Un dios en ruinas

Kate Atkinson

Fragmento

cap

Para Reuben

Un hombre es un dios en ruinas. Cuando los hombres son inocentes, la vida es larga y da paso a la inmortalidad con la misma suavidad con que despertamos de un sueño.

RALPH WALDO EMERSON, Naturaleza

 

El propósito del arte es transmitir la verdad de las cosas, no constituir la verdad en sí.

SYLVIE BERESFORD TODD

 

En cierta ocasión [san Jorge] fue a una ciudad llamada Salem, cerca de la cual había un dragón que tenía que ser alimentado diariamente con un ciudadano escogido al azar.

El día que san Jorge llegó allí, la suerte había recaído en la hija del rey, Cleolinda. San Jorge resolvió que aquella doncella no debía morir y fue en busca del dragón, que vivía en un pantano vecino, y lo mató.

Cuando se le presentaba una dificultad o un peligro, por grande que pareciera —incluso en la forma de un dragón—, ni lo esquivaba, ni lo temía, sino que le hacía frente con todas sus fuerzas y las de su caballo. Pese a que no iba armado adecuadamente, pues solo contaba con una lanza, se arrojó sobre el dragón e hizo lo que pudo, y por fin venció la dificultad que nadie se había atrevido a arrostrar.

He aquí exactamente cómo deben enfrentarse los scouts a las dificultades y a los peligros, sin tener en consideración cuán grandes y terroríficos puedan parecer, o lo mal equipados que se encuentren para hacerles frente.

ROBERT BADEN-POWELL, Escultismo para muchachos

cap-1

30 de marzo de 1944

El último vuelo

Naseby

Fue caminando hasta el seto que señalaba el final del aeródromo.

Un rito ancestral como el de recorrer los límites de la parroquia para rogar la protección de sus fieles. Los hombres lo llamaban su «paseo cotidiano» y se inquietaban cuando no lo daba. Eran supersticiosos. Todo el mundo lo era.

Más allá del seto había campos desnudos arados el otoño anterior. No esperaba ver la alquimia de la primavera, contemplar cómo la tierra apagada y marrón se volvía de un verde reluciente y luego de un dorado pálido. Un hombre podía llevar la cuenta de su vida según las cosechas que había recogido. Él ya había visto bastantes.

Estaban rodeados por tierras llanas de cultivo. La casa de labranza en sí se alzaba a la izquierda, cuadrada e inamovible. Por las noches, una luz roja brillaba en su tejado para impedir que se estamparan contra ella. Si volaban por encima cuando se disponían a aterrizar, sabían que se habían pasado de largo y tenían problemas.

Desde allí veía a la hija del granjero en el corral dando de comer a los gansos. ¿No había una canción infantil que hablaba de eso? No, pensaba más bien en otra, en la de la esposa del granjero que cortaba la cola a los ratones con un cuchillo de trinchar. Una imagen horrorosa. Pobres ratoncitos, pensaba de niño. Ahora que era un hombre aún lo pensaba. Las canciones infantiles hablaban de temas brutales.

Aunque no había tratado a la hija del granjero ni sabía su nombre, le tenía un cariño desproporcionado. Siempre les hacía un gesto de despedida con la mano. A veces la acompañaba su padre, y en un par de ocasiones su madre, pero la presencia de la muchacha en el corral era una constante en cada ataque aéreo.

La chica lo vio y agitó una mano. En lugar de contestar, él le hizo el saludo militar. Imaginó que eso le gustaría. Por supuesto, a esa distancia, no era más que un uniforme. Teddy solo era uno más entre muchos.

Silbó para llamar al perro.

cap-2

1925

«Alouette»

—¡Mira! —exclamó él—. Allí…, una alondra. —Levantó la vista y advirtió que ella no estaba mirando donde debía, así que señaló e insistió—: No, allí. —Era un desastre de mujer.

—Oh —dijo ella por fin—. Sí, allí, ¡ya la veo! Qué raro…, ¿qué hace?

—Planea, y probablemente luego volverá a ascender.

La alondra se elevó en el aire y entonó su canto trascendental. Su vuelo vibrante y la belleza de su música despertaron en él una emoción profunda e inesperada.

—¿La oyes?

Su tía se llevó una mano a la oreja con un gesto teatral. Se la veía tan fuera de lugar como un pavo real, tocada con aquel curioso sombrero, rojo como un buzón y con dos grandes plumas de cola de faisán que se mecían con el más leve movimiento de cabeza. No sería sorprendente que alguien le pegara un tiro. «Ojalá», pensó. Teddy tenía permitidos —o se permitía— esos pensamientos brutales siempre y cuando no los pronunciara en voz alta. (Según su madre, los buenos modales constituían «la armadura que hay que volver a ponerse cada mañana».)

—¿Que si oigo qué? —preguntó por fin su tía.

—El canto —contestó él con tono de impaciencia—. El canto de la alondra. Ahora ha parado —añadió al ver que ella aún hacía como que escuchaba.

—Podría volver a empezar.

—No, no puede ser. Ya no está, se ha alejado volando. —Hizo aspavientos con los brazos para ilustrar sus palabras.

Pese a las plumas que llevaba en el sombrero, era obvio que su tía no tenía ni idea de pájaros. O, ya puestos, de ningún animal. Ni siquiera poseía un gato. Mostraba indiferencia ante Trixie, su perra cazadora, que en ese momento recorría la zanja reseca junto a la carretera olfateando con entusiasmo. Trixie era la compañera más incondicional de Teddy y estaba con él desde que era un cachorro, cuando su pequeño tamaño le permitía pasar por la puerta de la casa de muñecas de sus hermanas.

¿Se suponía que él debía instruir a su tía? ¿Por eso estaban allí los dos?

—La alondra es famosa por su canto —comentó—. Es precioso.

Por supuesto, era imposible dar lecciones a nadie sobre la belleza. Simplemente estaba ahí. O te despertaba emociones, o no. En el caso de sus hermanas, Pamela y Ursula, sí lo hacía. Pero no en el de su hermano mayor, Maurice. Su hermano Jimmy era demasiado pequeño para la belleza, su padre demasiado viejo, quizá. Hugh, su padre, tenía un disco de gramófono de El vuelo de la alondra, que escuchaban a veces las tardes de los domingos, cuando llovía. Aunque era precioso, no superaba al canto de la alondra en plena naturaleza. «El propósito del arte —decía e incluso inculcaba su madre, Sylvie— es transmitir la verdad de las cosas, no constituir la verdad en sí.» El padre de la propia Sylvie, el abuelo de Teddy, fallecido tiempo atrás, había sido un artista famoso, y el parentesco convertía a su madre en una autoridad en el tema del arte. Y Teddy suponía que en el de la belleza también. De hecho, el Arte, la Verdad y la Belleza llevaban mayúscula cada vez que su madre hablaba de ellas.

—Cuando la alondra vu

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