El peligro de perder la paciencia cuando pones gasolina

Pascal Martin

Fragmento

cap-1

1

Todos tenemos un diablillo escondido en el fondo de la cabeza.

De normal, el mío era tirando a pachorro, un inquilino sin historia que se pasaba el día dormitando, tranquilamente repantigado en los recovecos de mis sesos. Pero, claro, de cuando en cuando abría un ojo, casi siempre si yo había bebido una copa de más o esnifado polvo. El muy perverso me empujaba entonces a decir o hacer algunas extravagancias, lejos de la actitud reservada que me caracterizaba. Luego todo volvía a su cauce.

Mi vida era ordenada, y yo cometía apenas esos excesos menores que le añaden la sal y la pimienta.

Hasta el día en que el diablo que había en mí despertó del todo.

Y eso que ese día yo no había bebido nada, fumado nada ni esnifado nada.

Caía la noche y acababa de llenar de gasolina el depósito de mi vehículo.

Había tendido mi tarjeta de crédito a una sombra parapetada detrás de una ventana blindada, marcado el pin, recuperado la tarjeta y enfilado la vía de salida de la gasolinera, cuando me topé de bruces con un buga cuyo tubo de escape humeaba abundantemente en ese inicio de invierno.

Un Porsche Carrera.

El conductor pedía indicaciones a un taxi estacionado delante de él en la calle. Imposible pasar. Pero habría bastado con que los vehículos avanzaran unos metros.

Di un golpe de gas para hacer zumbar los cinco cilindros de mi Defender y llamar la atención de los dos hombres. Sin éxito.

El taxista hacía aspavientos mientras daba explicaciones que parecían enrevesadas y el hombre frente a él cabeceaba, perplejo. Cuando vi que este también hacía aspavientos, toqué el claxon. Un bocinazo breve. Sin éxito. Volví a hacerlo, más rato. Ninguna reacción. Era como si los dos tipos enfrascados en su conversación no me oyesen, o hacían como que no me oían, que, para el caso, era lo mismo.

Para ellos, como si yo no existiera.

Creo que fue en ese momento cuando mi diablillo salió bruscamente del limbo.

Bloqueé el claxon con la mano.

El tipo que estaba con el taxista se volvió y me dedicó una mueca de molesta arrogancia. Era negro, grande, macizo. Me pareció entrever a la luz de los faros el brillo de una cadena de oro alrededor de su cuello.

Me puse a tocar el claxon con insistencia.

En ese momento vi a un tipo salir del Porsche, del asiento del copiloto.

Era joven, con la cabeza rapada. Su tez era tan pálida que parecía un muerto viviente. Llevaba una chupa de cuero oscura. Se me acercó. Aparté la mano de el claxon. Sonreí y accioné la apertura eléctrica de la ventanilla. Me increpó:

—¿Qué nos pitas con tu trompeta, payaso?

La ira desfiguraba sus rasgos. Se le salían los ojos de las órbitas. Tuve la impresión de que el colega se había fumado diez toneladas de crack en una sola pipa. Templé gaitas.

—Si puede decirle a su amigo que avance un poco, aunque solo sea un metro, yo podría pasar con el coche. A no ser que pueda ponerse al volante usted mismo.

—No tengo carnet de conducir.

—Pues entonces…

—Entonces ¿qué? ¿No ves que están a lo suyo?

—Sí, claro que lo veo, pero…

—Entonces ¿qué pitas, capullo, con tu 4 x 4 de mierda?

—Tengo un poco de prisa y…

Era mentira. No tenía nada especial que hacer. Gilda me había llamado a última hora. Un cóctel con los jefes de su curro. Una recepción para unos clientes coreanos. Un asunto importante. Terminarían tarde. Prefería irse luego a su casa.

Abrí la boca, pero el tipo no me dejó hablar.

—¡Cierra el pico!

—Hombre, pero…

Quise protestar, pero el tipo se inclinó sobre mí y se puso a vocear:

—O cierras el pico y dejas de pitar o te crujo, ¿estamos?

Volvió al Porsche y entró.

Yo habría podido esperar. Debería haberlo hecho.

El taxista y el negrata seguían hablando y gesticulando. La ventanilla de mi coche se había quedado abierta y me llegaba el eco de sus voces. El taxista tenía un fuerte acento portugués. Nadie gana a los lusitanos en amabilidad, pero eso no es motivo para bloquear el tráfico a la salida de una gasolinera. Subí la ventanilla, eché el cierre automático y hundí la mano en el claxon con fuerza.

El tipo salió del Porsche hecho una furia y vino corriendo hacia mí.

Intentó abrir la puerta del coche. En vano. Con la mano clavada en el claxon, yo lo observaba a través del cristal con una sonrisa socarrona. El tipo empezó a dar patadas a la carrocería. Solté una risita ahogada. La chapa de un Defender es tan gruesa y resistente como la de un carro de combate. El tipo echaba pestes por la boca, ciego de rabia. El odio había transfigurado sus rasgos. Aquel tío era un psicópata. Se adivinaban las ganas de matar en su rostro. De pronto, vi que se metía una mano en la cazadora, sacaba un puño americano, se lo ponía y empezó a destrozarme el parabrisas.

¡El colega estaba completamente zumbado! Metí primera, pisé con fuerza el acelerador y avancé todo recto. Golpeé el Porsche, empujándolo un buen metro. El negrata se volvió y me miró con ojos espantados. El taxista, presa del pánico, se zambulló en el taxi y arrancó a toda velocidad.

La vía quedó libre.

Marcha atrás. Oí un choque sordo. Acababa de atropellar al tipo del puño americano. Primera. El negrata estaba delante de mí, plantado sobre sus dos piernas, las rodillas dobladas. Había sacado una pistola y me apuntaba con ella a la cabeza. Solté un grito y aplasté el acelerador. Los neumáticos aullaron sobre el asfalto y el Defender se precipitó hacia delante. Vi como la cabeza pasmada del negrata que venía a mi encuentro chocaba violentamente contra el parabrisas y acto seguido su cuerpo salía disparado por encima del techo. Me pareció oír que caía de nuevo, pero no me volví. La calle se abría ante mí. Salí zumbando.

Comprobé un instante por el retrovisor si el Porsche me seguía, pero la calle estaba desierta. Conduje hasta la entrada de la circunvalación y me dejé engullir por el tráfico. Me colé en la vorágine de coches y, como un lobezno tranquilizado por la manada, solté un suspiro de alivio. Poco a poco, mi corazón recuperó su ritmo normal.

Entreví la torre Eiffel revestida con sus guirnaldas de luz y me eché a reír, primero en sordina, luego cada vez más fuerte. Me sentía orgulloso de mí mismo. Me sorprendí pensando en Jack Wallace, el protagonista de las novelas policíacas que escribía para distraerme. ¿Me habría inspirado en él?

Llegué a casa. Aparqué el Defender en la plaza del garaje. Di una vuelta alrededor del coche. Nada serio. El parabrisas estaba resquebrajado. Bastaría con cambiarlo. Acaricié las puertas con la punta de los dedos. Cero marca de golpes. Entré en el ascensor del edificio y metí la llave que daba acceso a los apartamentos de la última planta.

Empujé la puerta de mi loft y de nuevo sentí que me invadía una ola de placer. Me gustaba mi casa, su calma majestuosa, su olor discreto, su decoración sobria, casi desnuda. El loft estaba completamente forrado de mármol italiano incrustado en grandes superficies de cristal esmerilado sobre las que me gustaba acechar mi reflejo.

Arrojé indolentemente la chaqueta sobre el respaldo de una silla e introduje un CD de Rick Margitza en el lector de la cadena de

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