2
Luigi Alfredo Ricciardi era delgado, de estatura media. De tez oscura, los ojos verdes destacaban en la cara; el cabello negro, peinado hacia atrás con brillantina, a veces dejaba suelto un mechón que le cruzaba la frente y que él colocaba en su sitio distraídamente, con gesto brusco. La nariz era recta y fina, como los labios. Las manos pequeñas, casi femeninas, nerviosas, siempre en movimiento. Las llevaba metidas en los bolsillos, consciente de que traicionaban su tensión, sus emociones.
No necesitaba trabajar, podría haber vivido de las rentas de su familia, de las que no se ocupaba demasiado. Y, tal como le recordaba algún pariente en las contadas ocasiones en que lo veían por el pueblo en verano, debería haber frecuentado el trato de una sociedad más en consonancia con su apellido. Pero él ocultaba tanto sus rentas como su título, para pasar lo más inadvertido posible y seguir con la vida que había elegido, o mejor dicho, que lo había elegido. Me gustaría veros, les habría dicho a los parientes de haber podido, sintiendo todo ese dolor constante, perenne, de todo tipo, ese dolor que os pide paz, os reclama justicia desde siempre, todos los días.
Decidió estudiar derecho, hizo la tesis en derecho penal, luego ingresó en la policía, única fórmula para responder a aquella demanda, aligerar aquel peso. Para sepultar a los muertos en el mundo de los vivos.
Carecía de amigos, no veía a nadie, no salía de noche, no tenía mujer. Su familia se limitaba a la vieja tata Rosa, que, con setenta años, lo cuidaba con absoluta devoción y lo amaba tiernamente sin tratar jamás de ahondar en sus miradas y sus pensamientos.
Trabajaba hasta tarde, aislado de sus compañeros, que procuraban evitarlo. Sus superiores temían su valor, su extraordinaria capacidad para resolver casos complicados, su total dedicación al trabajo, factores que hacían pensar en una ambición desbocada, en un afán por destacar, escalar posiciones, quitarle el puesto a los demás. Sus subordinados no entendían su impenetrabilidad, sus silencios; nunca sonreía, nunca hacía comentarios superfluos. Empleaba unos métodos extravagantes, no se atenía a los procedimientos, pero al final siempre tenía razón. Los más supersticiosos, que en aquella ciudad no eran pocos, percibían algo extraño en las soluciones de Ricciardi, como si sus investigaciones fueran a la inversa, como si recorriera retrospectivamente el curso de los acontecimientos. Era difícil que los guardias, cuando los destinaban a colaborar directamente con el comisario, no reaccionaran con un gesto de fastidio. Por otra parte, sus investigaciones eran febriles, y una vez las iniciaba, no las terminaba nunca hasta dar con la solución del caso. No había noches, ni días, ni siquiera domingos hasta que el culpable acababa en la cárcel. Como si en todas las ocasiones la víctima fuese un pariente suyo; como si la hubiese conocido en persona.
Algunos apreciaban el hecho de que sistemáticamente renunciase en favor de la brigada a los premios especiales en dinero, otorgados a las investigaciones más importantes; además nunca faltaba al trabajo, cedía a otros los días de permiso, se ocupaba personalmente de ocultar a los superiores los errores de sus subordinados, para después enfrentarse con cara de palo al responsable y exigirle que prestara más atención. Con todo, solo uno de sus colaboradores le tenía verdadero aprecio: el sargento Raffaele Maione.
Apenas superada la cincuentena, Maione estaba contento de seguir con vida y en pleno uso de sus fuerzas. Por las noches, sentado a la mesa, le gustaba repetir a su mujer y a sus cinco hijos: «Debéis dar gracias a Dios por poder comer. Y a la fortuna, por que todavía no hayan matado a vuestro padre». Y los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar en Luca, su hijo mayor, que como él había entrado en la policía, aunque no había tenido tanta suerte. Llevaba un año de servicio cuando, en el curso de un registro, fue apuñalado mortalmente en el barrio de Sanità. Habían pasado tres años, pero el dolor seguía vivo; su mujer no volvió a hablar del tema, como si aquel hijo hermoso y fuerte, que reía siempre y la levantaba en brazos para hacerla volar y la llamaba «mi novia», no hubiese existido. Sin embargo, allí estaba, sentado en el centro de su alma, quitándole el sitio a sus hermanos y hermanas, acompañándola el día entero.
Maione le había tomado aprecio a Ricciardi justamente a raíz de la muerte de su hijo. El entonces agente de policía había sido de los primeros en llegar al lugar de los hechos. Con amabilidad le había pedido a Maione que se alejara de la taberna donde habían encontrado el cuerpo del muchacho, boca abajo en un charco de sangre, con el cuchillo sobresaliéndole por la espalda. Se había quedado solo apenas unos minutos y, al salir de la oscuridad, sus ojos verdes parecían iluminados por una luz interior, como los de un gato, pero estaban anegados en lágrimas. Se había acercado a Maione. Rodeado del silencio de los presentes, cohibidos por la pena atroz del padre, Ricciardi había alargado una mano y le había apretado el brazo. Maione recordaba aún la inesperada fuerza que había sentido, el calor de aquella mano a través de la tela del uniforme.
—Te quería mucho, Maione, como a nadie en el mundo. En su último pensamiento te llamó. Te acompañará siempre, a ti y a su madre.
Pese a estar obnubilado por el inmenso dolor, Maione sintió un escalofrío en la espalda y la nuca. No preguntó, ni entonces, ni después, en los años de vigilancias o en los largos viajes a que los obligaban las distintas investigaciones, cómo lo sabía Ricciardi, por qué había sido precisamente él quien había recibido el último mensaje de su amado hijo. Pero sabía que había ocurrido así, que el agente había dicho lo que había visto y sentido, que no eran las habituales palabras de consuelo que él mismo había ofrecido tantas veces a los parientes de los muertos.
El aprecio que Maione sentía por Ricciardi venía de entonces. De los días terribles que siguieron, sin descanso ni perdón, mañanas, tardes y noches sin comer, sin beber, sin volver a casa, dedicados a erosionar el recio muro de la ley del silencio del barrio, a intercambiar información, incluso a prometer hacer la vista gorda ante ciertos trapicheos, con tal de echarle el guante al vil asesino de la taberna. Hasta Maione, que actuaba movido por la rabia, fue dejándose vencer por el cansancio. Pero no Ricciardi, que parecía impulsado por un fuego, poseído.
Y al final encontraron al asesino, en otro barrio, en el almacén donde guardaban el botín, rodeado de los suyos. Cuando entraron, después de reducir y maniatar a los vigilantes que el asesino había colocado a la entrada del callejón, lo encontraron riéndose. Fue una operación en la que participaron doce hombres, pues no había un solo policía que no quisiera echarle el guante al asesino de Luca Maione. Y cuando, en el cuarto enorme, vacío de cómplices y sin el botín, el hombre se vio a solas con Ricciardi y Maione, y entre sollozos, despojado ya de toda su fiereza de chulo, imploraba que le perdonasen la vida, Ricciardi miró a Maione. Maione miró al hombre y vio a su hijo pequeño que le llevaba una pelota de trapo, y reía, la cara sucia, los ojos hermosos. Se dio media vuelta y salió del cuarto sin decir palabra. Fue entonces cuando Ricciardi le tomó aprecio a Maione.
Desde aquel momento, el hombre se convirtió en el fiel compañero de Ricciardi; cada vez que el comisario salía, era él quien organizaba el grupo que debía escoltarlo. Sabía que durante la primera inspección del lugar del crimen había que dejarlo a solas; a él le correspondía la tarea de mantener alejados a los otros agentes, a los testigos, a los familiares desesperados y a los simples curiosos, durante esos primeros y largos instantes en que Ricciardi iba a conocer a la víctima, a seguir su legendaria intuición, a identificar los elementos para iniciar la cacería. Además, servía de contrapunto a la soledad y a los silencios de Ricciardi con su afabilidad innata, con su capacidad para dialogar con las personas de forma directa, atento a los peligros a los que su compañero se enfrentaba, siempre desarmado, con una audacia a veces rayana en la inconsciencia o incluso en el instinto suicida. Maione sospechaba que Ricciardi, empujado por una furia de conocimiento, iba en busca de la muerte, de su esencia, como si quisiera definirla, descubrirla, sin manifestar un especial interés por su propia supervivencia.
Pero él no quería que Ricciardi muriese. En primer lugar, porque, en su cordial simplicidad, estaba convencido de que en el comisario vivía una parte del hijo que había perdido; en segundo lugar, porque con el tiempo le había tomado cariño a aquellos silencios, a aquellas sonrisas fugaces, al eco del dolor que se percibía en los gestos de aquellas manos atormentadas. Por eso, en nombre y en recuerdo de Luca, seguiría velando por la salud del comisario.
3
Ricciardi bajaba de la piazza Dante envuelto en el frío viento de aquel miércoles por la mañana. Las manos en los bolsillos del sobretodo gris oscuro, la cabeza un tanto hundida entre los hombros, la mirada clavada en el suelo. Caminando a paso vivo, sentía la ciudad sin mirarla.
En el recorrido desde la piazza Dante a la piazza del Plebiscito sabía que cruzaría una frontera invisible entre dos realidades muy distintas: abajo, la ciudad rica, de los nobles y los burgueses, de la cultura y el derecho. Arriba, los barrios populares en cuyo interior imperaba otro sistema de leyes y normas, de una rigidez igual o quizá mayor. La ciudad ahíta y la hambrienta, la ciudad de las fiestas y la de la desesperación. En más de una ocasión, Ricciardi había sido testigo del enfrentamiento entre las dos caras de la misma moneda.
La frontera estaba en la via Toledo. Edificios antiguos, calladas fachadas exteriores, traseras ruidosas, ventanas abiertas de par en par a los callejones, los primeros canturreos de las amas de casa. Las puertas de las iglesias, con fachadas encajadas entre los edificios colindantes, se abrían para recibir a los fieles que encomendaban su jornada a Dios. Sobre las anchas piedras que cubrían la calle pasaban las ruedas de los primeros autobuses.
La mañana era uno de los pocos momentos en que se producía una especie de ósmosis; del laberinto de callejuelas de los Quartieri Spagnoli bajaban a la via Toledo las carretas de los vendedores ambulantes, cargadas con las mercancías más variopintas y festivos reclamos; de los barrios populosos del puerto y las afueras, los artesanos de manos hábiles, zapateros, guanteros, sastres subían al dédalo para llegar al incipiente barrio residencial de Vomero o a las tiendas de las callejas oscuras. A Ricciardi le gustaba pensar que aquel era un momento de pacificación, de intercambio, antes de que la conciencia de la desigualdad y el hambre impulsaran a los unos a morirse de envidia y a tramar algún delito, y a los otros a temer el ataque y a intensificar la mano dura.
En la esquina del largo della Carità, como venía ocurriendo algunas mañanas por esa zona, Ricciardi vio la imagen de un hombre víctima de un carterista, que tras rebelarse había sido salvajemente apaleado con un bastón. Del cráneo hundido brotaba la masa encefálica y la sangre cubría un ojo; el otro ojo seguía lanzando miradas furibundas y la boca de dientes rotos continuaba repitiendo sin cesar que jamás soltaría sus posesiones. Ricciardi pensó en el ladrón, ilocalizable ya tras perderse dentro de los Quartieri Spagnoli, en el hambre y el precio pagado por víctima y verdugo.
Como de costumbre, fue el primero en llegar a la jefatura; el guardia se cuadró tras el saludo militar y Ricciardi respondió con una leve inclinación de la cabeza. No le gustaba pasar entre la multitud cuando la vida en el Palazzo San Giacomo se encontraba en la fase de bullicio y desorden, ni caminar entre las invectivas venenosas de los detenidos, las fuertes llamadas al orden de los guardias, las discusiones a voz en cuello de los abogados. Prefería, con mucho, esas horas de la mañana, con la escalinata todavía limpia, el silencio y aquel ambiente dieciochesco.
Al abrir la puerta de su despacho, percibió, como todos los días, el olor familiar: libros viejos, periódicos, un aroma al polvo del tiempo y los recuerdos. La piel del viejo sillón, de las dos sillas delante del escritorio, del mugriento cartapacio verde aceituna. La tinta del tintero de cristal encajado en el portacartas. La madera clara del escritorio y de la biblioteca repleta. La esquirla plúmbea de granada que llevó a Fortino el viejo Mario, veterano de guerra, y fue instrumento de muchas de las fantasiosas batallas de su niñez, convertida ahora en dudoso pisapapeles. La luz del sol traspasaba el cristal polvoriento de la ventana, llegaba a la pared e iluminaba los retratos, cual divina investidura.
Qué hermosura, ironizó Ricciardi para sus adentros, con una leve sonrisa. El reyezuelo sin fuerzas, el gran comandante sin flaquezas. Los dos hombres que habían decidido eliminar el crimen por decreto. Siempre recordaba las palabras del jefe de policía, un atildado diplomático que dedicaba su vida entera a complacer en todo a los poderosos: no existen suicidios, no existen homicidios, no existen atracos ni heridos, a menos que sea inevitable o necesario. Que la gente no se enterara, sobre todo, la prensa: la ciudad fascista está limpia y pulcra, no conoce fealdades. La imagen del régimen es granítica, el ciudadano no debe temer nada; nosotros somos los guardianes de la seguridad.
Pero mucho antes de estudiarlo en los libros, Ricciardi había comprendido que el crimen es la cara oscura del sentimiento; la misma energía que mueve a la humanidad, la desvía, se infecta y supura para estallar luego en forma feroz y violenta. El Asunto le había enseñado que el hambre y el amor se encuentran en el origen de todas las infamias, en todas sus formas: orgullo, poder, envidia, celos. Siempre presentes, pues, el hambre y el amor. Allí estaban, en cada crimen, tras simplificarlo al máximo, tras eliminar los oropeles de la apariencia, el hambre o el amor, o ambos, y el dolor que generan. Todo ese dolor del que solo él era testigo constante. Y tú, mi querido Mussolini, pensó Ricciardi con tristeza, ya puedes emitir todos los decretos que quieras que, por desgracia, no conseguirás cambiar las almas con ese traje negro y ese sombrero con borla. Puede incluso que consigas dar miedo en lugar de dar risa, pero no cambiarás el lado oscuro de la gente, que seguirá sintiendo hambre y amor.
Tras dar un golpecito discreto en la jamba, Maione se había asomado a la puerta.
—Buenos días, dottore. He visto la puerta abierta, ¿ya está usted aquí? ¿Es que tampoco con este frío descansa bien? Este año la primavera se hace de rogar. Se lo tengo dicho a mi mujer, que no podemos permitirnos gastar otro mes en leña para la estufa. Si seguimos con este tiempo, a todos mis hijos les saldrán sabañones. ¿Qué tal se encuentra usted esta mañana? ¿Quiere que le traiga una tacita de sucedáneo?
—Como siempre. No, gracias. Tengo que terminar una montaña de informes. Vete, vete; si te necesito, ya te mandaré llamar.
Fuera, entre los primeros reclamos de los vendedores ambulantes, un tranvía pasó chirriando y una bandada de palomas levantó el vuelo contra el sol todavía frío. Eran las ocho.
4
Doce horas más tarde, lo único que cambió en la oficina de Ricciardi era la luz; la polvorienta lámpara de sobremesa con su pantalla verde había sustituido al anémico sol del invierno tardío. El comisario seguía inclinado sobre el escritorio, concentrado en cumplimentar unos impresos.
Cada vez más pensaba en sí mismo como en un empleado del catastro, obligado a dedicar la mayor parte de su tiempo a transcribir fórmulas y registrar números: la contabilidad del crimen, la retórica del delito.
A eso de las dos había cedido al hambre y, a pesar del frío, salió a la calle sin sobretodo para tomar una pizza en el carrito ambulante que había debajo de la jefatura. El humo espeso de la olla de aceite hirviendo, el apetitoso olor de la fritura, el calor de la pasta caliente, siempre le habían resultado irresistibles. Uno de esos momentos en que se sentía alimentado por la ciudad como por una madre. Luego, como tenía por costumbre, tomó un café rápido en la piazza del Plebiscito, en el Gambrinus, donde veía pasar los tranvías, llevando a remolque su cargamento habitual de alegres granujillas, que, en inestable equilibrio sobre las vías, viajaban agarrados a la carrocería.
Mientras apretaba la taza caliente entre los dedos, se acercó al cristal una niña de mirada ceñuda; de su mano derecha, abandonada al costado del cuerpo, colgaba un hatillo de trapos, tal vez una muñeca. No tenía brazo izquierdo, por la carne arrancada asomaba un blanco fragmento de hueso, astillado como un pedazo de madera nueva. La cadera ahuecada, la depresión del tórax hundida. Un carruaje, pensó Ricciardi. La niña lo miraba fijamente, y de pronto levantó el hatillo de trapos hacia él: «Esta es mi hija. Yo le doy de comer y la lavo». Ricciardi dejó la taza, pagó y salió. Ya no se quitaría el frío de encima en todo el día.
A las ocho y media de la tarde, Maione se asomó otra vez a la puerta.
—¿Necesita algo más, dottore? Yo ya me voy, esta noche vienen a cenar mi cuñado y su mujer. Muchas veces me pregunto si esos dos no tienen casa. Siempre comen a mi costa.
—No, Maione, gracias. Tengo para un rato más, y después yo también me iré, termino con esto y por hoy cierro. Que pases una buena velada. Hasta mañana.
Maione cerró la puerta, dejando entrar una corriente helada que hizo estremecer a Ricciardi, como un presentimiento. Y debía de tratarse de un presentimiento, porque no transcurrieron ni cinco minutos cuando la puerta volvió a abrirse y por ella asomó la corpulenta y achaparrada silueta de Maione.
—Olvídese de lo que he dicho, dottore. Por una vez que me quería ir a mi hora. Alinei ha llamado por el telefonillo desde el portón, hay un muchacho. Tenemos que ir a ver, dice que ha ocurrido una desgracia en el San Carlo.
5
El padre Pierino Fava se encontraba en la puerta lateral de siempre, a las siete de la tarde, según lo convenido. Era la entrada que daba a los jardines del Palazzo Reale, la que vigilaba Lucio Patrisso. Amistades valiosas. No es que él fuera más indulgente con Patrisso que con los demás feligreses, o que lo tuviera en especial estima, pero el hombre consideraba un honor ser el destinatario de un saludo personal a la salida de la iglesia, después de misa.
Por este precio moderado, el padre Pierino se permitía el placer más grande de su vida: la ópera lírica. Su corazón sencillo alzaba el vuelo y acompañaba a las voces, mientras sus labios seguían en silencio los textos que se sabía de memoria. Cuando era niño, en Santa Maria Capua Vetere, cerca de Caserta, se sentaba en el suelo del jardín de una casona donde un gramófono difundía magia en el aire. Podía pasarse así horas, sin importarle el frío, el calor o la lluvia, conteniendo la respiración, los ojos anegados en lágrimas.
Pequeño y regordete, los ojos negros muy vivaces y la sonrisa espontánea y contagiosa, era tan inteligente y desenvuelto que preocupaba mucho a sus padres, jornaleros con ocho hijos más. ¿Qué harían con aquel muchacho listo y holgazán que encontraba siempre la excusa perfecta para no trabajar? La respuesta vino de un párroco arisco, que lo llamaba cada vez con más frecuencia para confiarle pequeñas tareas con tal de tener cerca a aquel alegre trasgo. Y así, el pequeño Piero pasó a ser «Pierino, el de la iglesia»; le gustaban la