quizá me falta amor? ¡A ver si mi madre se explica un poco mejor! Love me, please love me / Estoy loco por ti…
No vi a Vero.
Suelo verla cuando llevo a Sabrina al cole, pero como yo llegaba tarde… Siempre igual los días de colegio.
Correr con el cochecito doble, primero al parvulario y después a la guardería. Una maratón para vestirlas a las tres. Lisa se vomitó en el jersey en el último momento.
Al final corrí como una loca para nada. Con las ganas que tenía de encontrarme con Vero. Me había prometido pasarme algo de pasta.
Al ver a Simón en el patio, entendí que había llegado y ya se había marchado. No era grave. Me dije que ya me daría el dinero después, a la salida, cuando fuera a buscar al crío. Por la tarde saldría temprano para asegurarme de que no me se escapara.
Volví. Fregoteé la Caravelair de arriba abajo y me fui a la compañía eléctrica.
Me quedé un buen rato con el culo pegado a un asiento de plástico, dos horas en total, con la intención de ver a un colega, Benjamín, que curra allí.
En su momento me había prestado sus herramientas de trabajo para hacerme un puente con un cable que pasa al lado de la caravana.
Quería que ahora me pasara sus bártulos para echar un ojo al agua caliente, que no funcionaba.
Cuando me di cuenta de que no era mi día para este tipo de planes, fui a currar un par de horas al bar de Toni, lo que me permitió después comprar una pequeña mochila transparente para Emma. Hasta ahora, se metía el desayuno en el bolsillo. Cuando miré mi Swatch, vi que eran las cuatro y cuarto, «la hora de las mamás», como dicen en el parvulario.
Como siempre, delante del cole estaban todas las tontas del culo que se plantan allí a esperar para recoger a sus adorados retoños.
Es una de las razones por las que nunca llego puntual, no soporto a ese rebaño, y la pobre Sabrina siempre tiene que esperarme con la maestra, que me lanza miradas asesinas, o con la asima (la abreviatura que se utiliza para llamar a la asistente maternal, creo, la tía que ayuda a la maestra).
La maestra no me dirige la palabra desde el día en que, después de un comentario pérfido, tipo «¿Cómo quiere que los niños aprendan las normas de la vida si las propias madres son incapaces de respetar los sencillos horarios del parvulario?», le solté entre dientes: «Oye, tú, te vas a enterar, petarda, ¿me lo dices a mí?».
Pero, ojo, lo dije en voz baja para que mi hija no lo oyera. No porque a su maestra le falten neuronas debe dejar de respetarla.
En cuanto a la asima, es más papista que el papa. Cada vez que aparezco por allí, si la que está con Sabrina es ella, no puede evitar soltarme: «¡Vaya, ya llega el último metro!». No sé por qué lo dice, ya que en nuestra comarca no hay un puñetero metro.
O también: «¿Se ha decidido por fin? Qué pena, ahora que Sabrina y yo empezábamos a divertirnos…». Y como nada más decirlo se larga, no puedo contestarle nada, porque tendría que gritar, y no quiero que Sabrina lo oiga. Pero juro que un día de estos le partiré esa cara de mosquita muerta.
Vero no estaba delante del portalón. No la había visto desde el día anterior.
Emma empezó a llorar en el cochecito doble, no sé por qué, pero por la mañana había visto que tenía un poco de fiebre, y en estos casos, un día en la guardería no mejora las cosas.
Al ver que Vero no estaba, lamenté haber comprado la mochila y repasé mentalmente lo que me quedaba en los armarios.
Espaguetis, sí, siempre tenía espaguetis. Pero nada de mantequilla, aunque podría echarle aceite, y además… Bueno, creo que no me quedaba nada más, y me jodía un poco no poder darles su ración de calcio con una pizca de proteínas. ¡Ni siquiera hablo de fruta o de verdura! Aún me quedaba la solución de rebuscar en la basura a la puerta del súper.
Estaba que echaba pestes contra el padre de Lisa, que al menos podría mandarme de vez en cuando parte de la pensión alimenticia que me debe, ya que es el único que logró hacerme pasar por delante del alcalde (para casarnos), y luego del juez (para divorciarnos), pero, por otra parte, no quiero provocarle demasiado, porque si alguna vez le diera por pensar en pedir la custodia de la niña, lo tendría fácil. Una visita de la Dirección Provincial de Sanidad y Asuntos Sociales, y la verdad es que yo no tendría nada que hacer frente a su chalé en Var.
Como padre es bastante majo, de vez en cuando se la lleva durante las vacaciones, lo que no está nada mal. Se casó con una tía que tiene una agencia inmobiliaria, y parece que les va bien. Mejor para ellos. Aunque creo que ella alucina con mi Lisa. En fin, que prefiero no pedirle nada.
Y entonces, mientras nosotras, las mamás, nos dedicábamos a esperar que llegase la hora delante del portalón cerrado del parvulario, apareció la poli.
Eran dos. Vestidos de paisano. Frenazo, chirrido de neumáticos, luces, portazos y todo el percal. Los cowboys corrieron hacia el portalón y lo empujaron para nada. Estaba cerrado. Tenían que esperar, como todo quisqui. Nos pidieron la documentación, como si fuéramos ladronas, ¿o quizá querían llevarse por las buenas a algún sin papeles? Me puse como una fiera y me negué rotundamente a sacar el carné.
El poli joven que hablaba conmigo se sintió gilipollas y se puso rojo. Me pareció raro, porque creía que iba a protestar, o a ponerme en mi sitio, o al menos a insistir un poco, y tener la ocasión de pegarle un buen grito a un madero habría sido un desahogo, pero nada de eso. Se quedó desconcertado, se fue hacia el coche, entró, se sentó y no volvió a moverse.
Su jefe lo siguió hecho una furia y empezaron a discutir. Al parecer, el joven estaba llevándose una buena bronca. Entonces me di cuenta de que era bastante mono. Una mala puta que esperaba a mi lado dijo: «Está haciendo la mili. No es un poli de verdad. Lleva un ribete verde en la gorra».
Me hice la sorda porque no quiero hablar con esas imbéciles.
Desde que Yasmina murió, en este pueblucho tengo dos amigas, Vero y Mimí, y se acabó.
Con eso me basta. Y además la tía decía chorradas. Hace al menos un siglo que quitaron el servicio militar obligatorio.
Y además no iba de uniforme, llevaba una gorra Titanic. Con un ribete verde. ¡Menuda lince! «Bueno, sigue intentándolo, cazurra», pensé, pero no dije nada.
5
De repente se abrió el portalón, y los polis se lanzaron al patio empujando a todo hijo de vecino. Me aparté para dejarlos pasar, porque no me apetecía ser víctima de un atropello y entrar en las estadísticas del Ministerio del Interior.
Ya había recogido a Sabrina y me dirigía al portalón cuando oí a la maestra de la clase de al lado decir a los polis, muy alterada:
—¡Esperen, no pueden llevárselo a comisaría como si hubiera hecho algo! ¡No lo entendería!
—Señora, nosotros no podemos hacer nada. Así son las cosas. Hay orden de búsqueda de su madre, no está en casa, así que a algún sitio tendrá que ir.
—¡Esperen un poco! El director debe de tener una lista de las personas con las que contactar si la madre no puede venir a recogerlo.
Y entonces vi a Simón, el Simón de mi Vero, que contenía las lágrimas entre la maestra y los polis.
Di tres pasos hacia delante.
—No es necesario que busque —dije—. Soy yo.
—¿Cómo que… que es usted? —balbuceó el policía joven poniéndose rojo.
La verdad es que era mono, no lo niego. Aunque la experiencia me ha enseñado que hay que desconfiar de los guapos que al principio son tímidos.
Porque después, cuando se sueltan, son los peores. Y además este era poli. Como para tener