En defensa propia

Mary Higgins Clark

Fragmento

1

Veinticuatro años más tarde

No me puedo creer que esté en el mismo lugar donde estaba cuando maté a mi madre. Me pregunto si será una pesadilla o está pasando realmente. Al principio, después de aquella terrible noche, tenía pesadillas continuamente. Me pasé buena parte de mi infancia dibujándolas para el doctor Moran, un psicólogo de California, donde fui a vivir después del juicio. Esta habitación salía en muchos de los dibujos.

El espejo que preside la chimenea es el mismo que mi padre escogió cuando restauró la casa. Está empotrado, con un marco, y forma parte de la pared. Veo mi reflejo en él. Mi rostro está mortalmente pálido. Mis ojos ya no parecen azul oscuro, sino negros, en un reflejo de las terribles imágenes que pasan por mi cabeza.

El color de mis ojos lo heredé de mi padre. Los de mi madre eran más claros, azul zafiro, un tono perfecto con su pelo dorado. Mi pelo sería rubio oscuro si lo llevara al natural. Pero me lo tiño de oscuro desde que volví a la Costa Este hace dieciséis años para estudiar en el Instituto Tecnológico de Diseño en Manhattan. Además, soy siete centímetros más alta que mi madre. Y sin embargo, conforme me hago mayor, creo que cada vez me parezco más a ella en muchos sentidos y trato de evitarlo. Siempre me ha dado miedo que un día alguien me diga: «Me suena tu cara...». Cuando pasó, la imagen de mi madre apareció en todos los medios de comunicación, y sigue apareciendo periódicamente cuando publican alguna historia donde se recuerdan las circunstancias de su muerte. Así que si alguien me dice que mi cara le suena, sé que es en ella en quien están pensando. A mí, Celia Foster Nolan, antiguamente Liza Barton, la niña que las revistas sensacionalistas bautizaron como «Pequeña Lizzie Borden», no es probable que se me reconozca como la niña de rizos dorados y carita regordeta que fue absuelta —aunque no exculpada— del asesinato premeditado de su madre y el intento de asesinato de su padrastro.

Mi segundo marido, Alex Nolan, y yo llevamos seis meses casados. Yo pensaba que hoy íbamos a llevar a mi hijo Jack de cuatro años a un espectáculo con caballos en Peapack, una localidad acomodada del norte de Nueva Jersey. Pero Alex se desvió hacia Mendham, un pueblo vecino. Y entonces me dijo que tenía una maravillosa sorpresa para mi cumpleaños y condujo hasta esta casa. Alex aparcó y entramos.

Jack me tira de la mano, pero yo estoy petrificada. Está lleno de energía y quiere explorar, como la mayoría de niños de cuatro años. Le doy permiso para irse y al momento ya ha salido de la habitación y está corriendo por el vestíbulo.

Alex está detrás de mí. Aunque no le miro, puedo intuir su entusiasmo. Está convencido de que ha encontrado una bonita casa para nosotros, y es tan generoso que ha puesto los papeles solo a mi nombre. Es su regalo de cumpleaños.

—Yo alcanzaré a Jack, cielo —dice para tranquilizarme—. Tú echa un vistazo y empieza a pensar cómo la quieres decorar.

Cuando sale de la habitación, le oigo decir:
—No vayas abajo, Jack. Aún no hemos terminado de enseñarle a mamá su nueva casa.

—Su marido me ha dicho que es usted diseñadora de interiores —me dice en ese momento Henry Paley, el de la agencia inmobiliaria—. Esta casa se conserva muy bien, pero las mujeres siempre necesitan dar su toque personal, sobre todo con una profesión como la suya.

Todavía no me siento capaz de hablar, así que me limito a mirarle. Paley es un hombre menudo, de unos sesenta años, con pelo ralo y canoso, y lleva un impecable traje a rayas azul marino. Me doy cuenta de que está expectante por ver mi entusiasmo por el maravilloso regalo de cumpleaños que mi marido acaba de ofrecerme.

—Como quizá ya le habrá dicho su marido, yo no soy el agente que le enseñó la casa —me explica—. Mi jefa, Georgette Grove, le estaba enseñando a su marido varias propiedades por esta zona cuando él vio el cartel de SE VENDE en el césped. Por lo visto se quedó prendado en cuanto la vio. Sencillamente, esta casa es un tesoro arquitectónico, y ocupa cuatro hectáreas de terreno en el mejor lugar de la mejor localidad.

Sí, sé que es un tesoro. Mi padre fue el arquitecto que la restauró cuando era una mansión ruinosa del siglo XVIII y la convirtió en un hogar encantador y espacioso. Miro más allá de la figura de Paley y estudio la chimenea. Mamá y papá trajeron la repisa de Francia, de un castillo que iban a demoler. Papá me explicó el significado de las diferentes figuras que hay esculpidas en ella, los querubines, las piñas, las uvas...

Ted sujeta a mamá contra la pared...

Mamá está sollozando...

Yo le apunto con la pistola. La pistola de papá...

Suelta a mi madre...

Claro...

Ted arroja a mamá contra mí...

Los ojos aterrorizados de mamá me miran...

La pistola se dispara...

Lizzie Borden tenía un hacha. —¿Está usted bien, señora Nolan? —me pregunta Henry Paley.

—Sí, por supuesto —consigo decir haciendo un esfuerzo. Me siento la lengua tan pastosa que casi no puedo pronunciar palabra. No dejo de pensar que no debería haber permitido que Larry, mi primer marido, me hiciera jurar que no le contaría a nadie la verdad sobre mi pasado, ni siquiera a un marido. En estos momentos estoy furiosa con Larry por haberme obligado a hacerle esa promesa. Antes de casarnos, cuando le hablé de mi vida, se había mostrado tan bueno..., pero al final me falló. Mi pasado le avergonzaba, tenía miedo del efecto que pudiera tener sobre el futuro de nuestro hijo. Y ese miedo me ha traído hasta aquí.

La mentira ya se ha convertido en una cuña que nos separa a Alex y a mí. Los dos lo sentimos. Él dice que le gustaría que tengamos hijos pronto. Y yo me pregunto: ¿Cómo se sentiría si supiera que la madre de sus hijos es la pequeña Lizzie Borden?

Han pasado veinticuatro años, pero cuesta mucho enterrar esa clase de recuerdos. ¿Me reconocerá alguien del pueblo? No sé. Supongo que no. Pero, aunque accedí a vivir en la zona, no accedí a vivir en este pueblo, o en esta casa. No puedo vivir aquí. No puedo.

Para evitar la curiosidad de los ojos de Paley, me acerco a la repisa de la chimenea y finjo estudiarla.

—Es bonita, ¿verdad? —pregunta, y su entusiasmo profesional de agente inmobiliario resuena en su voz algo chillona.

—Sí, muy bonita.
—El dormitorio principal es muy grande, y tiene dos baños separados bellamente equipados. —Abre la puerta que da a la habitación y me mira con aire expectante.

Yo le sigo, a desgana.

Los recuerdos me asaltan. Por la mañana, los fines de semana, yo me metía en la cama con mamá y papá. Papá traía café para mamá y chocolate caliente para mí.

Por supuesto, la cama extragrande con el cabezal ya no está. El suave tono melocotón de las paredes se ha convertido en verde oscuro. Si miro por las ventanas de atrás, puedo ver el arce japonés que papá plantó hace tanto tiempo y que ahora ya es un árbol adulto y bonito.

Las lágrimas se acumulan en mis párpados. Me dan ganas de salir corriendo. Si es necesario, tendré que romper mi promesa y contarle a Alex la verdad. No soy Celia Foster, de soltera Kellogg, hija de Kathleen y Martin Kellogg de Santa Barbara,

California. Soy Liza Barton, nacida en este pueblo, la niña a la que un juez absolvió de mala gana de los cargos de asesinato e intento de asesinato.

—¡Mamá, mamá! —oigo que grita mi hijo, mientras sus pies claquetean sobre la madera sin enmoquetar del suelo.

Entra corriendo en la habitación, tan lleno de energía, tan pequeño y robusto, tan

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