Otra vida

S.J. Watson

Fragmento

cap-2

1

Subo las escaleras, pero la puerta está cerrada. Titubeo fuera. Ahora que estoy aquí, no quiero entrar. Quiero dar media vuelta, irme a casa. Luego lo intentaré otra vez.

Pero es mi última oportunidad. La exposición lleva semanas abierta y se clausura mañana. Es ahora o nunca.

Cierro los ojos y respiro tan hondo como puedo. Me concentro en llenarme los pulmones, alzo los hombros, noto que la tensión de mi cuerpo se evapora al espirar. Me digo que no hay nada de qué preocuparse, vengo aquí a menudo: a almorzar con amigos, a ver las últimas exposiciones, a conferencias. Esta vez no es distinto. Aquí no hay nada que pueda hacerme daño. No es una trampa.

Por fin estoy preparada. Abro la puerta y entro.

El lugar tiene exactamente el mismo aspecto de siempre —paredes de color hueso, suelo de madera pulida, focos en el techo suspendidos de rieles—, y aunque es temprano ya hay unas cuantas personas merodeando. Las observo unos instantes detenerse delante de las fotografías; unas se mantienen un poco apartadas para verlas mejor, otras asienten en respuesta al comentario murmurado de un acompañante o examinan la hoja impresa que han cogido abajo. Reina una atmósfera de respeto silencioso, de contemplación sosegada. Estas personas verán las fotografías. Les gustarán, o no, y luego volverán a salir, de regreso a su vida, y con toda probabilidad las olvidarán.

Al principio no me permito mirar las paredes más que de soslayo. Hay más o menos una docena de fotos grandes colgadas a intervalos y unas cuantas de formato más pequeño entre ellas. Me digo que podría deambular por aquí, fingir interés por todas, pero hoy solo he venido a ver una fotografía.

Tardo un poco en encontrarla. Está expuesta en la pared más lejana, al fondo de la galería, no del todo en el centro. Se encuentra al lado de otras dos fotos: un retrato de cuerpo entero en color de una joven con un vestido desgarrado, un primer plano de una mujer con los ojos perfilados con kohl fumando un cigarrillo. Incluso a esta distancia resulta impresionante. Es en color, aunque se hizo con luz natural y la paleta de colores contiene sobre todo azules y grises, y ampliada a este tamaño impone. La exposición se titula «Agotados de tanta juerga», y aunque no la miro como es debido hasta que estoy a solo unos pasos, entiendo por qué esta fotografía está en un lugar tan destacado.

No la había contemplado desde hacía más de una década. No como es debido. La había visto, sí —aunque no fue una fotografía especialmente bien aprovechada por aquel entonces, apareció en un par de revistas e incluso en un libro—, pero no la había mirado en todo este tiempo. No de cerca.

Me aproximo en diagonal y examino primero la leyenda. «Julia Plummer —reza—. Marcus en el espejo, 1997, copia Cibachrome.» No hay nada más, ningún dato biográfico, y me alegro. Me permito levantar la vista hacia la imagen.

Es de un hombre; aparenta unos veinte años. Está desnudo, retratado de cintura para arriba, mirándose en un espejo. La imagen delante de él está enfocada, pero él no, y el rostro se ve un poco difuminado. Tiene los ojos entornados y la boca ligeramente abierta, como si estuviera a punto de hablar, o de suspirar. La fotografía tiene un aire melancólico, pero lo que no se ve es que, justo hasta el momento antes de la toma, ese chico —Marcus— había estado riéndose. Había pasado la tarde en la cama con su novia, de la que estaba tan enamorado como ella de él. Habían estado leyéndose mutuamente —Adiós a Berlín, de Isherwood, o quizá Gatsby, que ella había leído y él no— y comiendo helado de la tarrina. Estaban calentitos, estaban contentos, estaban a salvo. En una radio, en su habitación al otro lado del pasillo, sonaba rhythm and blues, y en la foto él tiene la boca entreabierta porque su novia, la mujer que hace la foto, estaba tarareando y él se disponía a unírsele.

En un principio la fotografía había sido diferente. La novia aparecía en la imagen, reflejada en el espejo justo por encima del hombro de él, con la cámara a la altura de los ojos. Estaba desnuda, desenfocada y borrosa. Era un retrato de los dos, en una época en que las fotografías sacadas en espejos eran todavía poco comunes.

Me había gustado la foto así. Casi la prefería. Pero en algún momento —no recuerdo cuándo con exactitud, pero sin duda antes de exponerla por primera vez— cambié de parecer. Decidí que estaba mejor sin mi presencia. Me eliminé de la imagen.

Ahora lo lamento. Fue fraudulento por mi parte, la primera vez que me serví del arte para mentir, y me gustaría decirle a Marcus que lo siento. Todo. Siento haberlo seguido hasta Berlín, y haberlo dejado allí, él solo en esa fotografía, y no haber sido la persona que él creía que era.

Incluso después de tanto tiempo, sigo lamentándolo.

Pasa mucho rato antes de que me aparte de mi fotografía. Ya no hago retratos así. Ahora son familias, los amigos de Connor, sentados con sus padres y hermanos menores, encargos que me hacen a la salida de la escuela. Dinero para gastos menores. No es que tenga nada de malo: pongo todo mi empeño, tengo una reputación, se me da bien. La gente me invita a las fiestas de sus hijos para que haga fotos de los invitados que luego se envían por email como recuerdo; he hecho las fotos de una fiesta infantil organizada a fin de recaudar dinero para el hospital donde trabaja Hugh. Lo disfruto, pero es una destreza técnica; no es lo mismo que hacer retratos como este: no es arte, a falta de un término mejor, y a veces echo en falta la creación artística. Me pregunto si aún podría, si todavía tengo ojo, instinto para saber exactamente cuándo activar el obturador. El momento decisivo. Hace mucho tiempo que no lo intento de veras.

Hugh cree que debería retomarlo. Ahora Connor es mayor, está empezando a vivir su propia vida. Como tuvo unos comienzos tan difíciles, los dos nos dedicamos en cuerpo y alma a cuidarlo, pero ya no nos necesita tanto como antes. Ahora tengo más tiempo para mí.

Miro de pasada otras fotografías en las paredes. Tal vez lo haga, pronto. Podría concentrarme un poco más en mi carrera y seguir cuidando de Connor. Es posible.

Voy a la planta baja a esperar a Adrienne. En un principio quería venir conmigo para ver la exposición, pero le dije que no, quería ver la foto a solas. No le importó.

«Nos vemos en la cafetería —dijo—. Igual podemos comer algo.»

Ha llegado temprano y está sentada junto al ventanal con una copa de vino blanco. Se levanta al ver que me acerco y nos abrazamos. Ya está hablando cuando tomamos asiento.

—¿Qué tal ha ido?

Acerco la silla a la mesa.

—Un poco raro, la verdad. —Adrienne ha pedido un botellín de agua con gas para mí y me sirvo un vaso—. Ya no tengo la sensación de que esa foto sea mía.

Asiente. Sabe la ansiedad que me producía venir.

—Hay algunas fotos interesantes. ¿Subirás a echarles un vistazo? ¿Luego?

Levanta la copa de vino.

—Puede.

Sé que no lo hará, pero no me ofendo. Ya ha visto mi fotografía en otras ocasiones y las demás le traen sin cuidado.

—Salud —dice. Bebemos—. ¿No has traído a Connor?

Niego con la cabeza.

—Habría sido muy raro.

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