Siete días de julio (Inspector Mascarell 2)

Jordi Sierra i Fabra

Fragmento

1

El traqueteo se hacía en ocasiones tan perezoso, tan monótono, que el conjunto de las horas pasadas bajo su influjo acababa por convertirse en una cadencia eterna.

El tren, metáfora de la vida.

Miquel Mascarell entreabrió los ojos despertando de su última somnolencia; le pesaban. Y le dolía el cuerpo, las articulaciones, sentía la espalda acartonada, las piernas convertidas en dos barras de plomo, la cabeza… Ni siquiera la idea de volver a casa, o aquello que aún entendía como casa, lograba hacerle vencer o superar aquel abotargamiento, la modorra del viaje.

Tiempo convertido en vacío.

Llegaban a Barcelona, pero parecía que hubieran salido de Madrid un siglo antes.

Se pasó una mano por los párpados, presionó los glóbulos oculares con cierta fuerza, diseminó lucecitas fantasmagóricas por su negrura interior y volvió a abrirlos para readaptarse al mundo que lo rodeaba. Un mundo que había cambiado desde el momento anterior a quedarse dormido.

Tenía nuevos compañeros de viaje. Delante de él, un cura con sotana lustrosa, papada, ojos porcinos, calvo, regordete como signo de buena vida y mejor alimentación. Llevaba las manos unidas sobre el regazo y destilaba una mezcla de paz y contención. Miraba por la ventanilla con expresión beatífica, quizás para no ver al resto de los ocupantes del habitáculo que compartían. A su lado, una mujer agitaba un abanico, mientras suspiraba y jadeaba a cada momento. En la otra mano sostenía un pañuelo que se pasaba por la frente e introducía por el escote de tanto en tanto. Llevaba un sencillo vestido de color precario, un diluido beis perdido con tantos lavados, y mantenía un enorme bolso no menos gastado sobre las rodillas porque los altos estaban llenos de maletas y hatillos. El tercer ocupante enfrente era un hombre enteco, todo piel y huesos, con los ojos apenas visibles en la profundidad de las cuencas. Trataba de mostrarse elegante, con la corbata perfectamente anudada pese al calor asfixiante y no se había quitado la chaqueta. Pero tanto la corbata como la camisa, el traje o los zapatos venían de la prehistoria, de haber librado mil batallas, aunque los llevaba con la dignidad de aquel que se aferra al equilibrio y a guardar la compostura como formas de resistencia. Al hombre y la mujer sentados a su lado no podía verlos bien, salvo que girase la cabeza en su dirección y doblase el cuerpo para enfocarlos. Otros dos solitarios. Lo eran todos, incluso el cura. Ninguno había salido de Madrid. Se habían subido en la parte final del trayecto.

Llegaban a Barcelona.

Un mes antes, una semana antes, incluso tres días antes, eso habría parecido un sueño. Barcelona. El mismo nombre sonaba irreal. ¿Existía Barcelona? ¿Qué Barcelona? De la última, la de enero del 39, ya no quedaba más que un recuerdo. Igual que una hermosa mujer después de sufrir un accidente del que ha sobrevivido con el rostro desfigurado. Sigue siendo ella, pero irreconocible. Una mujer que, quizás, hubiera preferido estar muerta.

Un mes antes, una semana antes, incluso tres días antes.

Suspiró inquieto.

¿Podía una mente aletargarse, dejar de sentir durante ocho años y medio, y luego, de pronto, volver a ponerse en marcha?

¿Valía la pena?

¿Qué clase de fuerzas impulsan a vivir?

El hombre enteco deslizó una mirada inútil hacia el pecho de la mujer cuando ella introdujo una vez más el pañuelo por su discreto escote. No era atractiva. Pero era una mujer, de formas generosas y llena de redondeces que el verano activaba para castigo de la libido masculina. Su cara era simpática. La del esquelético, cadavérica. Formaban una pareja imposible.

—¿Qué hora es? —preguntó de pronto con voz delicada la otra mujer, la que estaba sentada en su mismo lado y no podía ver bien.

La respuesta le llegó en forma de gesto. Una de las personas que permanecía de pie, sujeta al asidero de los bancos, alargó el brazo para que ella lo viera por sí misma. La mujer le dio las gracias.

El primero de los hechos inesperados sucedió entonces, como si al hablar ella la vida hubiese vuelto a sacudirles.

El hombre sentado a su lado se dirigió a él.

No al cura o al tipo enteco, sino a él.

Su voz estaba quebrada, rota y grave.

—¿Me daría un pitillo?

—Lo siento, no fumo.

No le creyó. La mirada fue adusta.

—Entiendo que no quiera dármelo, menudos son los tiempos. Pero no hace falta que mienta, hombre.

—No le miento. No fumo.

Su interlocutor se agitó. Quizás no estuviera en sus cabales. Tampoco importaba demasiado. Los locos estaban fuera y los cuerdos dentro. Miquel Mascarell pudo observarle mejor. Unos treinta y pocos años, aspecto de obrero, gorra calada, pantalones de pana y camisa zurcida.

—¿Cómo que no fuma?

—Nunca he fumado. Me parece un vicio inútil más que una necesidad o un signo de modernidad.

—Pues yo creo que el que no fuma no es hombre, ya ve.

—Franco no fuma.

Posiblemente hasta el cura sonriera. No quiso comprobarlo. Le bastó con mirar fijamente al pedigüeño. Se había quedado pálido.

Y mudo.

Tardó cinco segundos en levantarse, coger una bolsa anudada con dos lazos que tenía debajo de su asiento y alejarse de ellos.

Por si las moscas. Por si alguno arrojaba sobre su persona el implacable peso de cualquier ley fundamental.

Uno de los que estaban de pie ocupó su lugar.

Miquel Mascarell no quiso enfrentarse a las miradas de los demás. No buscaba cómplices. Hizo lo que el cura, fijar sus ojos más allá del cristal de la ventanilla. Estaba sentado de cara al sentido de la marcha, así que ver a lo lejos, de pronto, el primer contorno de la ciudad, le sobrecogió.

Intentó no manifestar emoción alguna.

Había transcurrido un breve lapso.

El segundo hecho inesperado, descompuesto en una secuencia de ellos, sucedió a continuación.

En primer lugar, el tren redujo su marcha al internarse por las entrevías próximas a la estación, justo en la curva de la plaza de las Glorias, al final de la calle Aragón. A continuación, el cura se levantó y bajó el cristal de la ventanilla todavía más, para hacer mayor el hueco de la ventana. Luego, a ambos lados del tren surgió un enjambre de hombres y mujeres, así como también niños y niñas, que corrían en paralelo a él y atisbaban con ansiedad a los que ya empezaban a asomarse a las ventanillas. Entonces los compañeros de departamento se volvieron locos. Y no sólo sus compañeros. La mayoría de los que viajaban en aquel y en los restantes vagones les secundaban.

Por las ventanillas empezaron a lanzar a las vías maletas, bolsas, hatos y hatillos.

Todo se llenó de gritos.

En el tren y en las vías.

—¡Aquí!

—¡Luisa, ten cuidado!

—¡Cógelo, cógelo!

—¡Mamá!

—¡Que no se rompa!

—¡Vete a casa corriendo y no te pares por nada!

—¡He conseguido arroz y patatas!

Algunos arrojaban los bultos sin más. Otros trataban de darlos en mano, para evitar que con el golpe el pa

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