Cuídate de mí

María Frisa

Fragmento

Solo la sed

el silencio

ningún encuentro

cuídate de mí amor mío

cuídate de la silenciosa en el desierto

de la viajera con el vaso vacío

y de la sombra de su sombra

ALEJANDRA PIZARNIK

Los monstruos nunca mueren.

Viajan dentro de ti, regresan siempre.

[…]

Pasa el tiempo, se pierde,

la memoria se pudre,

desolladero abajo de nosotros.

El amor se consume por obra de su fuego.

Los secretos terminan traicionándose,

cede la fiebre, el sol declina,

se nos muere la dicha del que fuimos,

el que somos se muere sin saberlo.

Pero los monstruos no.

Los monstruos nunca mueren.

CARLOS MARZAL,

«Los monstruos nunca mueren»

Capítulo 1

El arquero

Viernes, 10 de junio de 2013

En ese momento, comenzó el redoble de los tambores y la fanfarria de las trompetas.

Una multitud se había congregado en la atalaya natural de los Montes Blancos. Iluminados por la blanca claridad de la luna llena, los rezagados que aún paseaban entre las jaimas se apresuraron hacia el castillo cuidando de no tropezar en el irregular suelo.

El acto central de las Jornadas Medievales iba a comenzar y nadie quería perdérselo. Al amparo de la torre del homenaje se alzaba una enorme y compacta pira de leña de forma piramidal. Al fondo, a la izquierda, un grupo de veinte hombres vestidos de caballeros templarios se encontraba en formación. Unos portaban arcos y carcaj; otros, gallardetes o instrumentos musicales.

El gentío se arremolinaba detrás de las vallas que delimitaban la parte derecha de la pirámide. Los que iban con niños se colocaron en primera fila formando una barrera de carritos. Muchos padres llevaban a los pequeños en los hombros para contemplar el espectáculo.

Aunque se había levantado aire, el bochorno era asfixiante. Olía poderosamente al romero y al tomillo que clavaban sus ásperas raíces en los pelados montes.

Con gran ceremonia, Carlos Peiro, el Chaparrico, se adelantó: había sido el elegido para disparar la primera flecha incendiaria. Se encontraba nervioso e incómodo. A los arqueros les permitían prescindir del yelmo, pero no de la pesada cota de malla en forma de caperuza. Además, el gambesón blanco con la gran cruz roja le tiraba de la sisa porque había engordado, igual que todos los Chaparros en cuanto cumplían los veinte años.

En medio de una gran expectación, tensó el arco con la flecha y acercó la punta a la antorcha de cera y yute que le tendió uno de sus compañeros. La estopa, humedecida con petróleo y colocada en el inserto de la flecha, ardió enseguida. El calor del fuego le subió al rostro. Le hubiera gustado secarse las gotas que le resbalaban desde la frente.

Disparó desviándose un poco para combatir el aire. La flecha voló hasta alcanzar casi la base de la pirámide y arañó la pierna del hombre que alguien había ocultado dentro. Los sarmientos y las ramas de pino que la recubrían prendieron superficialmente.

La multitud aplaudió ante la efímera visión del fuego.

Los dos arqueros siguientes erraron por poco, las flechas se apagaron contra la arena y el gentío se impacientó.

Volvió a ser el turno del Chaparrico y, en un tiro complicado, clavó con tanta fuerza la flecha que atravesó el hueco entre los listones de los palés, que servían de andamiaje a la pira y camuflaban el cuerpo. Le dio de lleno en el ojo izquierdo, que se derramó alrededor de la punta de la flecha con una viscosidad espesa. La ropa del hombre y la yesca se inflamaron en una bola de fuego que ascendió poderosa haciendo arder la hoguera.

Lo vitorearon mientras los niños corrían alborozados simulando disparar. Carlos miró a Eva, que bebía un vaso de hidromiel de pie al lado de sus hermanas, y vio que sonreía orgullosa.

Para finalizar, los arqueros se colocaron en fila y lanzaron una andanada de flechas. Era hermoso contemplar la lluvia de chispas rasgando el aire. Se clavaron en el muslo, en el esternón, en el hombro, en el cuello… Una rebotó contra la puntera de acero de las botas Martens.

Se escucharon los últimos aplausos. El espectáculo había concluido. La multitud se dispersaba y nadie prestó demasiada atención al olor a carne a la brasa. Muchos ya se amontonaban ante las mesas donde unas empleadas del ayuntamiento, ataviadas de mesoneras, servían un refrigerio de chorizo y longaniza con un vaso de vino.

Solo los niños y unas adolescentes permanecieron contemplando el embrujo de las llamas agitándose por el viento contra el cielo de verano.

Capítulo 2

Berta

Lunes, 13 de junio

Berta se despertó sobresaltada y tardó en ubicarse. La blanca luz de la luna se colaba por la ventana entreabierta y ascendía por la sábana de flores, amontonada a los pies de la cama, hasta alcanzar sus rodillas flexionadas.

Luna llena, pensó.

La subinspectora Berta Guallar había aprendido a temer a la luna llena. Y a las tormentas. Su influjo despertaba la parte instintiva y atávica que duerme en todo ser humano: exaltaba a los maníacos, enardecía a los maltratadores, hacía que se sintieran poderosos e invulnerables. También desestabilizaba a los melancólicos y a los depresivos.

Extendió el brazo hasta la mesilla en un gesto cotidiano y comprobó el móvil. Na

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos