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La mujer apareció con el agua. Luis la vio doblar la esquina de la calle en el mismo momento en que empezó a llover, cuando las gotas resultaron visibles en el halo brillante de las farolas. Enseguida formaron charcos en los que se reflejó la luz de esas mismas farolas, la del semáforo en verde, la de un rótulo de neón que dibujaba una hamburguesa. La mujer caminaba por la acera opuesta, por el lateral de una gran manzana que alojaba varios edificios de apartamentos. A estas horas de la madrugada, la luz estaba apagada en casi todas las ventanas, los bares que ocupaban los locales habían cerrado hacía un rato. El paso de ella era lento. No se resguardó de la lluvia bajo algún techado ni se protegió con ningún paraguas.
—¡Que te mojas! —gritó Luis desde el mostrador bajo el neón luminoso de la hamburguesa.
A su lado, con una espátula en la mano, Ray rio al ver el susto que el grito provocó a la mujer. Ella, como si hubiera recordado entonces que la sudadera que vestía llevaba capucha, se la puso. El gris claro del algodón se oscureció al empaparse. La mujer los miró desde el otro lado de la calle. Dibujaba una silueta encorvada, las manos metidas en los bolsillos de la sudadera como si se agarrara a ellos para no caer. No se adivinaba su rostro entre las sombras bajo la capucha, tan solo un punto brillante que emergía de ellas podía ser la nariz.
—¿Borracha o drogada? —preguntó Luis en voz baja.
—Borracha —apostó Ray con los codos sobre el mostrador—. Y un poco loca. Pero follable de todas formas, que es lo que importa.
El neón, o quizá el olor de la cebolla en la plancha que seducía a los borrachos que salían hambrientos de los bares cercanos, debió de atraer la atención de la mujer, que se dispuso a cruzar la calle. Lo hizo sin mirar a los lados. Un coche la esquivó con un rabioso toque de claxon. El conductor la insultó desde la ventanilla del vehículo, detenido bajo el semáforo cuyo reflejo en un charco se disolvió cuando la mujer lo pisó con una Converse negra.
Al verla acercarse, Ray se incorporó.
—Que tengas suerte —susurró a Luis antes de escapar a la plancha.
Desde allí el cocinero solía increpar a los clientes sin que lo vieran ni oyeran. El ralentí del generador, el zumbido del neón y la música del aparato de radio en el mostrador aislaba a los comensales, que no podían oír ninguno de los comentarios ofensivos que Ray hacía sobre ellos para el supuesto disfrute de Luis, aunque a Luis los desaires machistas, racistas y homófobos del cocinero no le hacían mucha gracia. A su compañero a veces se le olvidaba que él era hijo de mexicanos. Tampoco podía llevarle la contraria porque Ray era el hijo del dueño del food truck, así que no convenía. Antes de que la mujer los alcanzara, Luis giró una manivela mojada para desplegar el toldo que cubría la barra y los dos taburetes de la calle. Un reguero de agua que se habría acumulado en la lona cayó sobre un ladrón en el mostrador, al que estaban enchufados el neón y la radio. Saltaron chispas amarillas y azules que crepitaron con un olor a quemado diferente del que salía de la plancha.
—Bienvenida al mejor food truck de Seattle. Eso eran fuegos artificiales para celebrar tu llegada —bromeó Luis para quitar importancia al peligroso cableado—. Te has mojado, ¿eh?
La mujer no respondió, se sentó en uno de los taburetes sin secarlo. Luis pasó un trapo por el mostrador, la barra, por los menús plastificados, por los botes de kétchup y mostaza. Ella permaneció sentada, mirando al suelo con las manos entre las rodillas. Apresaba los puños de la sudadera con los dedos, escondiendo las manos como si tuviera frío.
—¿Estás bien? —preguntó Luis.
La luz del interior del camión difuminó las sombras bajo la capucha de ella, descubriendo su rostro. Resultó ser mucho más guapa de lo que había esperado. Sobre su pálida piel, el brillo del neón creó la ilusión óptica de un maquillaje que definió sus pómulos en naranja y perfiló en rosa la curvatura de su labio superior, el volumen del inferior. La nariz pronunciada no la afeaba en absoluto, sino que la dotaba de carácter. Luis le adjudicó una edad parecida a la suya, unos veinticinco años.
—Te dije que estaría follable —opinó Ray desde la privacidad de su plancha, al fondo del camión.
Había comenzado la retahíla de improperios. El ruido de la lluvia los disimularía aún más, pero para asegurarse de que la chica no los oyera, Luis subió el volumen de la radio. De madrugada la tenían sintonizada en una emisora de clásicos melódicos que ayudaban a relajar el ambiente y calmar los ánimos de quienes pasaban por ahí con ganas de seguir la fiesta. Ahora sonaba algo de The Carpenters. De puntillas para alcanzar el aparato, a Luis los ojos se le escaparon a la cremallera desabrochada de la sudadera de la joven. Descubrió que no llevaba nada debajo. Su cabello, dividido en dos partes, una a cada lado del cuello, chorreaba sobre el tejido a la altura de los pechos. La forma en que el algodón húmedo se adhería a sus pezones confirmó su desnudez. El pelo parecía más mojado de lo que correspondía a la lluvia, tampoco había dado tiempo de que se empapara tanto.
—Oye, en serio, ¿estás bien? —insistió.
—Amigo —dijo Ray en español, demostrando que sí se acordaba de su ascendencia mexicana—, no te preocupes tanto por los demás.
A Luis le resultó fácil imaginar al grupo de amigas de la joven mojándole el pelo en el lavabo de uno de los bares que había cerrado hacía una hora, para bajarle la borrachera. Se lo habrían secado luego con su propia camiseta y la habrían abrigado con la sudadera para no ponerle una prenda mojada. Claro que si tan buenas amigas eran ya podrían haberla acompañado a casa y no haber permitido que regresara sola a merced de los antojos de su hambriento estómago alcoholizado.
—Hambrienta —fue la primera palabra que dijo ella, casi confirmando los pensamientos de Luis—. Tengo hambre.
La chica lo miró con unos ojos de un azul tan claro que parecía gris, el mismo color del que vería ella el mundo en ese mismo instante, sumida en algún hondo pesar. En el aliento de sus palabras Luis pudo oler varias cervezas. Quizá algunas copas. Unos chupitos de tequila. Un año sirviendo hamburguesas de madrugada, en la calle, hacía que uno desarrollara esa capacidad de detección alcohólica. Y una borrachera del calibre de la que llevaba la chica era explicación suficiente para su extraño comportamiento.
—Pregúntale si tiene hambre de esto —soltó Ray estrujando su entrepierna—, que entonces tengo el plato ya preparado y no hace falta que cocine.
Luis sintió la habitual vergüenza rabiosa que le provocaban los comentarios groseros de su compañero y que tan bien había aprendido a disimular frente a los clientes.
—Entonces has venido al lugar perfecto —le dijo a la chica.
Le ofreció