Un hombre cae (Detective Albert Martínez 1)

Jordi Basté
Marc Artigau

Fragmento

cap-2

2

Apesta a porro. Me cago en mi puta vida. Rubén sonríe al ver la cara de contrición que me posee cuando camino por la calle de la Mercè en dirección a la plaza de Antonio López, la del edificio de Correos. Para no morir asfixiado por los efluvios de maría que emana la diminuta callejuela, me entran ganas de comer en el Belmonte, un restaurante diminuto de platos pequeños que me recomendó Andrea, una amiga que vive en Madrid pero conserva un piso en la calle Ample. El día que fui me zampé unas patatas con romesco y otras con guindilla, un confit de pato con patatas al horno y un flan de requesón que todavía me hago cruces.

Pero Rubén ha reservado mesa a las nueve de la noche al lado del mar. Manda cojones. Es lo peor del mundo escogiendo restaurantes. Un tío que come hierbas todo el día, mirándose el ombligo literalmente para saber el volumen de las olas que le hacen los abdominales, escogiendo restaurante. Tengo la acertada teoría de que todo aquel que va al gimnasio más de cuatro veces por semana no puede escoger nunca restaurante. Jamás. Los músculos le incapacitan para mirar una carta. Cenar con Rubén es un auténtico suplicio. Que si hidratos de carbono, que si demasiada salsa, que si una verdurita, que si agua, que si una copa de vino y basta, que si estás loco por mezclar pasta y proteína... Anda, vete a cagar, rey de la báscula.

Anteayer, Rubén cumplió cuarenta y dos años y, hoy, como nos conocemos desde la facultad y hemos ido labrando una sólida amistad, víctimas de las discusiones permanentes, pero también del enorme respeto que nos tenemos, me ha invitado a cenar. Todo arreglado, es decir, mesa reservada en el restaurante Ca La Nuri, en las entrañas del paseo Marítimo de la Barceloneta. Se come bien, pero él no va por eso. Va porque hacen pescado a la plancha y por la noche toca plato único y bajo en calorías. Una delicia de compañía.

Paseamos por el sur de Barcelona, pasamos por el Set Portes y tiramos por Joan de Borbó para llegar, al cabo de media hora, al restaurante. Hablamos de tonterías y, de hecho, hemos vuelto a discutir sobre el cánnabis y la causa-efecto de la pestilencia en la calle del Belmonte. Rubén sostiene la teoría de que un porro bien fumado es gloria bendita, cosa que no le niego, pero nos enzarzamos en la batalla de los olores o las pestes y se me cabrea porque le digo que no sé si es peor la que desprende él con ese perfume de aquella tienda de los cojones de Londres. Es normal que se enfade, pero no puedo con estos tufos de Abercrombie and Fitch, establecimiento que odio profundamente porque es el culto a la perfección, por ahí no paso. Rubén envidia a los efebos que se desnudan en la puerta enseñando el torso al personal que pasa por delante. Todos magníficos, peinados, sin un pelo en el pecho y con un cuerpo dotado de bíceps y tríceps en perfecto estado de revista y, hala, se mete dentro pensando que los tejanos skinny fit que ellos llevan nos quedarán bien al resto de los humanos. A tomar por culo. Y ese perfume que impregna todo el espacio. Y no solo eso... sino que el muy bobo se acaba gastando setenta y cinco libras por un frasco de ese ambientador con ínfulas de perfume. Pues sí: entre la maría y el perfume, mejor el cánnabis. Tema resuelto.

Mientras paseamos por Joan de Borbó y nos adentramos por las calles de la Barceloneta, dejamos atrás restaurantes de magnífica predisposición al sagrado culto de la gastronomía. Ya veremos qué tal cenamos, en La Nuri esta. A mí estos restaurantes en primera línea de mar me recuerdan a mi infancia en Palamós, cuando mis padres y los abuelos paternos nos obligaban a los tres hermanos, con camiseta de Coca-Cola y bañador Turbo lleno de arena, a comer en un simulacro de bar unas gambas presuntamente de la zona. Eran los años ochenta y no he superado el trauma de aquel local situado a la orilla del mar, junto a una tienda de esas donde venden flotadores, aceites bronceadores, potingues por si te quemas por culpa de los aceites bronceadores, patos, gafas de sol, periódicos de aquí y de allá, revistas, chicles, helados, postales... ¿Postales? ¿Quién cojones compra postales en el siglo XXI? En aquella época, todavía... pero aún se ven. ¿Coleccionistas? ¿Gente cool que no tiene WhatsApp ni SMS y llega de vacaciones antes de que aterrice la postal?

Pienso en todo eso mientras Rubén, fornido abogado bronceado por los rayos uva del gimnasio de Gran de Gràcia, sigue caminando a paso ligero porque ha reservado mesa a las nueve y ya pasa de menos cuarto.

Oigo ruido cerca. Es ruido pero también es música. Términos radicalmente compatibles. Chunda, chunda. No entiendo esta música. Suena igual. Y le digo a Rubén que tal vez tiene razón con la peste de porro. Me mira con cara de decir: «Mi amigo se ha trastornado de golpe». Ah, claro, mejor la maría que las pastillas. No entiende nada y le facilito la traducción cuando le explico que, del mismo modo que no soporto aquella fetidez porque me marea, prefiero vivir mareado que morir empastillado. Se echa a reír. A mí esta música me recuerda a las pastillas. El sonido proviene de uno de los bares y las discotecas que rodean el hotel Arts. No entiendo el horario de estos ruidos infames. No son ni las nueve de una noche de mediados de mayo, ni siquiera ha oscurecido, y el chunda, chunda forma parte de la hora de las nanas. Vaya si estamos perdiendo los valores, como decía mi padre.

Se ve que el restaurante está abajo porque Rubén ha hecho un zigzag que me ha obligado a un cambio de ritmo para acabar descendiendo por unas escaleras que nos acercan a su objetivo: el puto pescado a la plancha. Estamos a ras de arena, caminando sobre una especie de maderas ruidosas, incrustadas por el Ayuntamiento a bajo coste mientras en la playa no hay ni un alma porque la temperatura, aunque es agradable, no permite ni magrearse con la vieja excusa de contemplar la inmensidad. No sé por qué cojones tenemos que ir a cenar al mar, si pescado a la plancha también hacen en el Tibidabo, en La Venta, por ejemplo. Pues no, Rubén, con la excusa de que será él quien saque la Visa, me arrastra hasta la arena. Menos mal que me he puesto unas Sebago viejas, que si se llenan de arena me da lo mismo. De momento, la madera aguanta las embestidas de mis zapatos y no ha entrado ni un grano. Un punto a favor de La Nuri de las narices.

Ya hemos llegado. El local es pequeño pero agradable. En el fondo, soy un romántico. Podría haber pensado agradable pero pequeño. Pero, de vez en cuando, me invade el positivismo y el sitio me ha parecido minúsculo pero entrañable. Además, nos dan una mesa que permite ver eso que los aprendices de poeta llaman la inmensidad del mar. De momento, bien. Nos sentamos. De hecho, hemos escogido la mesa que ha querido mi mecenas por esta noche. Tampoco hubiera hecho falta reservarla. En realidad, somos los únicos clientes del restaurante a excepción de una pareja de japoneses, él con cara de estreñido y ella, de aburrida. Les han tomado el pelo, pienso, porque están sentados a una mesa sin ninguna gracia al fondo de la sala, lejos de las vistas.

Nos traen la carta. Rubén pide una cerveza bien fría y yo prefiero lanzarme a los brazos del vino blanco. Él prefiere el tinto. Que se joda. Paga él, mando yo. Escojo un Abadal picapoll. Con cara de pocos amigos, que es como hay que exigir el vino, le ruego que esté tan frío que salga casi helado. Así no me traerán uno de esos vinos blancos que ponen en algunos

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