Duma Key

Stephen King

Fragmento

1. Mi otra vida

1

Mi otra vida

I

Me llamo Edgar Freemantle. En el pasado fui un contratista de éxito con importantes negocios en el sector de la construcción. Eso fue en Minnesota, en mi otra vida. Aprendí lo de «mi-otra-vida» de Wireman. Quiero hablarte de Wireman, pero terminemos primero con la parte de Minnesota.

Tengo que decirlo: allí era un genuino triunfador americano. Me labré mi camino en la compañía donde empecé, y cuando no pude ascender más, me marché y monté la mía propia. El jefe de la empresa que abandoné se burló de mí, y vaticinó que en un año estaría arruinado. Supongo que la mayoría de los jefes dicen eso cuando algún joven hábil que asciende como un cohete se larga para establecerse por su cuenta.

En mi caso, todo resultó bien. Si Minneapolis-St. Paul experimentaba un boom urbanístico, la Compañía Freemantle prosperaba. Si tocaba apretarse el cinturón, nunca trataba de jugar a lo grande. Pero seguí mis corazonadas, y acerté con la mayoría. Cuando cumplí los cincuenta, Pam y yo poseíamos una fortuna de cuarenta millones de dólares. Y continuábamos unidos. Teníamos dos hijas, y al final de nuestra particular Edad Dorada, Ilse estudiaba en la Universidad de Brown y Melinda enseñaba en Francia, como parte de un programa de intercambio. En la época en que las cosas empezaron a torcerse mi mujer y yo planeábamos ir a visitarla.

Tuve un accidente en una obra. Fue bastante sencillo: cuando una camioneta, aunque sea una Dodge Ram con todos los accesorios, se enfrenta a una grúa de doce pisos, la camioneta siempre lleva las de perder. El lado derecho de mi cráneo sufrió solo una fisura. El lado izquierdo golpeó con tanta fuerza la jamba de la Ram que se fracturó por tres sitios. O quizá fueron cinco. Mi memoria es mejor que antes, pero aún se halla a una larga distancia de lo que una vez fue.

Los médicos denominaron a lo que le sucedió a mi cabeza una contusión por contragolpe, y esa clase de cosas a menudo causa un daño mayor que el golpe original. Me rompí las costillas. Mi cadera derecha se hizo añicos. Y aunque conservé el setenta por ciento de la vista en el ojo derecho (más en un día bueno), perdí el brazo derecho.

Se suponía que iba a perder la vida, pero no fue así. Se suponía que iba a quedar mentalmente incapacitado a consecuencia de la cosa del contragolpe, y al principio así fue, pero pasó. Más o menos. Para cuando lo hizo, mi mujer se había ido, y no solo más o menos. Estuvimos casados durante veinticinco años, pero ya sabes lo que dicen: ajo y agua. Supongo que ya da igual; lo que se ha ido, se ha ido. Y lo que se acabó, se acabó. Algunas veces eso es algo bueno.

Cuando digo que estaba mentalmente incapacitado, quiero decir que al principio no reconocía a la gente (mi esposa incluida) ni sabía lo que había sucedido. No comprendía por qué sentía tanto dolor. Ahora, cuatro años después, ya no recuerdo la cualidad de aquel dolor. Sé que lo padecí, y que era insoportable, pero eso es muy abstracto. No era abstracto en aquel momento. Era como estar en el infierno y no saber por qué.

«Al principio te daba miedo morir, luego te daba miedo vivir.» Eso es lo que Wireman dice, y con conocimiento de causa: había pasado su propia temporada en el infierno.

Me dolía todo a todas horas. Sufría una cefalea continua, martilleante; tras mi frente siempre era medianoche en la mayor relojería del mundo. Veía las cosas a través de una película de sangre, porque tenía jodido el ojo derecho, y apenas reconocía lo que era el mundo. Nada poseía un nombre. Recuerdo un día en que Pam estaba en la habitación (todavía me encontraba en el hospital) junto a mi cama. Yo estaba sumamente cabreado porque ella no debería estar de pie cuando allí mismo en la espina había uno de esos trastos para aposentar el culo.

—Acerca la amiga —dije—. Asiéntate en la amiga.

—¿Qué quieres decir, Edgar? —preguntó.

—¡La amiga, la socia! —grité—. ¡Trae aquí la puñetera colega, zorra de mala muerte!

Mi cabeza me estaba matando y ella empezó a llorar. La odié por eso. No tenía motivos para ponerse a llorar, porque no era ella quien estaba en la jaula, observándolo todo a través de una mácula roja. No era ella el mono en la jaula.

Y entonces me vino.

—¡Trae aquí la ’quilla y siéntete abajo!

Fue lo más cercano a «silla» que mi cerebro jodido y convulso pudo alcanzar.

Estaba furioso todo el tiempo. Había dos enfermeras viejas a las que llamaba Coño Seco Uno y Coño Seco Dos, como si fueran personajes de una sucia historia de Dr. Seuss. Había una voluntaria del hospital a la que llamaba Pilch Pastilla; no tenía ni idea de por qué, pero aquel apodo también encerraba algún tipo de connotación sexual. Al menos para mí.

A medida que iba recuperando las fuerzas intentaba agredir a la gente. En dos ocasiones traté de apuñalar a Pam, y en una de ellas tuve éxito, aunque solo fue con un cuchillo de plástico. Aun así necesitó puntos en el antebrazo. Había veces que tenían que atarme.

He aquí lo que más claramente recuerdo de aquella parte de mi otra vida: una calurosa tarde hacia el final de mi estancia de un mes en una costosa clínica de reposo, el costoso aire acondicionado estropeado, atado en la cama, un culebrón en la televisión, mil campanas de medianoche repicando en mi cabeza, el dolor que agarrota el lado derecho de mi cuerpo como un atizador abrasador, el picor de mi brazo perdido, el temblor de mis dedos perdidos, no más Oxycontina programada durante un rato (no sé por cuánto tiempo, porque hablar de tiempo está más allá de mis posibilidades), y una enfermera que sale nadando del rojo, una criatura que se acerca a mirar al mono en la jaula, y la enfermera que dice:

—¿Está preparado para hablar con su mujer?

Y yo respondo:

—Solo si trajo una pistola para pegarme un tiro.

Crees que esa clase de dolor no remitirá, pero lo hace. Luego te despachan a casa, y entonces lo reemplazan por la agonía de la rehabilitación. El rojo empezó a escurrirse de mi vista. Un psicólogo especializado en hipnoterapia me enseñó algunos trucos ingeniosos para controlar los dolores y picores fantasmas de mi brazo perdido. Hablo de Kamen. Fue este quien me trajo a Reba: una de las pocas cosas que me llevé conmigo cuando abandoné cojeando mi otra vida y me adentré en la que viví en Duma Key.

—Esta no es una terapia psicológica aprobada para al tratamiento de la ira —dijo el d

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