Diez suecos han de morir (Max Anger Series 2)

Martin Österdahl

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

El capitán Liomkin contempló la sala de control. A su alrededor se apretujaban tantos hombres como cabían de los ciento siete de que se componía la tripulación del submarino, unos sentados en cuclillas, otros subidos en los bancos, algunos de pie en el suelo.

—Serguéi —dijo Liomkin—. Ha llegado a nuestros oídos que un día serás almirante de la armada rusa, ¿es eso cierto?

—¡Sí, mi capitán! —respondió Serguéi sin dudar.

El camarada que tenía al lado le dio una palmadita en el hombro.

—Sí, tu mujer me pareció muy convincente cuando me la encontré en el club de oficiales de Vidiáyevo una oscura noche del pasado diciembre.

Los hombres soltaron una risotada. Serguéi meneó la cabeza sonriendo.

—Por eso, futuro señor almirante, el día de hoy es un paso importante en tu vida. Empecemos.

Liomkin le dio a Serguéi una jarrilla de latón y empujó un martillo oxidado que colgaba del techo, de modo que este comenzó a oscilar de un lado a otro como un péndulo.

—Adelante.

Serguéi sostuvo la jarra delante de la boca. Liomkin vio cómo el joven marinero paseaba la mirada por las caras de los presentes. Todos lo miraban esperanzados: ojos fuertes e inteligentes, sonrisas alentadoras. El propio Liomkin superó ese mismo rito de iniciación la primera vez que sirvió en un submarino.

«Hermanos. Amigos para toda la vida.»

Serguéi iba a incorporarse a la Flota del Norte, y a la invencible e insuperable tripulación de aquel submarino. Los hombres que lo rodeaban habían sido seleccionados por su competencia, pero también por su capacidad de mantenerse unidos y de trabajar juntos durante largos períodos de tiempo en un espacio reducido a una gran profundidad bajo las aguas del mar.

—Hoy me convertiré en miembro de la tripulación del submarino —comenzó Serguéi—. Beberé agua del mar de Barents, recogida a ochenta metros de profundidad, de un solo trago y sin respirar.

Echó una mirada a su capitán.

Liomkin asintió animándolo a continuar.

—Lo hago para que todo sea favorable.

Serguéi cerró los ojos, se llevó la jarrilla a los labios y dejó que el agua helada le bañara la garganta. Una vez vacía, abrió los ojos y la plantó delante del capitán.

Luego se volvió hacia el martillo que colgaba del techo. Dobló las rodillas y se inclinó hacia delante. Al son del clamor del júbilo y los aplausos del resto de los hombres dejó que el martillo le diera en la boca, con un beso que culminaba la entrada en uno de los círculos militares rusos más míticos y heroicos.

Una vez completado el rito de iniciación, un oficial de comunicaciones se acercó a Liomkin.

—Capitán, hemos recibido órdenes de emerger para recibir más información por hidroteléfono.

¿Qué pasaba ahora?, pensó Liomkin. ¿Nuevas directrices, estando tan próximo el inicio de las maniobras militares? Miró el reloj de pulsera. El rito se había prolongado unos minutos más de lo habitual, pero era importante para la moral a bordo. Ya no quedaba mucho margen de tiempo antes de que los hombres ocuparan la cámara de torpedos. El poco profesional liderazgo del alto mando de la flota había impregnado tanto los preparativos que Liomkin no se sorprendió, pero de nuevo sintió cierta decepción. Las cosas ya no eran como antes.

Se tragó el disgusto, se volvió hacia el segundo de a bordo y le dio órdenes de emerger a cota periscópica. Ordenó al oficial que sacase las antenas radiofónicas y le pidió que se encaminara a la sala de comunicaciones.

A una profundidad superior a veinte metros la conexión con el entorno exterior solo podía producirse recurriendo a frecuencias bajísimas, que se enviaban a través de ZEVS, el sistema de comunicación ultrasecreto que había desarrollado la armada rusa. ZEVS era la emisora más potente de Europa y la central energética que se necesitaba para su funcionamiento se había construido en la península de Kola, que precisamente acababan de dejar atrás. El sistema tenía dos problemas. El primero, que el submarino no podía responder, sino solo recibir información. El segundo era que tardaba bastante en hacerlo, puesto que la banda solo posibilitaba la transmisión de unas cuantas letras por minuto. Liomkin no pudo por menos de preguntarse cuándo habrían empezado a enviar el mensaje. Y además, ¿serían esas personas conscientes de lo precaria que era la situación en que se encontraba el submarino?

Se sentó y cogió el receptor del teléfono subacuático cuando su colega le indicó que así lo hiciera.

—Aquí Iván Liomkin, capitán de primer rango y comandante del submarino 141 Kursk —respondió.

—Liomkin, soy consciente de que he elegido un mal momento —dijo la voz al otro lado de la línea.

No parecía ninguno de los miembros del alto mando de la Flota del Norte.

—¿Quién es usted? ¿Y desde dónde llama?

—Llamo desde la embajada rusa en Estocolmo —dijo el hombre.

¿Estocolmo? El individuo no había dado ni su nombre ni su rango, lo que solo podía significar que pertenecía a la sección de las fuerzas de defensa rusas a las que Liomkin había pertenecido hace tiempo, aquella que nunca anunciaba su presencia ni declaraba su verdadera identidad. El hecho de que aquel hombre tuviera acceso a las coordenadas del submarino y de ZEVS indicaba que gozaba de competencias de la máxima autoridad.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo Liomkin.

—En 1984 participó en una operación submarina secreta que se llevó a cabo en el Báltico. El desembarco y el transporte de un arma que se instaló y escondió en un lugar secreto en territorio sueco.

Liomkin se estremeció, como si hubiera sido él y no el joven Serguéi quien acababa de apurar la jarra con gélida agua marina. Liomkin había hecho lo posible por olvidar la operación a la que se refería aquel hombre. Era uno de los momentos más oscuros de su vida. Lo que estuvieron haciendo entonces fue una acción desesperada. Y podría haber tenido consecuencias terribles.

Cubrió con la mano el altavoz del teléfono y le hizo una señal al oficial de comunicaciones para que se retirase.

—Continúe —dijo Liomkin cuando lo dejaron solo.

—Recibió órdenes de llevar siempre encima una llave.

Liomkin se metió la mano libre por dentro del cuello de la camisa y tanteó en busca de la cadena de plata.

—Recibí órdenes de llevarla encima y defenderla con mi vida durante cinco años. ¡Cinco años! ¡Y desde entonces han pasado once más!

—Las cosas cambiaron —dijo el hombre.

Liomkin cerró los ojos un instante y trató de comprender lo que estaba pasando. El hombre de Estocolmo hablaba lento y monótono, con una voz sin sentimientos. ¿Sería aquello parte de las maniobras militares? ¿Quizá un test de resistencia al estrés ideado por alguno de los cerebros más sádicos del servicio de inteligencia? ¿O iría en serio?

Notaba el calor de la cadena en los dedos. Logró conservar la calma y respondió:

—Sigo defendiéndola con mi vida.

—Entonces es verdad lo que he oído decir de usted —dijo el hombre al teléfono—. Es un hombre en el que la madre Rusia puede confiar siempre, soplen los vientos que soplen.

Liomkin era lo bastante listo para no dejarse e

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