Diez días de junio (Inspector Mascarell 9)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

junio-1

1

Raquel tenía los ojos abiertos.

Le miraba.

Aun en la penumbra, pese a tener tan sólo tres meses y siete días de edad, le miraba fijamente.

Quieta.

Seria.

Miquel se preguntó qué estaría viendo en realidad, si ya era capaz de reconocerle, o qué pensaría, si es que un bebé disfrutaba de la capacidad de pensar algo. Tres meses y siete días no eran nada. O sí. Una vida.

El milagro estaba allí, pero todavía le costaba asimilarlo.

¿Alguna vez había mirado así a Roger?

No lo recordaba.

Su propio hijo, caído en el Ebro trece años antes, a veces se desvanecía en su mente, se perdía en el recuerdo.

—Raquel...

La niña recibió el suspiro como si le acariciara el rostro.

De hecho, fue una caricia.

Abrió un poco más los ojos.

—Hola, Raquel. Soy tu padre.

Acabó de decirlo y sintió una profunda emoción, una enorme densidad que pareció llenarle el pecho hasta desbordarle.

De pronto, las palabras fluyeron.

—No sé cuántas opciones hay de que te vea crecer, ni de que tú me recuerdes —dijo despacio—. Espero que algunas, cariño. Diez años más de vida serían una bendición. Quince, un sueño. Veinte, un milagro. Pero, por si peco de optimista, quiero que, al menos, escuches mi voz todos los días. Tal vez se quede en tu memoria, como un eco que rebotará por tu interior sin saber de dónde procede. —Hizo una pausa para limpiarle un poco de baba que le caía por la comisura del labio—. Tu madre te contará todo de mí si me pasa algo malo, si la edad me atrapa antes de que podamos hablar tú y yo, para ser amigos. Mientras, lo haré por los dos, todos los días. —Le sonrió con ternura—. Me llamo Miquel. No Miguel. Y te llamas Mascarell, no Mascarel como dirán quienes quieran negarte la sonoridad de tu apellido. Fui policía, un buen policía. Lo digo con orgullo. Un inspector al servicio de la ley cuando en este país había una ley a la que servir, no una dictadura a la que obedecer. Mi primera esposa murió, y tu madre me salvó la vida al enamorarse de mí. Tuve un hijo antes que tú. Un hijo que cayó en una guerra de la que nadie te hablará hasta que, un día, cuando la bestia muera y este país recupere la dignidad, reaparecerá en la memoria de todos como un corcho sumergido en el mar para limpiarnos la mugre de estos años de silencio.

Raquel movió una mano. Le atrapó el dedo índice. Intentó llevárselo a la boca después de agitarlo un instante.

Volvió la calma.

La hipnosis producida por la voz de Miquel.

Suave, dulce, firme pese a estar cargada de sentimientos.

—Tu madre y yo nos conocimos el penúltimo día de la guerra en Barcelona, nos reencontramos ocho años y medio después, cuando salí de la cárcel, y nos casamos decididos a tener una segunda oportunidad y luchar con la esperanza de alcanzar un futuro mejor. Un futuro en el que ahora estás tú. —Llevó un poco de aire a sus pulmones—. Quiero a tu madre más que a nada en el mundo. Me ha dado la paz, la serenidad, el sosiego que hace de estos primeros años de mi vejez un bálsamo en el que vivir con lo único que nos mantiene vivos a veces: el amor. Ahora, además, me ha dado el mejor de los regalos posibles: tú. Cuando supe que estabas en camino me asusté mucho, y no sólo por ser mayor, sino por traerte a un país sin libertad, condenado a la oscuridad y la mentira, tan lleno de miedo, odio y rencor que...

—¿Miquel?

Se detuvo en seco y volvió la cabeza.

Patro se asomaba en aquel momento por el quicio de la puerta.

—¿Sí?

—¿Qué haces aquí, casi a oscuras? —Llegó hasta él y le puso una mano en el hombro mientras miraba a su hija.

—Nada, hablar con Raquel —respondió.

Lo dijo con toda la naturalidad del mundo.

«Hablar con Raquel.»

—¿Ah, sí?

—Ya ves.

—¡Ay, señor...! —Patro suspiró.

—Me hace más caso que tú. —Intentó burlarse.

—¿Te vas a poner ya de su parte, cariño? —se dirigió a la pequeña.

—Dicen que las niñas tiran hacia el padre.

Esta vez no dijo nada. Patro se embebió de aquella plácida contemplación.

El silencio, de todas formas, fue breve.

—Fíjate cómo nos mira —señaló.

—Parece entenderlo todo —afirmó Miquel.

—Nunca llora. Tiene carácter.

—Habrá salido a su madre.

Patro le besó la cabeza, halagada.

—¿Y qué le cuentas? —quiso saber.

—Cosas nuestras. —Le quitó importancia.

—Mira que eres, ¿eh? —Se cruzó de brazos, pero no logró apartarse de él.

Miquel la retuvo.

—Ven aquí, mamá.

—Quieto-parado. —Se hizo la rebelde—. Vamos a salir, ¿recuerdas?

—¿Ya?

—Un ratito, sí, para respirar un poco de aire y estirar las piernas. Vamos a ver escaparates.

—El día que entienda esa manía de «ver escaparates»...

—Tampoco está tan mal. —Se encogió de hombros.

—Pues vaya diversión ver lo que no vas a comprar, casi todo porque no podemos.

—¿Y qué quieres? ¡Ya me gustaría a mí ir al cine, que no sabes cuánto lo echo en falta!

—¿Y si dejamos a Raquel con una vecina?

—Calla, calla, mal padre.

—¡Mujer, un par de horas! Vamos de estreno, no a uno doble.

—¡Que no, que sería incapaz de ver la película a gusto!

—La del primero se ha ofrecido un par de veces.

—Quizá más adelante, pero ahora no. Es demasiado pequeñita. —Se puso terca.

—¿Y con Teresina, en la tienda?

—¿Quieres darle más trabajo? Bastante tiene con llevar la mercería sola estas semanas, que si no fuera por ella...

—Sí, se está portando bien —reconoció Miquel.

—Con lo que tú ayudas...

—Mujer —lamentó, dolido, el comentario de Patro—, que yo vendiendo agujas e hilos me hago un lío, ya lo sabes.

—¡Excusas!

—¡Y encima las parroquianas! ¡Prefieren a una dependienta, no a un vie... a un señor mayor con cara de no entender mucho, por no decir nada!

—Lo que pasa es que no te esfuerzas —insistió ella.

Miquel miró a Raquel, que seguía quietecita, con los ojos abiertos, observándolos desde la cuna.

—Papá y mamá no están discutiendo —le dijo—. Sólo tienen disparidad de criterios.

—¡Anda, payaso! —Patro envolvió su gesto con una sonrisa—. Mira que a veces...

—A veces no parezco un señor de sesenta y seis años, ¿no?

Ella tuvo suficiente.

—¡Pon a Raquel en el cochecito, va! ¡Me voy a vestir!

—Sí, porque si sales así a la calle...

—¿Pero qué te pasa hoy? —No supo si enfadarse o seguir riendo.

—Nada. ¿No puedo estar contento? Anda, ven.

—¡No me toques las tetas que me duelen! —le advirtió.

—¿Y el culo?

—El culo es todo tuyo. —Suspiró mimosa.

Se lo apretó, con las dos manos, mientras se besaban. Un beso muy largo, como si hiciera días que no se daban ninguno.

Quedaron abrazados unos segundo

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