Nostalgia de la sangre

Dario Correnti

Fragmento

9 de diciembre

—Quiero al menos cinco mil caracteres —dice Besana, a la vez que pone en funcionamiento el limpiaparabrisas.

Se da cuenta entonces de que no es agua lo que resbala por el parabrisas. Entre otras cosas porque no resbala, en los bordes ya se ha formado una capa blanca. Lo que faltaba, nieve. Pone el intermitente derecho, escribirá el artículo en una estación de servicio. No puede correr el riesgo de quedarse bloqueado en la circunvalación de Milán justo esta noche.

—Confía, coño —le dice de nuevo al altavoz. Y no sabe bien si ese «coño» que ha pronunciado con tanta franqueza se lo ha dirigido al camión que tiene delante, que acaba de cerrarle el paso, o a su jefe, que siempre le pone problemas, como si el papel lo pagase él.

Luego se corta la comunicación. Se ha quedado sin batería. Una vez más, se ha dejado en casa el cargador del coche.

Aparca, se apea rápido y cierra dando un portazo. Llega un poco encorvado a la entrada del bar, tapándose la cabeza con la mochila.

—Vaya tiempo, ¿eh? —le dice una chica que está sentada en la caja.

Es la primera cosa hermosa que tiene delante desde hace al menos diez horas. Realmente lo necesitaba.

Se acerca a ella tambaleándose un poco, a su manera. Nunca ha sido capaz de caminar mejor, incluso cuando está sobrio parece borracho.

—¿Me deja dormir aquí? —Y le sonríe. Es evidente que la chica se aburre, más vale cortejarla. Además, tiene que pedirle un favor: necesita recargar el móvil, enseguida.

—Mi turno acaba a las ocho. Puede pedírselo a mi colega. —Pero ella también sonríe, ha picado.

En efecto, después de entregarle dos paquetes de cigarrillos, lo está ayudando a elegir un bocadillo.

—¿Cecina? ¿A mí? ¡Por favor, que tengo hambre de verdad! —dice señalando la opción «jamón y brie»—. Con una botella de cerveza, para empezar.

Es incapaz de explicarse cómo puede tener tanta hambre después de la asquerosidad que ha visto, eso que ha hecho vomitar a la mitad de los periodistas que había por ahí, incluso a los que solo la han visto en foto.

Elige una mesa del fondo, que da a la autopista. Ahora, además de nieve hay oscuridad: si el lugar no fuese tan triste, sería capaz de imaginarse que está en un restaurante con vistas al mar.

—Lo caliento y se lo llevo —le grita la chica. El salón es grande, pero está completamente vacío. Como no hay nadie, por una noche su nueva amiga podría hacer como si fuese la dueña del local. Quién sabe, a lo mejor es su sueño.

En cualquier caso, ha llegado el momento de pedirle esa pequeña ayuda sobre el tema móvil.

—Gracias, es usted un encanto. De paso, ¿podría hacerme un favor?

Ella sonríe, apretando el plato de cartón en el que le ha llevado el bocadillo.

—Con tal de que no me pida permiso para fumar —le responde, después de verlo con el iPad delante y un cigarrillo apagado en la boca.

Besana menea la cabeza y le explica el problema, y también que necesita llamar a su jefe porque tiene entre manos un artículo muy importante.

—¿Un crimen? —La chica se queda paralizada, con su móvil en la mano.

—Horrible —añade.

Con un gesto amable del mentón, Besana le da a entender que está dispuesto a adelantarle algo con tal de que mueva el culo y vaya enseguida a buscar un cargador.

—Ay, sí, claro, perdone —dice ella. Y se encamina obediente al objetivo.

Vuelve un minuto después con una cerveza que corre a cuenta de la casa. Al fin y al cabo, allí nadie controla lo que se despacha. Ella también, en el fondo, se ha fijado en el Sujeto Desconocido que tiene delante. Están jugando de igual a igual.

—Qué amable —comenta Besana—. Justo lo que quería. ¿Cómo ha adivinado que escribo mejor así?

La chica —despierta, hay que reconocerlo— sonríe satisfecha y se sienta a su mesa. Pero en ese instante suena el teléfono móvil.

Besana se levanta de golpe y va hasta detrás de la caja registradora para responder. El lugar elegido es discutible, pero él sale del paso con un guiño. Además, su amiga ya está a su lado, para escuchar. La divierte todavía más oírlo hablando con el jefe.

—Como mínimo cinco mil —está diciendo Besana—. Me dedico a esto desde hace treinta años y jamás he visto nada así. Los investigadores están siguiendo una pista satánica, para que te hagas una idea. Tengo el móvil sin batería, así que seré breve: le han arrancado las tripas y se ha encontrado un trozo de la pantorrilla a cientos de metros de distancia. Seis mil, perfecto. Pero tengo que escribir en un área de servicio, así que mantenedme abierto el periódico hasta el final. Ya, ya sé que no hay problema.

La chica lo mira hipnotizada, está dispuesta a invitarle a cervezas toda la noche. No es verdad que vayan a sustituirla a las ocho.

10 de diciembre

Al día siguiente, en la redacción hay cierto mal humor. Antes de entrar en la reunión, el director se enfada con el redactor jefe de sucesos por haber encargado un caso tan importante «al tocapelotas de Besana», a quien no ve la hora de jubilar anticipadamente, en vez de a Luca Milesi, la nueva firma puntera.

—Ayer Milesi estaba en Roma para una presentación en la tele —responde el redactor jefe—. Necesitaba mandar allí a alguien.

—Ya, pero ahora no vamos a poder quitárnoslo de encima —dice el director, enfadado—. Ya sabes lo terco que es ese hombre. Dirá que el caso ya es suyo.

A eso de la una, una vez terminada la reunión, al redactor jefe le surge otro problema. Cuando llega a su mesa, encuentra a Ilaria Piatti. Antes o después, alguien tendrá que decirle que no hay ninguna posibilidad de que entre en el periódico. Son tiempos duros, de despidos y enfrentamientos con los sindicatos; ha hecho las prácticas en un momento equivocado, pobre chica.

La saluda y la mira de arriba abajo. La verdad es que ella tampoco hace nada en su favor. Siempre se presenta vestida de una manera espantosa; hoy, además, está empapada. Nieva con fuerza, es cierto, aunque solo tendría que haber salido con un paraguas. Pero no, lo que ha hecho es ponerse un impermeable y calzarse unas botas de agua, como si la redacción fuese un

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