Las cenizas de la inocencia

Fernando Benzo Sainz

Fragmento

Capítulo 1

1

Acababa de cumplir los diecisiete años cuando maté a un hombre. Ahora, tras tanta vida transcurrida, con los recuerdos de aquel tiempo difuminados en una confusa mezcla de sentimientos contradictorios que han ido sustituyendo a las imágenes concretas, soy aún capaz de recordar aquel momento: el seco estampido del disparo, aquella mirada en la que en un solo y último instante se mezclaron la sorpresa, el pánico y la resignación ante lo inevitable, la mancha oscura que apareció al momento en la pechera de la camisa y mi mano sujetando el arma con la misma fuerza como si creyera que podría aplastarla hasta hacerla desaparecer.

Me gustaría decir que siento culpa y remordimiento por aquello. Pero mentiría. O, al menos, mentiría en parte. No ha sido fácil llevar aquel crimen como compañero de viaje en la conciencia. Pero tampoco acepté, ni en los días siguientes ni en los años venideros, verme a mí mismo como a un asesino. De hecho, a medida que fue pasando el tiempo, llegué a una certeza que es quizá lo que me ha permitido vivir con la carga de ese recuerdo durante el resto de mi ya larga vida: en aquel crimen, yo no fui sólo el verdugo ni el muerto fue sólo mi víctima.

Fueron los tiempos. Fue aquella época sombría y desesperada en la que la guerra había dejado paso al hambre, la locura a la confusión, la rabia a la astucia y la batalla campal a la lucha diaria por salir adelante. Aquella época en la que todos éramos víctimas, los que morían y los que mataban. Fueron aquellos años convertidos en la espesa resaca de una guerra que había dejado tras de sí la desesperanza en los vencidos y la incertidumbre en los vencedores, la que causó una muerte más en la que daba igual quién fuese el ejecutor y quién el ejecutado.

Aquél era un mundo sin culpables ni inocentes y lo que entonces sucedió no puede ser juzgado con los criterios morales de este otro tiempo tan lejano y distinto a aquél. Porque aquello ocurrió en un mundo en el que no había espacio para el arrepentimiento o el pecado, en el que el dolor ya no era capaz de causar heridas ni las heridas hacían ya sangrar, en el que la muerte estaba desprovista por igual de culpa y de bravura.

Aquel disparo, de alguna forma, también me mató a mí. O, al menos, mató a la persona en la que me estaba convirtiendo. Aquella noche alguien murió para que yo renaciese. Otra vida fue interrumpida. La vida de alguien que era yo y que ya no fui nunca más.

Así terminó una historia que había comenzado de diferentes formas y en diferentes lugares, pero todo ello en una misma noche. Una noche en la que también sonaron disparos de muerte.

Era otra más de las grandes veladas del Dixie, donde cada una parecía ser siempre diferente y mejor que la anterior.

Aquel club era un caso único en el mundo de la noche madrileña. Desde su apertura, apenas un año antes, el Dixie había adquirido un aura de club selecto y misterioso que le permitía competir con los grandes locales que hasta entonces habían reinado en Madrid, aun a pesar de que no tenía nada que ver con ninguno de ellos.

Hasta la ubicación del Dixie, en una esquina de la plaza del Carmen con la calle Montera, era ya un reconocimiento de su afán de discreción y de su aparente modestia frente al Pasapoga o el J’HAY, las dos salas de fiesta que se habían convertido en lugares imprescindibles de encuentro de los noctámbulos más adinerados de la capital. Ambas salas estaban a apenas unos centenares de metros del Dixie, en la avenida de José Antonio, que aún no había sido rebautizada como la Gran Vía, la una en los sótanos del cine Avenida y la otra en los del cine Rialto, una distancia pequeña pero que marcaba una enorme diferencia social y de prestigio.

El exterior del Dixie era de una extrema austeridad. Tan sólo se anunciaba con el nombre del club escrito con exageradas letras cursivas formadas por luminosas bombillas azules que resaltaban en especial la «D» inicial. Bajo el cartel, la entrada no tenía una sólida y repujada reja de hierro como el Pasapoga. Era sólo una anodina puerta de doble hoja que bien podría haber servido de entrada a un almacén o a la parte trasera de algún comercio.

Para acceder al Dixie, no se exigía ni etiqueta ni el pago previo de quince pesetas, como en el Pasapoga. Un portero de mirada taciturna vestido con una austera levita se encargaba de autorizar o denegar el paso al interior. Pero, aunque no se cobrase por ello, uno sabía que si acudía varias noches al local sin dejarse dinero en la barra o en las mesas, el portero acabaría identificándole y el Dixie le quedaría vedado para siempre, por lo que eran pocos los que se atrevían a disfrutar del lugar sin el obligado gasto en bebidas.

Tampoco el interior del club se asemejaba al de sus vecinos. No había ni rastro del afán por el lujo exuberante de éstos. El Dixie no estaba decorado con una ostentosa opulencia llamada a atraer a quienes necesitaban sentirse y mostrar que estaban fuera y a salvo de la miseria general. En el Dixie, a diferencia del Pasapoga, el suelo no estaba cubierto de mármoles de colores ni las paredes de costosos estucados, no había escaleras con pasamanos recubiertos de pan de oro ni aparatosos candelabros, ni rastro de mobiliario isabelino, alfombras palaciegas o pretenciosas pinturas murales.

El Dixie ni siquiera tenía varias plantas ni pistas de baile. En realidad, sólo era un amplio sótano con las paredes recubiertas de una tela de color rojo oscuro. No había cuadros ni fotografías ni ningún otro tipo de decoración en las paredes aparte de unas cuantas docenas de pequeños apliques que mantenían el club en una permanente penumbra que contribuía a su fama de ser un establecimiento donde el público buscaba una diversión discreta, a donde nadie iba para ser visto ni para lucirse, marcando así distancias con el exhibicionismo social de la competencia. Una vez bajada la escalera de acceso y superado el cortinón que separaba el guardarropa del resto del local, el espacio se organizaba en tres zonas: el escenario, del tamaño justo para que cupiese la orquesta y el cantante de turno, donde unos potentes focos rompían la penumbra durante las actuaciones; la zona de las mesas, distribuidas en un arco de herradura frente al escenario, con los reservados que ocupaban los mejores clientes en un escalón superior recorriendo la línea del arco y agrupadas las demás mesas en el espacio interior; y, en la zona más alejada del escenario, una barra de hierro sin más decoración que los estantes repletos de botellas.

El Dixie tampoco ofrecía las actuaciones estelares de sus lujosos clubes vecinos. A apenas unos centenares de metros, por el escenario del J’HAY desfilaban noche tras noche desde grandes estrellas como Antonio Machín y Gloria Lasso hasta viejos mitos en declive como la estrella de las películas nazis, Lilian Harvey, así como las mejores orquestas del momento, como la del argentino Tomás Ríos o la del prometedor García Morcillo, nombres con los que el Dixie ni podía ni pretendía competir. La orquesta del

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