1
Nadie podía saberlo, pero aquella tarde cayó la última lluvia del invierno. La calle reflejaba la tenue claridad de las farolas colgantes, quietas en el aire sin viento. A esa hora de la tarde la única luz provenía de la barbería. En el interior, un hombre sacaba brillo al latón de un espejo.
Ciro Esposito tenía un férreo orgullo profesional. Había aprendido el oficio de niño, barriendo toneladas de pelos del suelo del local que había pertenecido a su abuelo, y después a su padre, tratado ni más ni menos que como los demás empleados, antes bien con algún que otro bofetón cuando tardaba un segundo de más en tender la navaja o un paño húmedo. Pero le había servido. Ahora, como entonces, su salón contaba con clientes no solo del barrio de Sanità, sino también de la lejana Capodimonte. Mantenía con ellos una magnífica relación: sabía bien que al barbero se iba no solo para cortarse el pelo y afeitarse, sino sobre todo para librarse durante un rato del trabajo y la esposa, y en algunos casos, incluso del partido. Había desarrollado esa sensibilidad especial que le permitía conversar guardando silencio y disponer siempre de un comentario sobre los temas preferidos de la gente.
Había llegado a saber todo lo que hacía falta y más de mujeres, dinero y precios, honor y deshonor. Evitaba la política, pues en aquellos tiempos era terreno peligroso. Un vendedor ambulante de fruta se había quejado porque no conseguía aprovisionarse fácilmente de mercancía; cuatro tipos, desconocidos en el barrio, le destrozaron el carrito y lo llamaron «cerdo derrotista». Evitaba también los cotilleos, nunca se podía estar seguro. Lo enorgullecía la convicción de que su salón era una especie de círculo y, precisamente por ello, le preocupaba el hecho de que el episodio sucedido hacía un mes arrojara sombras sobre su honrada actividad.
Un hombre se había quitado la vida en su barbería. Se trataba de un antiguo cliente que ya frecuentaba el salón cuando lo regentaba su padre. Persona jovial, expansiva, se quejaba siempre de su mujer, de sus hijos, del dinero que nunca alcanzaba. Empleado estatal, no recordaba de qué sector, o tal vez nunca lo había sabido. En los últimos tiempos se había vuelto huraño, distraído, ya no hablaba ni se reía de los famosos chistes de Ciro; su mujer lo había abandonado, llevándose a los dos hijos.
Todo ocurrió sin previo aviso; mientras él le pasaba con cuidado la navaja por la patilla izquierda, el hombre lo aferró de la muñeca y de un solo golpe, certero y decidido, se cortó la garganta de oreja a oreja. Por suerte estaban presentes su empleado y dos clientes, de lo contrario le habría resultado imposible convencer a los guardias y al magistrado de que aquello había sido un suicidio. Limpió todo enseguida y al día siguiente, en un esfuerzo por que no se enterase nadie, no abrió la barbería. El muerto vivía en otro vecindario y eso había ayudado. En una ciudad tan supersticiosa era fácil adquirir la reputación equivocada.
En eso pensaba Ciro Esposito aquella última tarde de invierno cuando, concluida la limpieza, se disponía a cerrar los dos pesados postigos de madera que protegían la puerta de su salón. En via Salvator Rosa era el único que terminaba de trabajar tan tarde. Pero el día aún no había tocado a su fin. Un hombre entró en el local, murmurando un saludo.
Ciro lo reconoció, era uno de sus clientes más raros. Delgado, de estatura media, taciturno. Poco más de treinta años, tez oscura y labios finos. Normal y corriente en todo, excepto por los ojos, verdes, vítreos, y por el hecho de que nunca llevaba sombrero, ni en pleno invierno. Lo poco que sabía de él agudizaba la incomodidad que le causaba su presencia; no eran tiempos para contrariar a los clientes, sobre todo a los habituales, pero este, en particular, no era de trato fácil. Saludaba, se sentaba, cerraba los ojos como si durmiera, erguido en la butaca, como embalsamado.
—Buenas tardes, dottore. ¿Qué hacemos hoy?
—Solo el pelo, gracias. No muy corto. Algo rápido.
—Sí, señor, enseguida, enseguida estará listo. Póngase cómodo.
El hombre se sentó. Echó un rápido vistazo alrededor y Ciro lo vio sobresaltarse y contener un instante la respiración. ¿Sería una sugestión o había mirado la silla al fondo del salón, la del muerto? El barbero pensó que lo suyo se estaba convirtiendo en una obsesión, pues le parecía que todos los que entraban se percataban de las manchas de sangre que con tanta paciencia había quitado.
Con gesto seco, el cliente se apartó de la frente el mechón de cabellos rebeldes que le caía sobre la nariz fina. Bajo la luz artificial parecía más pálido, como si sufriera del hígado, su tez morena parecía ahora amarillenta. El hombre suspiró y cerró los ojos.
—¿Se encuentra bien, dottore? ¿Le traigo un vaso de agua?
—No, no. Por favor, dese prisa.
Ciro empezó a cortar por la nuca, con veloces tijeretazos. No podía saber qué trataba de no ver el otro al cerrar los ojos.
Sentado en el fondo de la sala, ese cliente tan especial veía a un hombre, la cabeza encajada entre los hombros, las manos abandonadas sobre las piernas, un paño negro atado al cuello, la mirada vuelta hacia el espejo de la pared. Apenas por encima del paño un corte enorme, como una sonrisa dibujada por un niño, del que brotaba rítmico un borbotón de sangre. Tras los párpados cerrados, percibió que el cadáver giraba despacio la cabeza hacia él con un ligero crepitar de las vértebras del cuello y un roce húmedo de los bordes de la herida.
«Quiero ver qué dice ahora la muy puta. Ahora que ha dejado a sus hijos sin padre.»
El cliente se llevó la mano a la sien. Ciro se sentía más incómodo que nunca, a aquellas horas ya no pasaba nadie y el holgazán de su empleado se había marchado hacía rato. ¿Qué más podía ocurrir? Las tijeras rechinaban cada vez más veloces. El hombre mantenía los ojos cerrados con fuerza, el barbero notó que el sudor le perlaba la frente. Tal vez tuviera fiebre.
—Casi hemos terminado, dottore. Dos minutos más y estará listo.
Desde el fondo de la sala, el muerto repetía su lamento. Fuera, tras la puerta abierta de par en par, la calle callaba y la primavera esperaba. El aire parecía inmóvil.
El hombre sentía el repiqueteo de las tijeras como pinzas enloquecidas de cangrejos, pero estaba decidido a no escuchar.
Con una profunda exhalación, el barbero desató el paño del cuello del cliente.
—Ya está, dottore, listo.
Tras lanzar unas cuantas monedas en la mesita que servía de caja, el hombre salió en busca de aire. Se ahogaba.
La noche húmeda abrazó a Luigi Alfredo Ricciardi, comisario de policía de la brigada móvil perteneciente a la Real Jefatura de Policía de Nápoles. El hombre que veía a los muertos.
Tonino Iodice había regresado a casa, donde lo esperaban su mujer, su madre y sus tres hijos. Había sido un pésimo día. Como todas las noches, se había detenido en el zaguán del antiguo edificio de via Montecalvario para ponerse la máscara, la del padre de familia cansado pero satisfecho, al que le iban bien las cosas. Sabía que no era esa la verdad, pero lo hacía por el bien de ellos, no quería cargar aquel peso también sobre sus espaldas.
Era tarea suya pasarse la noche con la vista clavada en el techo, escuchando la respiración de su familia, un día más de tranquilidad, a saber hasta cuándo podrían seguir así. Era tarea suya hacer una y otra vez las cuentas, siempre el mismo dinero y siempre los mismos días, esperando el vencimiento de la letra de cambio, buscando las palabras con las que intentaría convencer a la vieja para que le concediera otra prórroga.
Tonino había tenido un carrito de pizzero, y ahora que lo pensaba, no le iba tan mal. Fue una desgracia que entonces no lo entendiera así y decidiera cambiar. Se despertaba a las cinco de la mañana, preparaba la masa y el aceite, ordenaba los trastos en el carrito; si hacía frío, se abrigaba todo lo que podía o se resignaba a recibir la bofetada del sol infame del verano, y se iba a recorrer la ciudad. Siempre el mismo trayecto, las mismas caras, los mismos clientes.
La gente apreciaba a Tonino, cantaba a voz en cuello; bonita voz, se lo decía su madre y se lo decían los clientes. Le tomaba el pelo a las señoras hermosas, se fingía enamorado y ellas se reían y le decían «Anda, Toni, ya está bien, dame esa pizza y vete». Era de esos hombres que llevan el buen humor a todas partes con su carrito, su silbido y su voz, y los policías hacían la vista gorda, pasando por alto si tenía los permisos y la licencia. Al contrario, a veces se acercaban y él les ofrecía la pizza, de gorra, sin pagar. Pasaron los meses y los años, se casó; su hermosa Concettina era alegre y todavía más pobre que él. Mario, Giuseppe y Lucietta llegaron uno detrás del otro, hermosos como su madre, bulliciosos como su padre, y con tanta hambre como los dos juntos. Y lo que ganaba con el carrito empezó a no alcanzar.
Entonces Tonino se convenció de que si no intentaba hacer algo mejor, se morirían de hambre. Nadie lo decía, pero se conformaban con cualquier cosa que pudiesen llevarse a la boca. Los clientes disminuían y con eso de la pizza a ocho días, come hoy y paga la semana entrante, muchos comían y desaparecían.
Llegó entonces a la conclusión de que solo los ricos comen fuera de casa y que los ricos quieren sentarse a la mesa, escuchar al guardacoches con la mandolina, beber y divertirse. El viejo herrador del callejón San Tommaso se jubilaba y cedía el local. Allí cabían por lo menos dos mesas largas y una pequeña, tal vez dos. Al principio, él se encargaría de hacer las pizzas y Concetta de servir; más adelante, cuando las cosas mejorasen, Mario, el mayor, les echaría una mano.
Tras reunir los ahorros de su madre y pedir a parientes y amigos cuanto se podía pedir, todavía le faltaba un montón de dinero. Vendido el carrito, ya no podía echarse atrás. Un amigo le comentó que en el barrio de Sanità vivía una vieja que prestaba dinero a bajo interés y largo plazo.
Fue a verla y la convenció, se le daba bien convencer a la gente y todavía más si eran ancianas; consiguió el dinero que necesitaba y la pizzería ya llevaba seis meses abierta.
A la inauguración asistieron todos, parientes, amigos y conocidos. La vieja no, le dijo que no le gustaba salir de casa. Fueron todos y comieron, ese día y el siguiente, para desearle suerte, y él no les cobró. Al final, los amigos y los parientes acabaron esfumándose.
Tonino comprendió que la envidia golpea más que los escopetazos, como decían los viejos, y tenían razón. De vez en cuando pasaba alguien y entraba, pero el local no daba a una calle principal, había que conocerlo para encontrarlo, y no lo conocía nadie. Fueron pasando los días y los meses, y Tonino se dio cuenta de que había hecho una tontería: había gastado demasiado dinero en montar el negocio, dinero que no recuperaría jamás. Al cabo de tres meses la vieja le renovó el préstamo por otros dos, aumentando el interés, después le concedió una sola prórroga de un mes y lo echó a gritos de su casa con la advertencia de que era la última oportunidad, debía devolverle el préstamo.
Tonino abrió la puerta de su casa y Lucietta se lanzó en sus brazos y lo cubrió de besos, siempre era la primera en oírlo llegar. Él la estrechó con fuerza y, con la sonrisa estampada en la cara, fue a saludar al resto de la familia. Notó que se le encogía el corazón. Al día siguiente vencía la letra. Y él no tenía ni para pagar la mitad del importe.
2
La primavera llegó a Nápoles el 14 de abril de 1931, poco después de las dos de la mañana.
Lo hizo con retraso y, como de costumbre, acompañada de una ráfaga de viento nuevo del sur, tras un aguacero. Los perros fueron los primeros en darse cuenta, en los patios de las heredades del Vomero y en las callejuelas cerca del puerto; alzaron el morro, olisquearon el aire y, suspirando, se echaron otra vez a dormir.
Su llegada pasó inadvertida mientras la ciudad se tomaba esas dos horas de descanso entre la noche cerrada y el amanecer. No hubo festejos ni nostalgias. La primavera no exigía recibimientos, no pedía aplausos. Invadió las calles y las plazas. Y, paciente, se quedó esperando delante de las puertas y las ventanas cerradas.
Rituccia no dormía, lo fingía. A veces funcionaba. A veces él se quedaba mirándola y después se iba al altillo. Entonces ella oía el ruido de la vieja cama, era él que daba vueltas, y luego los rasposos ronquidos, un sonido horrible que a ella le parecía hermosísimo porque le evitaba el horror. A veces. A veces le estaba permitido dormir.
Pero esa noche de primavera había llamado a la ventana agitando aquella sangre agriada por el vino barato de la taberna del final del callejón. No le sirvió de nada fingir que dormía. Como siempre, al notar en el cuerpo las manos de su padre, pensó en su madre. Y la maldijo por haber muerto.
Carmela se quejó en sueños, la artritis era un hierro candente que le sacudía los huesos. No tenía frío, la manta pesada la abrigaba y las paredes no rezumaban humedad. De haber estado despierta y no sumida en un sueño sin sueños, la vieja habría contemplado orgullosa el papel pintado de flores recién puesto. De haber estado despierta, habría pensado que con todas esas flores en las paredes se había comprado la primavera y que, con la nueva estación, las flores habrían competido en el balcón y en la casa.
Pero a Carmela le sería negada la primavera. Aunque no las flores, que las tendría. Pero no las vería.
Emma se volvió de lado, procurando no despertar a su marido que dormía a su izquierda. Sabía por experiencia que cuando el movimiento del blando colchón de lana lo sacaba del sueño antes de tiempo, sus mil malestares de viejo egoísta se agudizaban. Escudriñó su perfil en la penumbra; la luz de las farolas se filtraba a través de las cortinas de seda. ¿Lo había amado alguna vez? Si era así, no se acordaba.
Sonrió en la oscuridad, sus ojos de gata iluminados. No habría una noche más, una primavera más sin amor. Su marido dormía con la boca abierta, el pelo sujeto con redecilla y la camisa de dormir abrochada hasta el cuello. Dios, cómo lo odio, pensó.
Al otro lado de las trancas de madera que atravesaban la puerta del bajo, Gaetano oía a las ratas en el callejón. Durante el día se escondían en las alcantarillas de las cloacas nuevas, menos las gordas y enfermas que los niños perseguían y mataban; pero por las noches, y desde hacía una semana, las oía correr. Llegaba el calor, quizá era por eso. Su madre se había dormido al fin. Había oído sus sollozos sofocados junto a él hasta hacía una hora; después el cansancio de la jornada la venció. Tendría dos horas de paz, tal vez tres, antes de volver a empezar. Él no, no dormía: pensaba en lo que habían decidido. Qué remedio. No podían seguir así. Cerró los ojos y, como todas las noches, esperó que amaneciera.
Attilio no lograba conciliar el sueño. Esa noche había sido grandiosa pero, como de costumbre, nadie lo notó. Sintió que la lívida frustración, compañera de tantas veladas, le pellizcaba el estómago mientras fumaba en la oscuridad. Sin ver, paseó la mirada a su alrededor; total, pensó, para lo que hay que ver, no hay más que miseria. Sin embargo, lo intuía, siempre lo había intuido: llegaría a ser rico y famoso, respetado, adorado. Como ese infame y presuntuoso que no tenía más que él. Empecemos por el dinero. El dinero trae lo demás. Su madre se lo decía siempre, desde que era niño. Primero el dinero. Una semana más. Y después basta de habitaciones tristes en sórdidas pensiones.
En las profundidades de su agitado descanso, Filomena soñaba. En sueños estaba delante de la puerta de su casa y se veía salir, arrebujada en un largo chal negro, la cara tapada como siempre, para ocultarse.
En la puerta, escrita en enormes letras rojas una palabra: puta. Así, simple y sin dudas, como si se tratara de un apellido. Se vio agachar la cabeza, avergonzada, culpable sin culpas. Puta. Sin hombres, sin amores, sin miradas ni sonrisas. De cualquier modo, puta. En sueños sintió la angustia, el miedo de que su hijo encontrase la pintada cuando regresara a casa. Intentó borrarla con las manos mojadas de llanto, pero cuanto más la frotaba, más crecía, tiñéndole las manos de rojo. El rojo de una antigua culpa, la de ser hermosa.
Enrica dormía aquella primera noche de la nueva estación. En la mesilla estaban las gafas, un libro y un vaso de agua medio lleno. La bata doblada encima de la butaca, debajo el bastidor con el bordado.
En la negrura del sueño, un toque desconocido, un olor extraño y dos ojos que la miraban fijamente. Verdes. En sueños, la joven mujer sintió que llegaba la primavera y que le haría bullir la sangre.
A pocos metros de ella, pero tan lejos como la luna, Ricciardi estaba dormido. Había cenado, luego escuchó un rato la radio mientras la veía bordar a través de la ventana. Entrando en una vida ajena como si fuera la suya. Tocando objetos con otras manos, riendo con otra boca, imaginando ruidos y voces que no oía al otro lado del cristal.
Fuera, tras la ventana, esperaba la primavera.
3
Por la mañana temprano se paseaba con gusto. Poca gente en la calle, poco ruido, excepto los gritos lejanos de los primeros vendedores ambulantes. No había necesidad de intercambiar miradas, ni de andar con la cabeza gacha para no mostrar la cara, los ojos.
Sabía que tenía un olfato muy desarrollado. Para variar, no era una ventaja, porque los malos olores superaban con creces a los buenos. Sin embargo, en mañanas como aquella, oculto bajo las emanaciones que provenían de los barrios hediondos, se percibía el perfume de la vegetación de la colina que dominaba el mar. Aquel perfume le recordaba los olores de Fortino, el pueblo de Cilento donde había nacido y donde, sin saberlo, había sido feliz por última vez; allí la naturaleza primaria, lozana, acogía a los hombres como una madre.
Un leve placer y una preocupación: sabía con qué se iba a encontrar. La primavera, pensaba Ricciardi mientras caminaba en dirección a la piazza Dante, transformaba las almas como hacía con las hojas de los árboles; las plantas ásperas y oscuras, fuertes y firmes en su secular espera, se volvían locas en esa estación y lucían flores llamativas, igual que a las personas más equilibradas les entraban las ideas más extrañas.
Aunque tenía poco más de treinta años, Ricciardi había visto y a diario veía de qué era capaz el ser humano, incluso el que, a primera vista, parecía menos predispuesto al mal. Había visto y seguía viendo mucho más de lo que hubiese querido y mucho más de lo que hubiera deseado: veía el dolor.
El dolor que trastorna, el dolor que se repite. La rabia, la amargura, incluso la ampulosa ironía del pensamiento que acompañaba a la muerte. Había aprendido que la muerte natural saldaba bien las cuentas con la vida. No dejaba rastros pendientes en los días futuros, cortaba todos los hilos y suturaba las heridas antes de llevarse su carga y emprender su camino, restregándose las manos huesudas en la túnica negra. La muerte violenta no, no tenía tiempo. Debía marcharse deprisa. En esos casos se escenificaba el espectáculo, a los ojos de su alma se proponía la representación del dolor extremo, se lo soltaban sin más a él, único espectador del pútrido teatro del mal humano. El Asunto, lo llamaba él. Y el pensamiento de que la muerte, en su marcha inesperada, no había tenido tiempo de saldar las cuentas, lo asaltaba y pedía venganza. Quien se marchaba de aquella manera, lo hacía volviendo la vista atrás. Y dejaba un mensaje que Ricciardi recogía al oír ese último pensamiento repetido obsesivamente.
Se abrían los primeros balcones de la piazza Carità y empezaban a animarla. Al ir hacia la jefatura, Ricciardi se dio cuenta, como todas las mañanas, de que jamás tendría elección, solo podría hacer ese trabajo y ningún otro. No le quedaban fuerzas para pasar por alto el dolor, para mirar hacia otro lado, tampoco podía invertir su dinero para recorrer el mundo. No se puede huir de uno mismo. Sabía que sus parientes lejanos no se explicaban por qué él, hijo único del difunto barón de Malomonte, no ejercía como tal y sacaba partido de las puertas que ese nombre podía abrirle en la sociedad; sabía también que su tata, la setentona Rosa que lo cuidaba desde niño, hubiera querido para él serenidad y un poco de paz. Nadie sabía explicar sus silencios, los ojos apuntando siempre al suelo, la perenne tristeza que lo acompañaba.
Pero a él, Ricciardi lo comprobó nuevamente, no le había tocado la posibilidad de elegir, debía caminar contra el viento, arrollado por el último dolor pasajero de los muertos con los que se cruzaba. Y hacer el trabajo que la muerte no había tenido tiempo de concluir.
O intentarlo al menos.
En el aire suave de las primeras horas de la mañana, Ricciardi entró en el edificio de la jefatura. El vigilante de la entrada, medio dormido en la garita, intentó levantarse y hacer el saludo militar, aunque solo consiguió tirar la silla con un ruido seco de madera que retumbó en el patio. Mosqueado, con una mano hizo el signo de los cuernos en cuanto el comisario le dio la espalda, aunque este no se había inmutado siquiera.
Al personal, tanto guardias como empleados, no le gustaba mucho Ricciardi; no era porque se comportase mal o fuese demasiado duro. Al contrario, si alguien tapaba errores o negligencias ajenas ante los superiores, era él. La cuestión era más bien que no lo comprendían. Su modo de comportarse, solitario y silencioso, su aparente falta de debilidades, la ausencia de datos sobre su vida privada no inducían a la camaradería, a la solidaridad. Por otra parte, su extraordinaria capacidad resolutiva tenía algo de sobrenatural; y en aquella ciudad no había nada que diera más miedo. Se había difundido primero y consolidado después la idea de que trabajar con Ricciardi no era nada bueno. No era infrecuente que la designación a una de sus investigaciones provocara repentinas enfermedades o, peor aún, se atribuían a su presencia hechos desagradables que nada tenían que ver con él.
Cuanto más vacío creaba Ricciardi a su alrededor, más se alegraba la gente de mantenerse lejos de él, pero el comisario parecía no percatarse de ese estado de cosas y mucho menos sufrir a causa de ello.
Con sus superiores, el subjefe y el mismo jefe de policía, la cosa no era muy diferente. Aquellos no eran tiempos en los que se pudiera prescindir fácilmente de un hombre con grandes capacidades. Roma interfería cada vez con mayor frecuencia en la autonomía de la jefatura y había que responder de la eficacia de las investigaciones, encontrar un culpable y ponerlo a disposición de la prensa. El régimen exigía que la imagen de la vida fascista en las grandes ciudades transmitiera seguridad y optimismo; con sus soluciones veloces y expeditivas, Ricciardi era perfecto.
Sin embargo, la incomodidad que provocaba su presencia resultaba innegable. No era bienvenido y, por lo tanto, no se le reconocían méritos, así como tampoco se le concedían el espacio y la carrera que los resultados hubiesen requerido. No se podía prescindir de él, pero no se lo premiaba. Por otra parte, a Ricciardi no parecía importarle su carrera. Sacerdote de la justicia más que funcionario estatal, siempre estaba consagrado a su trabajo; ya estuviera sentado en su despacho o cruzando a pie los barrios más sórdidos, bajo la lluvia repiqueteante o en el calor intenso del verano, jamás cesaba su búsqueda febril de la fuente del dolor que lo ahogaba.
Un muro de recelo lo rodeaba, pero había una persona con quien podía contar.
4
El sargento Raffaele Maione tomaba su café asomado al balcón, disfrutando del panorama. En realidad, no era café lo que contenía su taza; ni siquiera tenía la seguridad de acordarse de su verdadero sabor. Tampoco se podía llamar balcón a aquella especie de breve antepecho con barandilla que el propietario de la casa del callejón Concordia había construido sin permisos, unos veinte años atrás. Por último, había que tener mucha imaginación para llamar panorama a la red de callejuelas oscuras que, ramificándose hasta perderse de vista, albergaba el hambre y los intercambios miserables.
Pero Maione tenía imaginación y optimismo. Dios sabía que los tenía. Dios también sabía cuánto optimismo había necesitado para superar algunos momentos de su vida.
Mientras la oscuridad cedía a las primeras luces del amanecer, Maione olisqueó el aire de la misma manera que, pocas horas antes, lo habían hecho los perros. Hoy flotaba un perfume diferente. Quizá ya había llegado el momento de que el invierno infinito tocara a su fin. Otra primavera más, la tercera sin Luca.
A veces oía su risa. Una risa hermosa, desbocada y ruidosa, que lo precedía siempre. A saber si no fue justamente su risa lo que lo perdió. Jamás lo sabría. Maione se miró la mano y luego el brazo, era moreno y corpulento, sólido y fuerte, aunque tuviera cincuenta años.
Luca no, él era rubio como su madre, y como ella reía siempre. ¿Como ella? Desde aquel día Maione ya no había vuelto a oír la risa de su Lucia. Claro, la vida seguía su curso, ¿cómo iba a detenerse con otros cinco hijos que criar? Pero no volvió a reír. En las noches de invierno, cuando los hijos dormían y el tiempo se detenía, Luca llegaba alegre, levantaba en brazos a su madre y la hacía dar vueltas como una muñeca, o le tomaba el pelo a él, llamándolo viejo panzón, mientras lucía con orgullo el uniforme nuevo de recluta de la policía.
Aquella mañana todavía fría, la primavera le llevó al sargento el olor de la sangre de su hijo. Y el recuerdo de cómo el agente Ricciardi, aquel extraño joven con el que nadie quería trabajar, se había encerrado en la taberna, a solas con el cadáver durante cinco minutos interminables. Y apretándole el brazo y mirándolo fijamente, le había transmitido el último mensaje de amor de Luca, usando unas palabras de ternura que no podía conocer. Habían pasado tres años de aquello y Maione todavía se estremecía de emoción y de espanto.
Desde entonces se había convertido en el escudero del comisario. No permitía que nadie hablara mal de él ni ironizara a su costa.
Era también el guardián del método especial de Ricciardi, que exigía una primera y solitaria inspección de la escena del crimen. Maione mantenía a todos a raya mientras el comisario entraba en sintonía con lo ocurrido; y también era confidente de lo poco, muy poco que Ricciardi estaba dispuesto a confiarle. Se trataba de razonamientos en voz alta sobre la investigación en curso, que dejaban traslucir rasgos de la persona que Maione intuía gracias a su simple experiencia. Investigaba cada caso como si se tratara de un problema propio, un dolor propio, una infamia propia que vengar, un agravio sufrido que reparar. No era como los demás, que indagaban movidos por el dinero, la carrera o el poder, había conocido a muchos de esos. No era como los demás.
Aquella mañana Maione pensó que Ricciardi no era mucho mayor que su Luca, apenas tenía diez años más. Pero le pareció un viejo de cien años, solo, como un condenado.
Entrecerrando los ojos y pasándose la mano por la mejilla nuevamente hirsuta una hora después de haberse afeitado, Maione pensó de pronto que justo por esa condena el comisario había podido transmitirle las últimas palabras de su hijo. Recorrido por un escalofrío, entró en casa. Era hora de ir a trabajar.
5
Odiaba aquel puesto, pero no lograba dejarlo. Mientras esperaba, Emma pensó en ello; lo había intentado en varias ocasiones, pero no lograba dejarlo. Odiaba a aquella panda de niños gritones. Odiaba la escalera estrecha y empinada que conducía al último piso, odiaba la humanidad andrajosa con la que se encontraba: los inquilinos miserables del edificio y los parroquianos con los que se cruzaba y se apartaban para dejarla pasar.
Lo comprendía, ella también se avergonzaba. Nunca había puesto los pies en uno, pero se imaginaba que ocurría lo mismo en los burdeles, donde ser reconocido era arriesgarse a echar por la borda una reputación intachable construida con esfuerzo.
Y además, estaba el hedor. Ajo, comida rancia. Y orina, como regusto. Orina por la calle, en el zaguán, en el apartamento. A veces llevaba flores, pero las recibían con la sospecha de que ocultaba la petición implícita de ahorrar. Las llevaba únicamente para aspirar su aroma y huir del hedor. Claro, la mujer era vieja, y los viejos no se controlan. Ella se sentía feliz de ser joven y tenía la intención de seguir siéndolo el mayor tiempo posible. Y hermosa. Y rica. Y deseada. Además, ahora que había encontrado el amor verdadero, la vida era todavía más bella, y el futuro, radiante. Desde hacía unos años lo decía todo el mundo: el futuro de la nación estaba lleno de luz. ¿Por qué no el suyo? ¿Cuánto más debía pagar por un error cometido por otros y que ella debía purgar?
Precisaba de un último viático, la autorización extrema del destino. Estaba segura de sus sentimientos, pero no podía permitirse otro error. Ya no.
En el apartamento hacía calor. Había salido con el abrigo grueso, el tupido cuello de pieles, la agraciada gorra de piloto con orejeras, renunciando al chófer y al coche. La última vez, en la mirada del hombre había visto conmiseración y fastidio por la larga espera en medio de decenas de granujillas que intentaban subirse al imponente vehículo, como si se tratara de una montaña de hierro. Se desabrochó el abrigo. Le entraron ganas de fumar, pero a la vieja no le gustaba. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto más debía seguir esperando para empezar a vivir?
De pie, ante la ventana de su despacho, Ricciardi contemplaba la piazza Municipio. La calle seguía mojada tras el aguacero nocturno, pero el cielo lucía azul y despejado. En la suave brisa flotaba el olor del mar.
Los árboles de los jardines de la plaza estaban bien modelados para ofrecer cobijo a los bancos de hierro forjado. Los cuatro quioscos verdes empezaban a reunir clientes, periódicos y bebidas.
Algún carruaje, cuatro automóviles, un furgón. A lo lejos, más allá de la plaza, se veían las tres chimeneas del buque de vapor inglés que llevaba unos días anclado. Sobre todo destacaba la mole del Macho Angevino.
Pocos vivos. Ningún muerto. Ricciardi se permitió inspirar bien hondo y contuvo el aire. Luego lo expulsó despacio. Se volvió hacia la habitación, dejando la ciudad a sus espaldas; ante él estaba «la celda de Ricciardi», así llamaba el personal a su despacho.
La mujer asistía otra vez al rito con el corazón en la boca, y el latido de siempre en los oídos. Se había repetido un millón de veces que eran tonterías, y un millón y una veces más había vuelto a experimentar aquellas sensaciones hermosas y tremendas. El destino. Veía el destino cobrar forma.
La vieja había sido la única. Al principio, se reía cuando sus amigas muertas de tedio le referían en qué empleaban las tardes sin amor, persiguiendo el sueño de un mañana más vivo; alguna vez llegó incluso a acompañar a una de ellas para encontrarse con representaciones ridículas, brujas de pacotilla con criados que se hacían pasar por fantasmas que hablaban con sus voces lúgubres desde el más allá. El problema radicaba en que el más allá era un compartimento de madera, mal disimulado por una cortina medio abierta.
Y un buen día había conocido a Attilio, después del teatro, había ido sola como de costumbre, y en esa velada mágica tuvo lugar el encuentro casual con la vieja. Se le había acercado, arrastrando los pies, ella la confundió con una mendiga y, haciendo caso omiso de su presencia, se dispuso a seguir su camino. Pero la vieja la había aferrado del brazo y en la penumbra la había mirado fijamente, y entonces ella se había detenido, sorprendida. Después, con esa voz cascada que a partir de entonces escucharía tantas veces con avidez, le había dicho sin medias tintas que era infeliz porque tenía el corazón vacío.
Aquella frase, el corazón vacío. ¿Cómo podía saber la vieja que era así como se veía cuando pensaba en sí misma, como una mujer con el corazón vacío? Attilio había intervenido con vehemencia, tan vigoroso y apuesto, en el pórtico del teatro y luego bajo la lluvia. Había alejado a la vieja, sin cordialidad alguna, con exagerado resentimiento. Pero antes de irse, la vieja le había susurrado una dirección. Al día siguiente ella había ido. Y desde entonces otras cien veces, para seguir los caminos que le indicaba, para disipar dudas, para superar encrucijadas ante las que le asaltaba la duda. Se le había hecho necesaria hasta para respirar, le pagaba lo poco que pedía, aunque ella le hubiera dado el doble, el triple, cien veces más. Se pagaba la fuerza para vivir.
En esta ocasión también estaba en juego la vida. Esperaba un oráculo definitivo, y en su interior ya conocía la respuesta: en esta ocasión tal vez podría sentirse viva por primera vez, en esta ocasión podría elegir amar. Instintivamente juntó las piernas al pensar en las manos de él, en el leve susurro de las medias y se avergonzó, convencida de que la vieja le leía el pensamiento sin esfuerzo alguno. Pero la vieja estaba sentada a la mesa, a duras penas se mantenía erguida, parecía sufrir; eran los huesos, claro. Le llegó una ráfaga de ajo y orina, parpadeó despacio. Los dedos deformados se acercaron a la baraja grasienta. La mujer contuvo el aliento.